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Rubén Darío y Miguel de UnamunoMiguel de Unamuno y Rubén Darío: encuentros y desencuentros

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Las relaciones entre Miguel de Unamuno y Rubén Darío pasaron por muy diversos momentos, pero nunca fueron fluidas ni cordiales. Aunque algunas veces se encontraron, accidentalmente, en Madrid, y a pesar de las cartas que cruzaron entre ellos, nunca existió un verdadero encuentro personal y nunca se realizó el proyecto de Darío de visitar a Unamuno en Salamanca. “Siempre entre los dos, entre él y yo”, escribió Unamuno, “hubo como una cristalina muralla de hielo. Nos veíamos, nos hablábamos, nos apreciábamos mutuamente, pero ni uno ni otro se decidía a romper esa muralla”. Y en otra ocasión afirmó: “Había algo que nos mantenía apartados aun estando juntos. Yo debía parecerle a él duro y hosco; él me parecía a mí sobrado comprensivo [...]. Darío no era apasionado. Era más bien sensual: sensual y sensitivo. No era la suya un alma de estepa caldeada, seca y ardiente. Era más bien húmeda y lánguida, como el trópico en que naciera. Y muy infantil. Lo que digo en su elogio. Un alma de niño grande, con todas las seculares añoranzas indianas”.

Había, pues, muchas cosas que les separaban y tal vez eran pocas las que los unían, aunque siempre quedó patente por parte del poeta nicaragüense la admiración por la obra del Rector de Salamanca, la valoración de su poesía y el respeto por su persona, pero sin atisbos de reciprocidad.

Como bien dijo Antonio Oliver Belmás, “Rubén Darío era callado y tímido. Su discreción en el trato social era absoluta. Unamuno dogmatizaba ex cathedra, como buen pensador, como hirviente polemizador. Su problemática afloraba en la Universidad, en el libro, en el periódico, en la conferencia, en la tertulia literaria, en la conversación de café, en el diálogo íntimo. Su hambre de inmortalidad, su sed de justicia, le salían hacia afuera con tal vehemencia, que todo él era grito, clamor, angustia, sacra insatisfacción, apóstrofe, delirio interior y, tantas veces, externo, en el puro sentido de este último vocablo. Por el contrario, Darío era un meditador melancólico; sus inquietudes metafísicas —tan profundas como las de Unamuno—, si afloraban a la superficie, se vestían de musicalidad y de ritmo. Habitualmente, el poeta las rumiaba a solas, en la intimidad de su torre. Las psicologías de ambos hombres fueron, hay que reconocerlo, si no exactamente opuestas, esencialmente diferentes”.1

Aparte de estas diferencias de personalidad, les separaba, todavía más profundamente, la distinta concepción y realización poética. La poesía de Rubén aglutinaba todas las características del Modernismo: en lo formal, el cromatismo, la sonoridad y el ritmo; en los temas, lo exótico, lo mitológico y también su mundo interior, arrebatado. Una poesía muy versátil: sensual, grave y angustiada, pero siempre dominada por la musicalidad y por una fiesta de palabras y de metros. En palabras de Pedro Salinas, “era una literatura de los sentidos, trémula de atractivos sensuales, deslumbradora de cromatismo. Corría precipitadamente tras los éxitos de la sonoridad y de la forma. Nunca habían cantado las palabras castellanas con alegría tan colorinesca, nunca antes brillaran con tantos visos y relumbres como en las espléndidas poesías de Darío”.2

Unamuno estaba, por lo menos al principio, muy distanciado y displicente ante aquellos nuevos sones modernistas y nunca en verdad sintió agrado, y aun menos simpatía, por la obra de Rubén, que desdeñaba cordialmente y acusaba de afrancesada: “No hay autor en castellano más francés que usted”, le escribía con indisimulada descalificación. En carta del 16 de abril de 1909, fechada en Salamanca y dirigida a su amigo González de Candamo, decía: “Rubén Darío es algo digno de estudio. Es el indio con vislumbres de la más alta civilización, de algo esplendente y magnífico, que al querer expresar lo inexplicable, balbucea. Tiene sueños gigantescos, ciclópeos, pero al despertar no le queda más que la vaga melodía de ondulantes reminiscencias. Tiene un valor positivo muy grande, pero carece de toda cultura que no sea exclusivamente literaria”.

