Sala de ensayo
Carlos FuentesCarlos Fuentes en el umbral de las certezas
Los Cuentos sobrenaturales

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¿Y qué hacer con lo fantástico? Por lo pronto, prolongarlo; o sea, diluir las certezas todo el tiempo que sea posible. Porque, conviene decirlo explícitamente, tanto las seguridades como las convicciones, lo anulan. En las artes narrativas, el sentido de lo fantástico está ligado a la necesidad de tomar distancia frente a las certidumbres. Pero, ¿respecto de qué? De los acontecimientos, de lo ocurrido; es decir, de lo constitutivo del relato. Sin embargo, antes ha de pasar algo que ponga todo en entredicho: un evento sobrenatural, un hecho que desafíe las lógicas que rigen la verosimilitud realista. Frente a un suceso de esta suerte, los personajes —y con éstos, el lector— incursionarán en la perplejidad: ¿cómo asimilar aquello que escapa al funcionamiento natural del mundo? Esta duda, justamente, es lo fantástico. De allí que cualquier tentativa por salir de ella tienda a suprimirlo. Y son dos las opciones. Si se acepta que el universo narrado está regido por lógicas alternas, por leyes que distan del modo en que funciona la realidad que conocemos, ingresamos al mundo de lo maravilloso, al mejor estilo de los cuentos de hadas, por ejemplo, donde los ratones se vuelven corceles y la calabaza, carroza. El otro camino para derogar lo fantástico es explicar el evento en cuestión. Resulta que no era tan insólito como parecía, sino que obedecía a ciertos procedimientos que no tuvimos en cuenta: la imagen en la pared estaba siendo proyectada por un rayo de sol reflejado en un cuarzo que no habíamos echado de ver; entonces, lo que conjeturamos sobrenatural no es más que un caso extraño. Tales son las orillas cognitivas que circunscriben lo fantástico. En su excelente estudio sobre el tema, Tzvetan Todorov nos dice:

(...) lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre. En cuanto se elige una de las dos respuestas, se deja el terreno de lo fantástico para entrar en un género vecino: lo extraño o lo maravilloso (...); lo fantástico no dura más que el tiempo de una vacilación: vacilación común al lector y al personaje, que deben decidir si lo que perciben proviene o no de la “realidad” tal como existe para la opinión corriente.1

Esta caracterización de un género literario está inserta, por supuesto, en un momento histórico; y obedece a dinámicas culturales complejas. Inevitablemente, la literatura dialoga —debate— con la sociedad y el tiempo en que se produce. En este caso, lo fantástico es fruto del siglo XIX, una época fascinada con la idea del progreso, obnubilada por los desarrollos industriales a que fue llevando el proyecto racionalista. Así como la expresión más característica de esta actitud podemos hallarla en el positivismo de Comte —a través de su manifiesta fe en la ciencia como único medio válido para alcanzar el conocimiento—, también desde el ámbito de la literatura hubo una respuesta en sentido contrario: hay fenómenos que no se dejan captar de este modo, eventualidades de difícil definición que obligarían a reconsiderar los alcances absolutos del método científico. El género fantástico corresponde, precisamente, a este tipo de reacción. Un ejemplo narrativo muy preciso de esto podemos hallarlo en “El horla” (1883), de Maupassant. En este relato, tanto la peripecia de su protagonista, como el desenlace, están ligados a la incomprensión surgida de un fenómeno que reclama explicaciones: el vaso de agua que el personaje deja en su nochero amanece cada vez vacío; pero él no tiene consciencia de habérselo bebido. ¿Qué ocurre entonces? Mediante sucesivos experimentos, este hombre procurará esclarecer los hechos. La incertidumbre que proviene del desconcierto constituye la esencia de lo fantástico, del modo como nos ha sido explicado por Todorov.

 

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Los alcances de la literatura fantástica se han prolongado también a los siglos posteriores, incorporando las inquietudes de nuevos tiempos y autores. Detengámonos a comentar un libro de aparición más bien reciente, del escritor Carlos Fuentes (1928), muy apropiadamente titulado Cuentos sobrenaturales.2 En este volumen se presenta un buen muestrario de las narraciones fantásticas escritas por el mexicano a lo largo de su vida. Los nueve relatos que lo integran tienen procedencias diferentes, que podríamos señalar en cuatro grupos. El primero de ellos lo conformarían los cuentos que fueron publicados en el libro inicial de Fuentes: Los días enmascarados (1954). Corresponden a dicho origen cuatro cuentos: “Chac Mool” —sin duda, el mejor logrado de aquella colección—, “Tlactocatzine, del jardín de Flandes”, “Por boca de los dioses” y “Letanía de la orquídea”. La segunda raíz la constituye el libro “Cantar de ciegos” (1964), del cual proviene “La muñeca reina”. El tercer orden corresponde a las historias que habían permanecido inéditas hasta ahora: “Pantera de jazz”, “El robot sacramentado” y “Un fantasma tropical”. Finalmente, cierra el tomo una novela corta o nouvelle, considerada ya un clásico de la literatura latinoamericana: Aura (1962).

