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La casa solitaria

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La medianoche había pasado ya. La joven permanecía despierta, a pesar de sus denodados intentos por conciliar el sueño. Desde la cama, a través de la puerta abierta del dormitorio, percibió una extraña luminosidad que inundaba el salón. Se incorporó en el lecho, se vistió la ligera bata, se calzó las cómodas zapatillas de felpa y, a oscuras, salió de su cuarto. Lo que halló la sorprendió. Una redonda luna llena iluminaba el paisaje nocturno tranquilo, sin presencia humana. Una leve brisa provocaba un balanceo suave en las copas de los árboles.

Las ramas de dos melocotoneros parecían cuchichear:

—Fíjate en esa muchacha que nos mira...

—¡Oh, qué horror! ¡Una sombra se acerca a ella sigilosamente!

—¡Y ella no se ha dado cuenta..!

—¿Qué le va a hacer..? ¡Seguro que no trae buenas intenciones..!

La imaginación de Ángela intentaba conjurar sus miedos escribiendo esta y otras historias protagonizadas por muchachas solitarias a punto de ser atacadas por sendos desconocidos. Durante las horas nocturnas, en aquella gran casa rural donde se había refugiado para escribir una novela protagonizada por un psicópata asesino, a menudo sentía miedo. No sabía muy bien el motivo de ese temor. Había escuchado atentamente cada sonido proveniente del exterior y lo había reconocido, le había proporcionado un nombre, un origen. Era cierto que la casa tenía varias ventanas bajas que no serían difíciles de forzar si alguien se lo propusiera, pero Ángela prefería pensar en eso como una posibilidad muy remota. ¿Quién podría tener interés en asaltar una casa solitaria?, se preguntaba cada noche. No obstante, permanecía atenta a los ruidos del exterior e iba identificándolos uno a uno, antes de apagar las luces e irse al dormitorio. Solía dejar encendidas, durante las primeras horas nocturnas, las lámparas de dos o tres estancias, y se movía con rapidez de una a otra con la intención de hacer creer a un posible observador que en la casa había varias personas, que ella no estaba sola.

Por el contrario, una vez que se había acostado, se apresuraba a apagar las lámparas de las mesillas de noche y a dejar la casa en una oscuridad total. Completamente inmóvil en su cama, se esforzaba de nuevo por percibir los ruidos exteriores hasta que, convencida de que nadie la acechaba, acababa por dormirse. No era un sueño demasiado tranquilo ya que cualquier sonido nuevo la despertaba..., un ciervo volador, el frigorífico, el ladrido lejano de un perro... Aguardaba expectante hasta que se familiarizaba con lo que había escuchado y le buscaba una explicación. Así transcurrían todas sus noches.

A pesar de su sueño ligero, Ángela no se encontraba, a su parecer, demasiado intranquila. Lo que le proporcionaba cierta seguridad era que tenía un plan, un protocolo para ponerlo en marcha en caso de que algún desconocido se atreviese a asaltar la casa. La oportunidad llegó una noche en que se encontraba a oscuras en el salón, observando el paisaje nocturno iluminado por la pálida luz de la luna llena que proporcionaba reflejos de plata a las hojas de los árboles, según ella imaginaba escribir en su cuaderno de notas. Ángela oyó ruidos apagados en una de las ventanas de la cocina, aquella cuyo alféizar quedaba más bajo y, por tanto, resultaba más accesible. Inmediatamente puso en marcha los pasos que tantas veces había repasado en su memoria. Ya tenía la bata y las zapatillas, corrió a la mesilla en busca del teléfono móvil y se dirigió sin demora al cuarto de baño, el único cuya puerta podía cerrarse por dentro con un pequeño cerrojo. Allí guardaba velas y fósforos, en previsión de que el asaltante cortase la corriente eléctrica. Pero esto no era lo mejor. Allí también había ocultado, en el fondo del armarito situado bajo el lavabo, un hacha pequeña y una pata de cabra de unos sesenta centímetros de largo. Sopesó ambas en sus manos, calibrando con cuál de las dos herramientas se sentiría más cómoda para defenderse o para atacar al inesperado visitante nocturno. Eligió la pata de cabra. Era más larga y le resultaba más contundente que el hacha. Decidió que, por el momento, no iba a telefonear ni a la guardia civil ni a sus vecinos. Lo haría más tarde, si lo creía necesario. Sentía una extraña quietud, a pesar de que escuchaba ya los pasos del intruso en el salón. Por la rendija inferior de la puerta penetró una rayita de luz, el visitante acababa de encender una lámpara. Oyó los pasos amortiguados del desconocido, que debía de calzar zapatillas de deporte, pensó Ángela, dado el escaso ruido que producían. El asaltante nocturno abrió y cerró los cajones de la cómoda y las puertas de los armarios del dormitorio. Ángela escuchaba tan atentamente que casi no se atrevía a respirar, no por nerviosismo, sino porque no quería perderse ni un solo rumor, ni un solo roce de lo que sucedía en el resto de la casa.