La poesía de Unamuno era muy distinta. Más inclinada hacia su mundo interior, iba por otros caminos poco agradables para el oído por su dureza expresiva, poesía sin halagos formales, adusta e hirsuta. Eran versos como arrancados de cuajo, tajados, con duros endecasílabos que, como ha dicho el profesor Gonzalo Sobejano, “tendían mucho más a transmitir desnudamente un pensamiento emotivo que a acariciar con armoniosos ritmos la sensibilidad de sus lectoras”. Un viento austero y seco, de alta meseta castellana recorre implacable su obra poética. Frente al primer verso del Art poétique de Paul Verlaine, De la musique avant toute chose, no debe olvidarse la rotunda afirmación de Unamuno, “algo que no es música es la poesía”. Aunque durante mucho tiempo se tuvo en menos su obra poética —por cierto muy tardía—, como una pequeña distracción del ensayista y pensador, sin embargo, hoy se la considera como una de las más importantes del siglo XX por la gran riqueza de pensamiento y la intensa vibración emocional.

Y, precisamente, fue Rubén Darío, tan aparentemente alejado y ajeno de la poesía unamuniana, quien, con sorprendente anticipación, captó y proclamó la honda calidad de la obra poética del Rector de Salamanca: “Yo soy uno de los pocos que han visto en usted al poeta”, le dice en una carta. Y, al publicarse el primer poemario de Unamuno (Poesías, Madrid, 1907), envió a La Nación de Buenos Aires (mayo de 1909) un trabajo titulado “Unamuno poeta”, que éste valoró tanto que, posteriormente, lo incluyó como prólogo de su libro poético Teresa.

En ese artículo decía Rubén entre otras cosas: “Ciertos versos de Unamuno que suenan como martillazos me hacen pensar en el buen obrero del pensamiento que, con la fragua encendida, el pecho desnudo y transparente el alma, lanza su himno o su plegaria, al amanecer, a buscar a Dios en lo infinito. [...] Ciertamente, Unamuno es amigo de paradojas —y yo mismo he sido víctima de algunas de ellas—, pero es uno de los más notables removedores de ideas que haya hoy, y, como he dicho, según mi modo de sentir, un poeta. Si poeta es asomarse a las puertas del misterio y volver de él, con una vislumbre de lo desconocido en los ojos. Y pocos como ese vasco meten su alma en lo más hondo del corazón de la vida y la muerte. Su mística está llena de poesía como la de Novalis. Su Pegaso, gima o relinche, no anda entre lo miserable cotidiano, sino que se alza siempre en vuelo de trascendencia. Sed de principios supremos, exaltación a lo absoluto, hambre de Dios, desmelenamiento del espíritu sobre lo insondable. [...] Él quiere que se rompa la nuez y vaya uno a lo que nutre. Que se hunda uno en el pozo del espíritu y en el abismo de su corazón, para buscar allí tesoros aladínicos”.

Pero Unamuno, además de que nunca le gustaron los poemas de Darío, fue muy duro y gravemente injusto con él. En una reunión de amigos, en 1907, dijo con mucha malevolencia que a Rubén Darío se le veían las plumas del indio debajo del sombrero. Enterado Rubén, que se encontraba a la sazón en París, escribió a Unamuno, el 5 de septiembre de 1907, una carta que empieza así: “Mi querido amigo: Ante todo para una alusión. Es con una pluma que me quito de debajo del sombrero con la que le escribo”. Y después de anunciarle que va a estudiar su poesía, vuelve al tema principal de su carta y le dice: “La independencia y la severidad de su modo de ser le anuncian para la justicia. Sobrio y aislado en su felicidad familiar, debe comprender a los que no tienen tales ventajas”. Y en el párrafo último de la carta le dice Rubén: “Usted es un espíritu director. Sus preocupaciones sobre los asuntos eternos y definitivos le obligan a la justicia y a la bondad. Sea, pues, justo y bueno”.