Mirada en la perspectiva de las décadas, resulta curiosa la primera recepción que tuvo el libro de 1954 en México. Aquellos eran años en que la crítica latinoamericana se hallaba inmersa en los dictámenes obtusos del llamado “realismo socialista”, desde el cual se exigía una postura consecuente de parte de los autores; es decir, el drama del escritor comprometido con las grandes transformaciones revolucionarias estaba a la orden del día, así que se exigía de las obras una retórica de denuncia frente a las injusticias sociales —como hoy sabemos, esto derivó en arrumes de libros panfletarios repletos de buenas intenciones y magros en calidad literaria. Un argumento peregrino tomó fuerza en tal contexto: la literatura fantástica es una escritura de evasión. En el puntual estudio que hizo Rafael Olea Franco sobre este tema, aplicado concretamente al caso mexicano de aquellos años, aparecen citados varios de los más enconados detractores de Carlos Fuentes, quienes se ensañaron con su opera prima.3 Retomemos ilustrativamente a uno de ellos, José Luis González, quien escribió un ensayo —publicado en el suplemento de México en la Cultura, el 28 de agosto de 1955— en el cual se lee lo siguiente:

La “literatura fantástica” artepurista de que venimos hablando ha surgido en los momentos en que la intelligentzia burguesa ya no puede darse el lujo de mirar de frente a la realidad, porque la realidad sólo puede revelarle que sus días están contados. No se trata, pues, de una manera “distinta” y “superior” de expresar la realidad; se trata lisa y llanamente de no expresar la realidad. La “literatura fantástica” de nuestros días es la literatura del avestruz.4

Estas diatribas simplistas muestran una extraña tergiversación respecto del género, aun en caso de que alguien aceptara hoy el requerimiento aquel que formulan a la literatura. Porque lo fantástico puede proveer un efecto demoledor sobre realidades sociales injustas o anómalas, y esto sí que podía verificarse en el México de la época. Recordemos que la primera edición del Confabulario de Juan José Arreola se publicó en 1952 —en ella se incorporaba ya, por ejemplo, esa obra maestra de la ironía y la parodia titulada El guardagujas. Pero incluso referidas al libro de Fuentes, dichas invectivas evidencian, como mínimo, incomprensión. Difícilmente habría podido él sustraerse a las grandes preocupaciones que regían a los escritores de su país en aquel entonces, cuya principal obsesión estaba referida al tema de la identidad mexicana. De hecho, éste es el asunto que se halla en el fondo de los seis relatos que integran Los días enmascarados. Podríamos decir, sí, que la factura de estos cuentos es desigual; sin embargo, acusarlos de evasivos constituye una calumnia, pues, como anotaba Luis Harss, en ellos hay “una primera reverencia a los mitos perdurables del pasado mexicano que siguen vigentes en la vida moderna”.5 Hechas estas claridades, procedamos a ocuparnos de los cuatro relatos que dicho libro le aporta a la colección Cuentos sobrenaturales.

 

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Habíamos destacado ya la calidad literaria de “Chac Mool”. Esta narración debe su título a aquella figura mítica que aparece en las culturas precolombinas mesoamericanas asociada a Tláloc, dios de la lluvia. Se han hallado muchas de estas esculturas con forma de hombre. Su disposición —se le ve acostado, apoyado en los codos y, con las manos, sosteniendo sobre su vientre una especie de plato— ha dado lugar a que se le tome por piedra de sacrificio o por recipiente para los corazones de las víctimas rituales. El cuento de Fuentes nos trae la historia de Filiberto, un burócrata que aparece ahogado en Acapulco, cerca de la pensión alemana donde acostumbraba alojarse en las vacaciones de Semana Santa. El narrador, un compañero de oficina, se dispone a llevar el cadáver de regreso a la ciudad de México. Al recoger sus pertenencias da con un cuaderno en que el difunto llevaba una especie de diario, de modo que durante el viaje acomete la lectura —intenta averiguar, dice, por qué había cambiado Filiberto su conducta y las razones para que fuera despedido recientemente de su trabajo. Así, mediante citas directas del manuscrito, nos damos cuenta de lo ocurrido durante los días anteriores al deceso. Nos enteramos de que, siendo aficionado a coleccionar arte indígena mexicano, este personaje había conseguido un Chac Mool de piedra, en tamaño natural. Una serie de eventos insólitos empiezan a sucederle tras llevar la escultura al sótano de su casa: la tubería se descompone varias veces, con lo cual se inunda el depósito; las aguas lluvias cambian su rumbo habitual y se desvían hacia el subterráneo; se escuchan quejidos en la vivienda; en fin, la paz cotidiana de Filiberto se ha esfumado y su desempeño laboral, desmejorado. Entonces descubre que, al contacto con el agua, la textura del ídolo se ha transformado hasta personificarse: “Tendré que ver a un médico, saber si es imaginación, o delirio, o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool”.6 Hasta que, poco después, tenemos a la deidad integrada por completo a la vida del protagonista, aunque no armónicamente. Apoderado ahora de la residencia, ejerce una tiranía implacable sobre el anfitrión, quien escribe: “Debo reconocerlo: soy su prisionero”.7 Filiberto es obligado a acarrear agua permanentemente —al quedarse sin trabajo, no pudo pagar más los servicios; así que le fueron cortados. Cansado de atender las demandas inagotables del intruso, consigue huir a su acostumbrada estancia vacacional. Finalmente, cuando el narrador llega a la casa con el cadáver, alguien abre la puerta: “Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo (...)”.8 La criatura lo exime de cualquier explicación y le indica dejar el féretro en el sótano.