—¿Dónde estás? —preguntó el desconocido con una voz dulce y joven que a Ángela le recordó la forma de hablar de Antonio Banderas, uno de sus actores preferidos.

Ángela no respondió. Él insistió casi en un susurro que a ella le pareció muy seductor:

—No voy a hacerte daño... Te lo prometo... ¿Por qué no sales?

Aunque Ángela no quería dejarse ver, sus manos descorrieron el cerrojo casi de modo automático y se encontró, sin desearlo, frente a un joven de su misma estatura, delgado y con aspecto afable. Se miraron a los ojos durante unos instantes.

—Te invito a un bourbon si me cuentas por qué entras así en las casas de los demás —propuso ella.

Ángela ocultaba la pata de cabra a su espalda, sosteniéndola en su mano izquierda. No se sentía indefensa, en parte por la herramienta que pensaba utilizar como arma si era necesario, y en parte porque el chico parecía inofensivo.

—De acuerdo —aceptó él—. Nunca he probado el bourbon, pero he oído maravillas sobre él.

—Yo tampoco lo he probado —confesó ella—, pero he comprado una botella por si venía alguien a verme. Y mira, tú has sido el primero...

 

La pata de cabra permanecía a un lado del sofá. Ángela la había depositado allí con cuidado de que el chico no la viese. Habían compartido más de la mitad de la botella de bourbon y estaban bastante relajados, algo achispados, hablando de métodos para entrar en casas ajenas. Ella preguntaba y él respondía, entre sorbito y sorbito. Mientras él hablaba calmadamente, en la mente de Ángela se había ido fraguando poco a poco un plan. Sentía curiosidad por saber qué se sentía al asesinar a alguien sin motivo. Esa experiencia le vendría bien para su novela sobre el psicópata. Y la entrada de un desconocido, probablemente con intenciones de delinquir, en la casa en la que ella se alojaba le brindaba una oportunidad excepcional de lograr su objetivo y quedar impune. Entre tanto, a él le dejaba beber y hablar, mientras fingía ella que bebía también y que estaba algo ebria, aunque no había perdido en ningún momento la noción de la realidad.

Sin embargo, los planes de Ángela se vieron trastocados por un gesto nimio. Hubo un momento en que el joven se sintió algo mareado, se apoyó indolentemente en el brazo del sofá, cerró los ojos, se pasó su mano derecha por la frente y, con este gesto, su camisa se abrió lo suficiente para que Ángela pudiese captar la deliciosa visión de la piel masculina dorada, tersa, sin vello; una visión que despertó su lascivia y le hizo olvidar su proyecto criminal. De repente, disfrutar del cuerpo tendido ante ella se convirtió en su prioridad. Acababa de descubrir la hermosura de aquel hombre esbelto, no muy alto pero bien proporcionado, de facciones armoniosas en un rostro delgado y alegre. Acercó su mano derecha con cuidado hasta posarla sobre el abdomen del joven, que parecía haberse quedado traspuesto, y comenzó a desabrocharle los botones de la camisa. Apartó la tela y le agradó comprobar que no se había equivocado en sus apreciaciones. Allí donde percibió los latidos del corazón, acercó ella sus labios a la piel apetecible del desconocido. Él se despertó, sorprendido al principio por los suaves besos de ella, mas enseguida sonrió y acarició el pelo de la muchacha, sus hombros, su cintura...

—Podemos ir a la cama... —propuso Ángela.

—De acuerdo, sí, por supuesto —aceptó él, embelesado por las caricias de ella y por el olor a rosas que emanaba del cuerpo femenino.

Enlazados por la cintura, se detuvieron ante el balcón para observar la clara luz de la luna llena sobre el paisaje. Una leve brisa mecía las ramas de los árboles.

Entonces Ángela imaginó el diálogo de sus personajes melocotoneros:

—Bueno, todo marcha bien, parece que se están enamorando...

—¿Y si decide matarlo mañana, cuando se despierte...?

—Por muy mal amante que sea..., ¿tú crees que ella querrá ejecutarlo por eso?

—¿Qué te parece si subimos la persiana del dormitorio? Así veremos la luna llena desde la cama —sugirió él, mientras deslizaba sus manos sobre el cabello castaño claro de la joven.

—Y mañana nos despertará la primera luz del amanecer... —agregó ella, en un susurro. Lentamente, las yemas de sus dedos exploraban cada centímetro de la deliciosa piel masculina. La noche estaba llena de promesas.