Artículos y reportajes
Juan Carlos OnettiHomenaje, en forma de cuento, a Juan Carlos Onetti

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Anoche estuve leyendo y me encontré con una frase de Juan Carlos Onetti que tenía apuntada en un separador en blanco, que me hice yo mismo con una cartulina de color beige: “No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar”. Continué con mi lectura y no le di mayor importancia, quizá porque llevaba tiempo encerrada en ese libro. Pero al cabo de una hora, saltó como un destello un pensamiento, una idea. Como esas cosas cotidianas que uno ve de continuo sin prestarle atención, hasta que un día, por la causa más nimia, se da uno cuenta de que existen. Entonces se pregunta: “Cómo no me habré dado cuenta antes”. Uno empieza a rumiar: “¿Cuántas veces he escrito para la galería?”. A todos nos gusta triunfar. Sobre todo que se nos reconozca. Es lo normal, ¿no? Se me vino a la memoria mi primer libro. Un autor ya maduro me aconsejó dejarlo estar. Pero el escritor novel que había en mí no quiso oír la juiciosa experiencia de quien advertía. Y lo publicó. Entonces se acordó de unos poemas sinceros, honestos, que no se atrevió a publicar, porque no encajaban con el libro bonito que vería la luz. Un amigo suyo, pintor, pensador, curtido en muchas batallas de la vida, echó de menos aquellos poemas y se lo dijo: “Por qué no los publicas”. Con su silencio, dejó entrever que había algo que se ocultaba. El escritor no se atrevió a reconocer que había en aquellos versos, hechos a su medida, algo que no lo pertenecía y lo tomó como un plagio. Con los años se dio cuenta de que cuando se comienza en algo, hay que tener alguna referencia, algún modelo al que asirse, sin que ello signifique que se ha tomado lo de otro. A esa edad, no hay personalidad; hay atisbos, intuiciones —con las excepciones consabidas. Pero las palabras están ahí, son de todos. Lo importante es saber usarlas, engarzarlas con mimo de joyero o de orfebre. El libro no triunfó, empero, gracias a los amigos se dio noticia en la prensa. El autor se vio ensalzado, halagado, vanidoso. Todo duró el tiempo en el que se vendieron los ejemplares a amigos y familiares. Aquello ahora lo recuerdo como una anécdota, una cosa de chicos que se hace con el corazón, pero que le faltan las otras dos partes: la razón y el sentimiento. A partir de entonces, me encerré en mi soledad, en mis estudios, en mis meditaciones. El resultado es obvio. Soy un escritor desconocido, odiado, perseguido y apartado. He pasado momentos inolvidables cuando algún redactor ha intentado machacarme dedicándome una página entera para sus diatribas. Algún amigo, enseguida me ha llamado: “Déjame leer el artículo, que ha tenido que ser muy bueno, a juzgar por las pestes de...”. Hubo un libro de cuentos, que no era fácil de leer, que podía resultar incómodo, poco correcto. Se vendieron diez ejemplares; pero fue todo un éxito —incongruencia— de crítica. Alguien con mucho sentido del humor afirmó que había tenido un crítico por libro vendido. Descubrí que me estaba divirtiendo, pese a ser un donnadie. Incluso llegó un premio de prestigio. Pues mis “amigos” —enemigos— procuraron, en la medida de lo posible, silenciarlo, obviarlo. Hubo incluso quien se atrevió a más; puso en tela de juicio el veredicto del jurado. No es que lo pensara, incluso en voz alta; es que lo puso por escrito. El presidente del jurado, un escritor reconocido, dentro y fuera de las fronteras, fue un socarrón de miedo. “Que no se preocupe, el año que viene se lo damos a él. Ahora, le va a costar un riñón. No lo hacemos gratis”. He cumplido con la sentencia de Onetti: al menos no me engaño. La contrapartida, ya es sabida. Que se pudra ahí ese asqueroso. Por fortuna —supe verlo a tiempo— la literatura no me da para comer y me “pudro” yo solito, sin que nadie me acompañe o me incite. Tengo para lo elemental y de lo poco que tengo, menos necesito. Favor me hacen quienes me apartan, me silencian o me odian; porque me sirven de pretexto para mis escritos. No me tocó, por edad, vivir una guerra. No estuve en el lado de los perdedores. Porque cuando acaba una guerra, no suele haber paz, sino victoria. Aun así, esta otra guerra —la del rencor— la he perdido para ellos. Sin embargo para mis adentros, la he ganado porque soy libre. Cuando no les interesa lo que escribo, no lo censuran; simplemente no lo publican. Lo guardo entonces en el cajón, a esperar mejor fortuna u ocasión. A un servidor le reconforta. Creo, a pies juntillas, que me encuentro muy a gusto en esta situación. Claro, no puedo permitir que se me note, pero me río solo constantemente. A los correveidiles les muestro otra cara, más amarga, más triste. Les doy mis quejas, denuncio mi situación. No tardan en ir con el cuento a los santones. Me los imagino. “Que se joda”. “No, si vendrá a pedir árnica, tarde o temprano”. “La soledad es mala consejera”. “Un escritor sin que lean, se asfixia como el pez fuera del agua”. “Si todos estos que van de duros, en el fondo están deseando disculparse. Les puede el orgullo. Hay que darles tiempo y silencio para que coman en la mano de uno”. La realidad es ésta, la que ellos pintan. Pero, aquí hay que armarse de valor, de paciencia y de humildad. Acudo a mi cita diaria. Que no sale de estas cuatro paredes. Dejemos que las palabras revoloteen, cual mariposas entre mis libros, mis cuadros, mis recuerdos personales. Si me apuro, no deberían salir de aquí jamás. Porque pertenecen a este ámbito, a esta intimidad, a este recogimiento. Y si no sale ahora, ya saldrá. Qué son mil años para la poesía.