Además de su entretenida estructura de inversión —los roles de Filiberto y el ídolo terminan trocándose—, este cuento desarrolla, a su manera, el mítico tema del creador y su criatura, cuyo paradigma se encuentra en la historia de Pigmalión y Galatea. En la literatura fantástica del siglo XIX éste fue un motivo recurrente, incluyendo sus variables, y dio lugar a obras maestras como Frankenstein o el moderno Prometeo (1818, 1831), de Mary Shelley. Hemos de aclarar, eso sí, que la figura del creador ha sido reemplazada en el relato de Fuentes —aquí tenemos a un personaje que es coleccionista de obras del pasado. Pero los elementos que nos da el arquetipo pueden ser muy dicientes para efectos de interpretación. Recordemos que la preocupación temática referente a la identidad mexicana está en el trasfondo de “Chac Mool”. Por otra parte, en el entramado del mito, la naturaleza de la criatura siempre obedece a las obsesiones del creador: Galatea, a la búsqueda de la perfección femenina que orientaba a Pigmalión; el monstruo, al empeño del doctor Frankenstein por originar vida. Pues bien, la filiación a los ritos de sacrificio que tiene el ídolo en la narración de Fuentes resulta muy reveladora. El propio autor, al hablar de Los días enmascarados, le dijo a Luis Harss:

(...) el pasado pesa terriblemente, porque aunque triunfaron los conquistadores, los españoles, México es el único país que por su secuela política e histórica ha dado el triunfo a los vencidos (...). En México un héroe sólo es héroe si está muerto. Si el señor Francisco Madero, el señor Emiliano Zapata o el señor Pancho Villa viviera hoy y estuviera metido en la mordida haciendo negocios, ya no sería héroe, ¿verdad? Son héroes porque fueron sacrificados. En México el único destino que salva es el destino del sacrificio...9

Hacia el comienzo del diario que lleva el protagonista se lee el resumen de una conversación que éste sostuvo con un amigo suyo, el “teórico” Pepe, la cual concluye precisamente así: “Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos”.10 Esta afirmación calamitosa prefiguraba ya el destino literario del pobre Filiberto. En lo que toca al tema de la incertidumbre en tanto elemento constitutivo de lo fantástico —como estilaban los escritores decimonónicos—, el relato de Carlos Fuentes toma sus previsiones. Como hemos indicado atrás, el coleccionista no da crédito inicialmente a la personificación paulatina de su Chac Mool. Pero incluso cuando ésta ya es un hecho dado en la historia, estamos insertos todavía en una estrategia que relativiza cualquier certeza: dicho fenómeno está siendo contado en un diario; es decir, aún se puede atribuir tal despropósito a un desvarío del personaje. En efecto, así lo hace el narrador hasta último momento: “De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo psicológico. Cuando a las nueve de la noche llegamos a la Terminal, aún no podía concebir la locura de mi amigo”.11 Con todo, hay que anotar que la indagación de lo fantástico llevada a cabo por Fuentes a lo largo de sus obras dialoga con diferentes paradigmas y modalidades —tanto de la antigüedad como de los siglos XIX y XX—, lo cual puede advertirse en los otros cuentos de este volumen. Por lo pronto, permitámonos destacar dos características de esta ficción que son, al mismo tiempo, constantes en la escritura de su autor. De una parte, el recurso al mito; de otra, la asunción plena de esa doble matriz que constituye la identidad cultural mexicana: la tradición indígena y la europea.

 

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Reseñemos lo que sucede con las demás historias procedentes de “Los días enmascarados”. La narración que se titula “Tlactocatzine, del jardín de Flandes” posee muchos elementos del relato gótico, a la manera como fue adoptado durante el Romanticismo; de hecho, transcurre en una “vieja mansión del Puente de Alvarado, suntuosa pero inservible, construida en tiempos de la Intervención Francesa”.12 En esta ficción, también escrita en forma de diario, se presentan otros rasgos de dicho modelo: la aparición de una figura de naturaleza incierta, una anciana espectral; o la fábula de un amor enfermizo, ruinoso, entre la misteriosa mujer y el joven protagonista, quien ha quedado prisionero en aquel caserón.13 Vale la pena apuntar que el argumento aquí contado prefigura claramente el que se desarrollará de modo más profuso y excepcional en Aura, que es la obra maestra de Carlos Fuentes en el género fantástico. Y no es ésta una simple coincidencia. Ambas historias están inspiradas en la trágica figura de Carlota, la esposa de Maximiliano de Habsburgo, cabeza del Segundo Imperio Mexicano (1863-1867), quien fuera fusilado tras el triunfo de Benito Juárez. En este relato, como indicara José Emilio Pacheco, “comienza la fascinación de Fuentes con Carlota de Bélgica, que ya ha durado cerca de medio siglo y todavía está lejos de agotarse. El problema más serio a que se enfrenta el novelista mexicano es tener una historia que la realidad ha dispuesto de la manera más literaria y con una construcción dramática digna de Sófocles”.14

“Por boca de los dioses” es un cuento demasiado experimental; es decir, hasta el punto de dificultarle al lector, en exceso, la reconstrucción de la trama. Quizás podríamos afirmar que se trata de un relato onírico, pues el derrotero que rige su imagen del mundo es la sintaxis del sueño o del delirio. Hay aquí un hálito surrealista muy fuerte, que se evidencia en el discurso y que se anuncia desde el inicio, con la referencia a las obras de Chirico y Dalí. Sara Poot Herrera lo plantea de este modo: “El surrealismo de la pintura ha contagiado la técnica de la narración de este cuento. La representación artística, la pintura, absurdamente, invade la realidad, invadida a su vez por otras presencias”.15 En este cuento se recrea uno de los temas tradicionales de lo fantástico: la autonomía de las partes del cuerpo —la boca, en este caso— hasta la disolución de la identidad del sujeto. Pero es un texto difícil de seguir debido a que la historia, prácticamente, ha sido escamoteada; por eso nos atrevemos a afirmar que es el menos logrado de la colección.