Relacionada con este suceso, aunque con algunas diferencias o no coincidencias con lo anteriormente expuesto, Domingo García-Sabell dejó constancia de una anécdota —se non è vero, è ben trovato—, una de las más significativas y sabrosas que se tejieron sobre la siempre fabulosa personalidad de Valle-Inclán y cuyos protagonistas son, en este caso, Rubén Darío, Miguel de Unamuno y el propio escritor gallego, que, muy amigo de ambos y apreciado por ellos, demuestra, además de su fina sensibilidad, la perspicacia psicológica, la sagacidad implacable y la libertad para condenar rotundamente, sin pelos en la lengua, la miserable cicatería e injusticia de don Miguel y enaltecer la bondad, nobleza y generosidad de Rubén:

“Estamos en el Madrid de 1900. Una tertulia de café en torno a Rubén Darío. El poeta nicaragüense, con sorda y monótona voz, está haciendo un encendido elogio de don Miguel de Unamuno. Cuando concluye, alguien no muy bien intencionado, dice: ‘Pues Unamuno no le corresponde a usted en el entusiasmo’. Y echando mano al bolsillo de la chaqueta, extrae un periódico en el que se inserta un artículo de don Miguel. El trabajo es una feroz diatriba contra Darío en la que, entre otras cosas, el gran vasco afirma que al poeta se le ven todavía las plumas de indio que lleva dentro de sí. Rubén pide el diario y lee en silencio, con patética, dramática calma. Se hace una pausa embarazosa. Rubén reclama una copa de coñac que sorbe rápidamente, y se hunde, serio, taciturno, en el diván. La conversación salta a otros temas. El poeta sigue pidiendo coñacs, y cuando la tertulia toca a su fin, de toda la rueda de amigos sólo quedan Darío y Valle-Inclán. Nuestro escritor intenta animar al abatido lírico, ya semiborracho, que, según don Ramón, era muy sensible a las valoraciones críticas de la vida literaria. ‘No haga usted caso. Eso —señalando al periódico— no tiene importancia. Unamuno ahora habla así y mañana puede decir lo contrario. Vámonos a tomar el aire’. Pero Rubén niega con la cabeza y se obstina, enquistado, en su desalentador silencio. La ronda de las copas prosigue y don Ramón abandona el café, dejando en él, con tristeza, a un Rubén Darío deprimido y oscuramente beodo.

”Transcurren pocos días y, de nuevo en la tertulia, el poeta lee a los amigos una carta que se dispone a remitir al catedrático de Salamanca: ‘Admirado señor: He leído su artículo. Yo había escrito antes otro sobre usted, sobre su obra. Ahí va. Quiero decirle que yo remito hoy mi trabajo a Buenos Aires, para publicarlo en La Nación, sin quitarle ni añadirle una coma, con la constancia de mi admiración rendida hacia todo lo que usted ha producido. Y firmo esta carta con una de las plumas de indio que, según usted, aún llevo dentro de mí’.

”Todos —el primero don Ramón— celebran el nobilísimo gesto de Rubén Darío.

”Al cabo de unos meses don Ramón y don Miguel se encuentran en la calle. Pasean juntos un rato y, de pronto, la charla recae sobre la figura de Rubén. ‘Con este hombre —dice don Miguel— me ha ocurrido una cosa notable y desconcertante’. Y Unamuno refiere, punto por punto, la historia de los artículos y la carta que Valle-Inclán ha conocido tan directamente. Y en ese instante, don Ramón se exalta, engalla la voz, extrema el gesto y suelta esta magnífica tirada:

” ‘El suceso, amigo don Miguel, no tiene nada de notable y mucho menos de desconcertante. Es, sencillamente, el resultado del enfrentamiento de dos sujetos diferentes y opuestos. Es una realidad natural. Ustedes no han nacido para entenderse, porque Rubén y usted son antípodas. Verá usted: Rubén tiene todos los defectos de la carne: es glotón, bebedor, es mujeriego, es holgazán, etc. Pero posee, en cambio, todas las virtudes del espíritu: es bueno, es generoso, es sencillo, es humilde, etc. En cambio, usted almacena todas las virtudes de la carne: es usted frugal, abstemio, casto e infatigable. Y tiene usted todos los vicios del espíritu: es usted soberbio, ególatra, avaro, rencoroso, etc. Por eso, cuando Rubén se muera y se le pudra la carne que es lo que tiene malo, le quedará el espíritu, que es lo que tiene bueno, ¡y se salvará! Pero a usted, cuando se muera y se le pudra la carne, que es lo que tiene bueno, le quedará el espíritu, que es lo que tiene malo, ¡y se condenará!’. Aquí don Ramón hacía una pausa, se mesaba lentamente las barbas y, en un tono confidencial, como quien comunica un grave secreto, concluía: ‘Desde entonces, Unamuno anda muy preocupado’ ”.3

Es que, en verdad, Unamuno tenía evidentes dosis de soberbia, envidia e intransigencia; era poco generoso, ferozmente individualista, egoísta y ególatra, él mismo decía que estaba enfermo de “yoísmo”. La preeminencia intelectual eliminaba cualquier apetencia sensual, la austeridad y sobriedad casi puritanas le rodeaban: comía poco, era abstemio —sólo bebía agua—, no fumaba, nunca usó abrigo para defenderse del frío de Salamanca y su casa era una nevera. Monógamo a rajatabla, llevó una vida familiar muy tranquila con Concha, su esposa-madre y sus nueve hijos: un amor matrimonial “fiel, grave, sobrio y con olor a casto”.

Como si realmente conociese la anécdota anteriormente transcripta y la quisiera resumir, el escritor mexicano Alfonso Reyes afirmó, a la muerte del poeta nicaragüense: “Rubén tenía todos los pecados del Hombre, que son veniales, y Unamuno tiene todos los pecados del Ángel, que son mortales”.

Porque Rubén era un hombre bueno, con un corazón generoso y comprensivo que no conocía ni la soberbia, ni el rencor ni la envidia, pero también un hombre “descabalado”, “desparramado”, desolado, insatisfecho, sin sosiego familiar y, desde luego, “pagano por amor a la vida”. Codicioso de placer, conoció, buscó y se entregó con pasión y sin contención a todos los vicios: derroche, disipación, drogas, mujeres y alcohol. En línea también con la susodicha anécdota y sólo en lo tocante a Rubén, el mismo Valle-Inclán le rindió homenaje con las siguientes palabras dirigidas al poeta argentino Arturo Capdevilla: “Darío era un niño. Era inmensamente bueno... Repito que era un niño. Ni orgulloso, ni rencoroso, ni ambicioso. No tenía ninguno de los pecados angélicos. Lejos como nadie de todo pecado luzbélico, él no conocía otros pecados que los de la carne. Era goloso, a veces glotón, era sensual, era muelle. Todo eso se muere con la carne. Su alma era pura, purísima”.

La muerte de Rubén Darío (León, Nicaragua, 6 de febrero de 1916) produjo en Unamuno una gran conmoción que le arrastró a la confesión pública de su incomprensión, plasmada en un artículo titulado “Hay que ser justo y bueno, Rubén”, publicado el 15 de marzo de 1916 en la revista Summa de Madrid.4 Realmente se trata, como alguien ha dicho, de un verdadero poema en prosa en el que el Rector de Salamanca se despoja de su máscara dura y arriscada y escribe a corazón abierto. De este famoso texto seleccionamos algunos pasajes:

“¡Pauvre Lelian! Se dijo de Verlaine, y Rubén lo recordaba. ¡Pobre Rubén!, digo yo ahora. Porque este otro niño grande era también, como aquél, bueno, entrañadamente bueno. Débil, entrañadamente débil. No podía consigo mismo. Y paseó por ambos mundos su pavor ante el misterio y su insaciable sed de reposo para ir a morir junto a su cuna, él, el hombre de todos los países cuya patria no era de este mundo”. Y, a continuación, Unamuno explica el incidente de “las plumas de indio debajo del sombrero” y la respuesta magnánima de Rubén, que finaliza, como arriba hemos expuesto, con estas palabras, “sea, pues, bueno y justo”.