También la veta del realismo mágico ha sido explorada por Fuentes. Nos referimos, en este caso, a lo que sucede en “Letanía de la orquídea”, el último relato que el libro de 1954 le aporta al volumen que nos ocupa. Las trazas de este modo de representación literaria —tan cara a la narrativa latinoamericana de mediados del siglo XX— están ligadas a la convivencia, en la realidad, de lo fabuloso y lo natural. Y hablamos de una avenencia plenamente armónica, destinada a poner en entredicho los criterios de verdad con que se ha regido la modernidad occidental, orientada a ensanchar los espectros de lo cierto y lo posible. Para decirlo en palabras del crítico norteamericano Seymour Menton: “El realismo mágico consiste en la introducción en la realidad cotidiana de un toque mágico mediante la aceptación sin emociones de parte de los protagonistas de un suceso extraordinario”.16 En este cuento, Fuentes nos trae las vicisitudes que le sobrevienen a Muriel, un personaje que acaba de despertarse en una Panamá fustigada por la lluvia. Le ha empezado una fuerte comezón en la rabadilla: “Rascarla, la acrecentaba. Era algo más... una bola que parecía cobrar autonomía del resto del cuerpo”.17 Poco después, cuando se asoma al espejo, descubre algo inaudito en su propia anatomía, un fenómeno que le cambiará la vida y determinará sus peripecias ulteriores. Nos dice el narrador: “Ya no era posible rascar sin ultrajes, y al minuto, sin quebrar: los pétalos de amarillo y violeta, el metal informe del polen, el tallo bulboso: había nacido una orquídea, perfecta, de abandonada simetría, lánguida en su indiferencia al terreno de su germinación”.18

 

“Cuentos sobrenaturales”, de Carlos Fuentes5

Después de una década sin retornar al género cuentístico y luego de incursionar exitosamente en la novela, Carlos Fuentes publicó en 1964 una colección de siete relatos titulada Cantar de ciegos. De allí proviene un texto de excepcional calidad literaria que ha sido integrado a los Cuentos sobrenaturales. Se trata de “La muñeca reina”. Curiosamente, no hay en éste ningún elemento sobrenatural, lo cual haría que su consideración en el género fantástico fuese puesta en entredicho, si seguimos los planteamientos de Todorov al respecto. Aquí estamos más precisamente frente a la historia de una remembranza imaginativa. El narrador, Carlos, a partir de un pequeño papel que halla inserto en un libro, decide revisitar el jardín al cual acudía a leer cuando tenía catorce años, el mismo en que solía presentarse Amilamia, una niña de siete —la autora de la nota infantil—: “Amilamia no olbida a su amiguito y me buscas aquí como te lo divujo”.19 En el presente Carlos tiene ya veintinueve y ha concluido una carrera universitaria. Este detonante de la memoria lo llevará a buscar aquella estancia de su pasado y a descubrir el modo en que no coinciden las cosas cuando se compara lo que se añora con las evidencias que muestra el presente.

Y ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación.20

El protagonista decide acatar las instrucciones del papel y, pasados tantos años, buscar a Amilamia. A partir de ese momento, la anécdota adoptará los ingenios de una ficción policial, pues los dos ancianos que custodian la casa que corresponde a las indicaciones se comportan de modo hostil con Carlos. Resulta tan amena como notoria la pericia narrativa que despliega el autor en este relato. Con razón Luis Harss, al comentar Cantar de ciegos, dijo que “contiene algunas de las mejores páginas de Fuentes”, y agregó: “El cuento además se presta idealmente a la pirueta brillante que siempre tienta a Fuentes. Es el arte de la baraja y del torniquete, y nadie lo sabe mejor que él, que maneja la forma como si la hubiera inventado”.21 Este es un aserto que aplica muy especialmente para “La muñeca reina”, donde el lector se verá gratificado por la fusión plena del ingenio y la imaginación, donde podrá seguir las pesquisas y fingimientos de Carlos para dar con Amilamia, donde incluso el final —doble— lo sorprenderá una vez y otra. Como si dijéramos: sin renunciar a sus búsquedas más entrañables —el tema de la identidad mexicana, los avatares del tiempo y la aventura formal del lenguaje—, Fuentes opta aquí por divertir, por entretener al lector. Seguramente fue por esto que, en su momento, el novelista chileno José Donoso —a quien le fuera dedicado, junto con su esposa María Pilar, este relato— se refirió a la aparición de aquel volumen en estos términos:

Hasta ahora, Carlos Fuentes había trabajado dentro de las más puras tradiciones novelísticas latinoamericanas: barroquismo de estilo y de estructura, ambiciones de definición y de generalización, movimientos épicos y cierta encubierta pedagogía, todo esto en una versión nueva y brillantísima de lo tradicional expresado a través de una interpretación de las enseñanzas formales de los grandes novelistas experimentales contemporáneos. Pero en Cantar de ciegos, su nuevo libro de relatos, Fuentes corta amarras con la tradición en que se injertaba y se rebela contra su prisión en lo histórico y en lo “serio”.22

Nos quedaría aún por resolver el interrogante sobre la inclusión de esta narración en una antología de cuentos fantásticos. La verdad es que, aun cuando todas las acciones contadas corresponden a situaciones perfectamente probables en la realidad, “La muñeca reina” nos introduce en un mundo oscuro y decadente, en un domicilio enfermizo, poblado de personajes más bien repulsivos; es decir, la atmósfera asfixiante nos vincula con los decimonónicos relatos de misterio. También es cierto que la historia está configurada con giros inesperados y hechos extravagantes. En otras palabras, si bien no se dispone aquí de lo sobrenatural, el entorno propicia la sensación de lo tenebroso, al mejor estilo del relato gótico.

 

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Hay motivos universales —de carácter mítico— que se reiteran en las diversas tradiciones de lo fantástico, como la metamorfosis. En él se sintetizan las contradicciones de la identidad, ese conflicto que se cifra entre el cambio y la permanencia. Pero entre las muchas direcciones posibles de este tránsito, de esta mudanza, quedémonos por lo pronto con aquella que implica degeneración, perversión. En su fascinante estudio sobre el tema, José Jiménez comenta los planteamientos de Hegel en sus “Lecciones sobre estética” y nos recuerda que, para el filósofo alemán, el modo como los modernos conciben la metamorfosis está ligado a una degradación. Y ésta procede, justamente, de la culpa, de la imposibilidad de evitar la culpa; es decir, de la caída, en el sentido cristiano. Nos dice Jiménez que se trata de una “degradación que lleva a perder ‘la libertad de la vida espiritual’ y a la transformación en el ser ‘sólo natural’: animal, roca, flor, fuente..., pero no sin motivo: ‘por una falta, una pasión, un crimen han incurrido en culpa infinita o en dolor infinito’ ”.23 Entonces, sobreviene la metamorfosis. Exactamente esto es lo que le sucede al protagonista de “Pantera en jazz”, el primero de los tres inéditos que aparecen en el libro Cuentos sobrenaturales. Se trata de un hombre que vive solo en un pequeño apartamento, quien “lee el diario al mismo tiempo que escucha un gruñido tras la puerta del baño. Los encabezados anuncian atrevidamente, con tintas oscuras: una pantera negra se ha escapado del zoológico”.24 Los ruidos del animal acompañarán el periplo del personaje, pero él ni se asomará a esa puerta ni le comunicará a nadie aquella insólita presencia que se hará cada vez más fuerte en su vida. Simultáneamente, el protagonista saltará de una trasgresión a otra; o sea, se irá degradando en sus acciones hasta llegar a la comisión de un crimen atroz: “Nada podía ocurrir, sólo que él, el hombre, se tornara en bestia también, bestia capaz de cohabitar con la otra, siempre invisible, bestia en el baño”.25 Ahora bien, aunque en ningún momento esto se diga de manera explícita en el relato de Fuentes, el delito final tiene indudables alusiones simbólicas de carácter sexual.

El registro de la ciencia ficción aparece también en la obra cuentística del maestro mexicano. Pero lo encontramos matizado por un tono acusadamente paródico. Así puede leerse en el segundo relato inédito del libro que estamos considerando, el cual se titula “El robot sacramentado”. Aquí una cohorte de estas perfeccionadas máquinas, llamada la generación “Cratilo”, entra en rebelión contra Dios Padre, quien, a todas éstas, ha pasado a ser el administrador de una lucrativa empresa turística cuya razón social es Paraíso Inc. ¿El motivo? Ninguno tiene nombre: la multinacional que los fabricó se ha limitado a rotularlos con un número de serie —el asunto nuclear de la historia está aludido igualmente desde el texto de Platón dispuesto como epígrafe: “¿Qué es primero? ¿El nombre, o la cosa?”. La cuestión se complica, pues estas desarrolladas inteligencias artificiales empiezan a captar diversas sensaciones, especialmente ante estímulos de carácter culinario; de tal suerte, a través del gusto, terminan estableciendo filiaciones de carácter nacional. “De este modo surgió la duda: ¿tenía la nueva generación, producto de la tecnología supranacional anónima, gustos nacionales atávicos?”.26 En esta pintoresca sátira en la que incluso Adán y Eva han sido involucrados, nos topamos además con una divertida y continua caricaturización de las diversas idiosincrasias que participaron en la fabricación de los robots:

A los japoneses les interesó sobremanera que esta asimilación del robot a las funciones cerebrales humanas no significase una pérdida de las virtudes propias de las anteriores generaciones de robots; a saber: la exactitud y la velocidad, la repetibilidad y, sobre todo, la resistencia a la fatiga. A los franceses, en cambio, les bastó con asegurar que los nuevos robots cerebrales tuviesen coherencia lógica en el acto racional de reconocer, manipular y clasificar objetos. Fueron los alemanes quienes, al cabo, exigieron y obtuvieron que, además de estas funciones tradicionales, la generación de robots, para serlo, obedeciese a impulsos metafísicos.27

Y como suele suceder en la narrativa de Carlos Fuentes, los distintos elementos del relato contienen referencias, más o menos evidentes, orientadas a ensanchar la significación de lo que se cuenta. Ilustrémoslo: los números de serie no sólo sirven para diferenciar a los robots sino que, además, destacan fechas cruciales en la historia de la nación con la cual se identifican. Así, el francés corresponde a la cifra 04961789 —si la descomponemos, tendremos 0496: año en que el rey Clodoveo se convirtió al catolicismo, con lo cual se transformó el devenir de Francia; y 1789: año de la Revolución Francesa. El alemán tiene el número 15171871 —de una parte, 1517: año en que Martín Lutero clavó en el Castillo de Wittenberg el pergamino con sus 95 declaraciones contra las indulgencias y los gobernantes de la Iglesia Católica Romana, lo que dio lugar a la Reforma Protestante; de otra, 1871: año de la unificación de Alemania como un moderno estado-nación, con Prusia en calidad de constituyente principal. El inglés posee la cifra 10661215 —1066: año en que Guillermo I, normando, conquista Inglaterra; 1215: año en que el rey Juan sin Tierra firma la Carta Magna, con lo cual se establece el principio de legalidad que limita el poder absoluto del gobernante. Finalmente, el robot que hace las veces de líder natural está marcado con el número 14921992 —tenemos, entonces, 1492: Descubrimiento de América; y 1992: quinto centenario del Descubrimiento. Resulta emblemática la función de este personaje, lo que subrayaría la preponderancia histórica de los hechos a que remite.