Y sigue Unamuno: “Han pasado más de ocho años de esto; muchas veces esas palabras de noble y triste reproche del pobre Rubén me han sonado dentro del alma, y ahora parece que las oigo salir de su enterramiento, aún mollar. ¿Fui con él justo y bueno? No me atrevo a decir que sí. [...] ‘Sea, pues, justo y bueno’. Esto me decía Rubén cuando yo me embozaba arrogante en la capa de desdén de mi silencioso aislamiento, de mi aislado silencio. Y esas palabras me llegan desde su tumba reciente ahora que veo llegar la otra soledad de la cosecha.

”¡No, no fui justo ni bueno con Rubén; no lo fui! No lo he sido acaso con otros. Y él, Rubén, era justo y era bueno. [...] Era justo, esto es, comprensivo y tolerante, porque era bueno. Aquel hombre, de cuyos vicios tanto se habló y tanto más se fantaseó, era bueno, fundamentalmente bueno, entrañadamente bueno. Y era humilde, cordialmente humilde. [...] ‘Alguna palabra de benevolencia para mis esfuerzos de cultura’. Aún me resuena esta queja y reproche y demanda. ¡Que no era pedirme una limosna, no, no!, sino pedirme una justicia. ‘Sea, pues, justo y bueno’. [...] ¡Pobre Rubén! ¿Te llegarán tarde estas líneas de tu amigo que no quiere ser injusto ni malo? [...] ¿Por qué, en vida tuya, amigo, me callé tanto? ¡Qué sé yo..!, ¡qué sé yo..! Es decir, no quiero saberlo. No quiero penetrar en ciertos tristes rincones de nuestro espíritu. Pero tú, pobre Rubén, me estás diciendo desde tu reciente tumba: ‘Sea justo con los otros, con todos; sea bueno con los otros, con todos’. Pero... [...] Sí, buen Rubén, óptimo poeta y mejor hombre: este tu huraño y hermético amigo, que debe ser justo y debe ser bueno contigo y con los demás, te debía palabras no de benevolencia, de admiración y de fervorosa alabanza, por tus esfuerzos de cultura. Y si Dios me da salud, tiempo y ánimo, he de decir de tu obra lo que —más vale no pensar en por qué— no dije cuando podías oírlo. ¿Las oirás ahora? Quisiera creer que sí. / Hay que ser justo y bueno, Rubén”.

Así finaliza Miguel de Unamuno, con esta última frase —las mismas doloridas palabras de la carta de Rubén y que son el título y leitmotiv de todo el artículo—, el texto seguramente más humano, más sincero y entrañable de todos sus escritos por lo que tiene de humildad —en hombre tan dominado por la soberbia— y de, aunque tardío, sincero y estremecido arrepentimiento.

 

Notas

  1. Antonio Oliver Belmás, Este otro Rubén Darío, Barcelona, Aedos, 1960, pág. 157.
  2. Pedro Salinas, “El problema del Modernismo en España o un conflicto entre dos espíritus”, en Antología de Literatura Hispánica Contemporánea I, ed. Matilde Colón et alii, Universidad de Puerto Rico, 1984, pág. 25.
  3. Domingo García-Sabell, “Valle-Inclán y las anécdotas”, Revista de Occidente, año IV, 2ª época, noviembre-diciembre, 1966, págs. 44-45.
  4. Tomado de Obras Completas, VIII, Madrid, Afrodisio Aguado, 1958, págs. 518-123.