“Un fantasma tropical” es el tercero y último de los inéditos. En este breve cuento reproduce Fuentes las señas del lenguaje oral, estrategia que le confiere al relato mucha agilidad y frescura. Los elementos centrales son caros al imaginario narrativo de su autor: un fantasma, una lujosa casa abandonada, un misterio —el paradero de la anciana propietaria, con todo y sus joyas. El narrador se remontará a los años de su primera adolescencia para contar lo que descubrió cuando entró furtivamente en aquella casa: “Y yo que era un muchachito curioso, pero así, reventando de curiosidad, decidí aclarar el misterio de una vez por todas. Iba a cumplir los trece y pronto mi cuerpo ya no iba a caber entre las rejas que protegían la casa de la madama esta”.28 Además de hacer un explícito homenaje a Poe y a Cortázar, esta deliciosa trama se resolverá con una revelación final propia de la malicia mestiza, tropical. Cabe registrar que aquí —como sucedía en “La muñeca reina”— tampoco se presentan factores sobrenaturales y, por otra parte, que la narración se ha confeccionado con ajustada maestría: nada sobra, nada falta.

 

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Al igual que ocurrió con el libro inicial de Fuentes, la aparición de la nouvelle Aura estuvo signada, en un principio, por reparos e incomprensiones. Ya hemos señalado atrás una de las dinámicas culturales relacionadas con esta circunstancia: el tema del compromiso político que se exigía al escritor y la mirada despectiva que esto solía derivar hacia el género fantástico. Pero hubo también otras variables de época que incidieron en ello. Dado que la experimentación radical, heredera de las vanguardias, estaba en boga todavía —de hecho, Fuentes había realizado ya un extraordinario despliegue de esta actitud poética en la escritura de La región más transparente (1958)—, la claridad de la narración era vista como un desliz, como una concesión excesiva hacia el lector. Por eso, incluso críticos tan serios como Luis Harss valoraron negativamente esta obra:

La frágil Aura, con todos sus sortilegios, no embruja nunca al lector. El mal es estructural. Para que haya revelación, primero tiene que haber disimulo. Aquí, en cambio, todo el sentido de la pieza es evidente desde el comienzo (...). Hasta el estilo de Fuentes se ha relajado en Aura, volviéndose ameno hasta la banalidad. Todo está demasiado bien hilvanado.29

No dejan de parecer curiosas estas afirmaciones, pues valores literarios que hoy son recibidos positivamente, como la amenidad y la buena construcción del entramado, aparecen estigmatizados con mucha firmeza por el gran crítico chileno-argentino. Y es cierto que la escritura de Aura propone una forma particular de relacionarse con el lector: la prosa es impecablemente clara —muy poética pero sin oscurecer la comprensión de lo dicho—, con lo cual puede seguirse, sin dificultades, el recorrido del protagonista. No obstante, en las percepciones es donde se halla introducido todo el extrañamiento; en otras palabras, la atmósfera cargada de simbolismos impone un ritmo lento de lectura. Diríamos: lo que se haya enrarecido no es el lenguaje sino la percepción del mundo narrado, y esto resulta muy conveniente para producir el efecto de lo fantástico. Pues bien, hacia 1976, transcurridos catorce años desde su publicación, la recepción de Aura seguía siendo menos festiva que la de otras obras de su autor. Así lo registra Gloria Durán, quien atribuye esto a una especie de desconcierto entre la crítica por la obsesión que manifestaba Fuentes ante los temas míticos y fantasmagóricos: “La bibliografía relativa a La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz y Las buenas conciencias, es ya muy considerable; en cambio es relativamente mucho menor el número de estudios dedicados a Aura, la primera novela de Fuentes en que la magia desempeña un papel esencial”.30 Durante los primeros años, pocos críticos de prestigio consideraron seriamente esta narración y le reconocieron su verdadero valor literario —entre los que sí lo hicieron aparece la figura de Emir Rodríguez Monegal, quien se destacó siempre por su atinado criterio.31 Hoy, a más de cuatro décadas, el panorama ha cambiado radicalmente. La profusión y variedad de estudios sobre Aura es enorme. Y no sólo es considerada una de las obras más importantes de Carlos Fuentes, sino una de las mejores nouvelles escritas en lengua española.

En esta ficción, con la cual se cierra el volumen de los Cuentos sobrenaturales, confluyen las diferentes variantes de lo fantástico que han apasionado siempre al maestro mexicano. Aquí se cuenta lo sucedido a Felipe Montero, antiguo becario de la Sorbona, quien, al leer un anuncio del periódico, acude a aquella vieja mansión donde la anciana Consuelo solicita un secretario bilingüe para que organice las memorias de su difunto esposo, el general Llorente. Una vez más nos topamos con el escenario gótico, con el recurso a la metamorfosis, con el tono paródico, con la imagen de la hechicera, con la figura del doble. Aunque en un comienzo el protagonista propone hacer el trabajo desde su casa —no se encuentra a gusto en ese entorno—, muy pronto la aparición de la joven y bella Aura, sobrina de la anfitriona, lo persuadirá de quedarse. Allí comenzará una extraña, luego fantástica y, finalmente, maravillosa historia de amor. Pero el tema central volverá a ser la irrupción del pasado en el presente. Sí, en esa búsqueda permanente de la identidad mexicana, Fuentes hallará una vez más el peso inexorable de la Historia. Desde el comienzo del relato, cuando Felipe Montero busca la dirección de la casa, se nos plantea el asunto:

Caminas con lentitud, tratando de distinguir el número 815 en este conglomerado de viejos palacios coloniales convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, confundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado —47— encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924.32

Podemos advertir cómo los distintos componentes de la narración han sido dispuestos con esmero para subrayar el sentido de lo irrevocable: la utilización de la segunda persona o esa permanente oscilación entre el presente y el futuro. Nos encontramos con este tipo de construcción: “Lograrás verla cuando des la espalda a ese firmamento de luces devotas. Tropiezas al pie de la cama; debes rodearla para acercarte a la cabecera”.33 La atmósfera así conseguida prefigura un destino ineludible que se cierne sobre el protagonista. Como bien lo ha anotado Gloria Durán, el narrador “sabe con precisión lo que va a hacer Felipe porque él ya lo hizo en una existencia anterior. Así, aunque el narrador hable frecuentemente en tiempo futuro, cuenta con un sólido elemento del pasado; es un futuro inevitable”.34 Estamos, de este modo, ante aquello que Freud denominó lo siniestro.35 Este sentimiento se genera —explicaba el maestro vienés en su agudo estudio sobre los cuentos de Hoffmann, especialmente sobre “El hombre de arena”— con la irrupción de un elemento familiar que había sido olvidado por obra de la represión psicológica. Y más aun: con la repetición de ese factor inesperado, aparece la sensación de que hay algo ineludible y ante lo cual se está inerme. Carlos Fuentes ha logrado concentrar aquí todos los factores necesarios para crear en el lector, desde el arte de la ficción, esta entrañable vivencia descrita por Freud. Entonces, nos encontramos con la omnipotencia de las ideas, que se manifiesta, por ejemplo, en la aparición permanente de la coneja llamada Saga —el nombre nos lleva a recordar la imposibilidad de Carlota de Bélgica, modelo primigenio de la viuda Consuelo, para procrear—; o con la inmediata realización de los deseos, que se expresa en la posibilidad, por parte de la viuda, de alcanzar la eterna juventud, así sea en intervalos transitorios; o con el regreso de los muertos —en este caso, del general Llorente—; en fin, la coherencia simbólica y psicológica de esta obra es sorprendente. Y es necesario destacar, por otra parte, la pluralidad de formas que confluyen en ella y la manera como se implican orgánicamente. Tal como lo ha señalado Julio Ortega, “Aura es también un pequeño tratado de la forma incierta: cada signo remite a otro, menos verificable, y en ese proceso la novela posee el arrebato de un tableau que se desplegara como una hipótesis barroca, esto es, indemostrable fuera de su arabesco, pliegue y reverberación”.36 Junto a Felipe Montero, habremos de recibir una pasmosa revelación: estamos hechos de tiempo. Con Aura nos ha regalado el maestro mexicano, verdaderamente, un clásico de la literatura fantástica.

* * * * * *

En la obra de Carlos Fuentes hallamos una permanente búsqueda del mito —como principio de elaboración cultural que rige la literatura y, muy especialmente, el arte de la ficción. No se trata, por supuesto, de una concepción peyorativa de éste, como algo que se oponga a lo racional, sino todo lo contrario: el mito entendido como una racionalidad otra, distinta y distante del método científico; pero no por ello menos rigurosa, ni menos comprensiva, ni menos iluminadora en el ámbito del conocimiento. Ahora bien, su relación con el género fantástico es muy particular. No acude a él como un fin en sí mismo; es decir, no apela a éste como un modelo que oriente de modo unívoco su poética. Por eso nos topamos en sus historias con modalidades diversas, tanto en los temas como en los registros narrativos. En los Cuentos sobrenaturales podemos encontrar dioses precolombinos, personajes metamórficos, fantasmas, robots, mansiones abandonadas, órganos emancipados de su cuerpo, hechiceras. Y aunque sus obsesiones se mantienen —la identidad, el tiempo, el lenguaje—, sus ficciones se juegan en tonos tan disímiles como el surrealismo, el relato gótico, o el realismo mágico. La suya es una disposición siempre abierta a la infinidad de posibilidades que la tradición ofrece. En una carta que le dirigió a Gloria Durán, fechada en París el 8 de diciembre de 1968, el propio Fuentes lo expresaba de esta manera: “Bueno: no hay literatura huérfana, por más que los malos críticos de nuestros países así lo exijan (‘el que lee a Proust se prostituye’, decía un beato chovinista literario en México). Y quizás no hay más novedad que las nuevas y a veces escandalosas combinaciones de la tradición”.37

 

Bibliografía citada

  • Durán, Gloria (1976): La magia y las brujas en la obra de Carlos Fuentes. Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, México.
  • Freud, Sigmund (1973): Obras completas, Tomo III. Editorial Biblioteca Nueva, Madrid.
  • Fuentes, Carlos (2007): Cuentos sobrenaturales. Editorial Alfaguara, Madrid.
  • García-Gutiérrez, Georgina (compiladora) (1995): Carlos Fuentes. Relectura de su obra: Los días enmascarados y Cantar de ciegos. Universidad de Guanajuato, El Colegio Nacional, Instituto Nacional de Bellas Artes, México.
  • Harss, Luis (1973): Los nuestros. Editorial Sudamericana, Buenos Aires.
  • Jiménez, José (1993): Cuerpo y tiempo: la imagen de la metamorfosis. Ediciones destino, Barcelona.
  • Lovecraft, Howard Phillips (1998): El horror en la literatura. Alianza Editorial, Madrid.
  • Menton, Seymour (1998): Historia verdadera del Realismo Mágico. Fondo de Cultura Económica, México.
  • Ortega, Julio (1995): Retrato de Carlos Fuentes. Galaxia Gutenberg - Círculo de Lectores, Barcelona.
  • Rodríguez Monegal, Emir (2003): Obra selecta. Editorial Biblioteca Ayacucho, Caracas.
  • Todorov, Tzvetan (1972): Introducción a la literatura fantástica. Editorial Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires.

 

Revistas y otros

  • Donoso, José: “¿Por qué Carlos Fuentes en su último libro se suelta el pelo y no se atiene a la vasolina académica tradicional?”, La cultura en México, enero 20 de 1965, número 153.
  • Olea Franco, Rafael: “Literatura fantástica y nacionalismo: de Los días enmascarados a Aura”, Revista Literatura Mexicana, 2006, vol. XVII, número 1.

Notas

  1. Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. Editorial Tiempo Contemporáneo. Buenos Aires, 1972. Págs. 34, 53.
  2. Fuentes, Carlos. Cuentos sobrenaturales. Editorial Alfaguara. Madrid, 2007. Todas las citas de los relatos provendrán de esta edición.
  3. Cfr. Olea Franco, Rafael. “Literatura fantástica y nacionalismo: de Los días enmascarados a Aura”. En: Revista Literatura Mexicana, vol. XVII, Núm. 1. Universidad Nacional Autónoma de México. México, 2006.
  4. Ídem. Pág. 114.
  5. Harss, Luis. “Carlos Fuentes, o la nueva herejía”. En: Los nuestros. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1973 (1966). Pág. 348.
  6. Fuentes, Carlos. “Chac Mool”. Op. cit. Pág. 17.
  7. Ídem. Pág. 21.
  8. Ídem. Pág. 24.
  9. Harss, Luis. Op. cit. Pág. 348.
  10. Fuentes, Carlos. “Chac Mool”. Op. cit. Pág. 13.
  11. Ídem. Pág. 24.
  12. Fuentes, Carlos. “Talctocatzine, del jardín de Flandes”. Op. cit. Pág. 39.
  13. Cfr. Lovecraft, Howard Phillips. El horror en la literatura. Alianza Editorial. Madrid, 1998 (1927). Una meticulosa y erudita caracterización del género gótico puede leerse en los capítulos 3, 4 y 5.
  14. Pacheco, José Emilio. “Vieja modernidad, nuevos fantasmas”. En: GARCÍA-GUTIÉRREZ, Georgina (compiladora). Carlos Fuentes. Relectura de su obra: Los días enmascarados y Cantar de ciegos. Universidad de Guanajuato, El Colegio Nacional, Instituto Nacional de Bellas Artes. México, 1995. Pág. 46.
  15. Poot Herrera, Sara. “Tres cuentos de Los días enmascarados de Carlos Fuentes”. Ídem. Págs. 155, 156.
  16. Menton, Seymour. Historia verdadera del Realismo Mágico. Fondo de Cultura Económica. México, 1998. Pág. 114.
  17. Fuentes, Carlos. “Letanía de la orquídea”. Op. cit. Págs. 74, 75.
  18. Ídem. Pág. 75.
  19. Fuentes, Carlos. “La muñeca reina”. Op. cit. Pág. 82.
  20. Ídem. Págs. 86, 87. El subrayado no es del original.
  21. Harss, Luis. Op. cit. Pág. 371.
  22. Donoso, José. “¿Por qué Carlos Fuentes en su último libro se suelta el pelo y no se atiene a la vasolina académica tradicional?”. En: La Cultura en México, Nº 153. México, enero 20 de 1965. Pág. 14.
  23. Jiménez, José. Cuerpo y tiempo: la imagen de la metamorfosis. Ediciones Destino. Barcelona, 1993. Pág. 165.
  24. Fuentes, Carlos. “Pantera en jazz”. En: Op. cit. Pág. 27.
  25. Ídem. Pág. 35.
  26. Fuentes, Carlos. “El robot sacramentado”. En: Op. cit. Pág. 112.
  27. Ídem. Págs. 110, 111.
  28. Fuentes, Carlos. “Un fantasma tropical”. En: Op. cit. Pág. 125.
  29. Harss, Luis. Op. cit. Pág. 370.
  30. Durán, Gloria. La magia y las brujas en la obra de Carlos Fuentes. Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. México, 1976. Pág. 11.
  31. Cfr. Rodríguez Monegal, Emir. “El mundo mágico de Carlos Fuentes” (1963). En: Obra selecta. Editorial Biblioteca Ayacucho. Caracas, 2003.
  32. Fuentes, Carlos. Aura. En: Op. cit. Pág. 133.
  33. Ídem. Pág. 135.
  34. Durán, Gloria. Op. cit. Págs. 68, 69.
  35. Cfr. Freud, Sigmund. “Lo siniestro” (1919). En: Obras completas, Tomo III. Editorial Biblioteca Nueva. Madrid, 1973.
  36. Ortega, Julio. Retrato de Carlos Fuentes. Galaxia Gutenberg - Círculo de Lectores. Barcelona, 1995. Pág. 43.
  37. Fuentes, Carlos. “Apéndice”. En: Durán, Gloria. Op. cit. Pág. 210.