Letras
Clarisa Perdomo

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Los ojos verdes inquietos tras varios días de un sueño caprichoso, que se niega a venir cuando es preciso, o necesario. Se acomoda mejor en la cama que ya no siente como suya y mira con atención las paredes adornadas con las pinturas de la hija mayor, con las fotografías de los nietos, con los tapetes tejidos por las manos laboriosas de su madre, muerta hace ya tanto tiempo. Se da vuelta en la cama y chasqueando la lengua, fastidiada por el insomnio obligado, se dedica entonces a observar al marido, que como muerto, yace a su lado en una posición fetal que sin duda recrea tiempos mejores, menos angustiantes que los actuales, en los que permanece indefenso ante el ataque indetenible de una enfermedad que lo consume sin dejarle tregua alguna. Clarisa decide entonces levantarse de la cama, pues prefiere hacer algo útil que permanecer en las fauces de la preocupación que altera sus patrones de sueño.

Toma entre sus manos la masa que ha estado trabajando desde la noche anterior y, como una artista de otros tiempos, va moldeando la inspiración que no ha quedado atrapada bajo los miedos, las desesperanzas o las angustias de sentirse envejecida pero aún con la necesidad de sostener la familia desde todos los puntos de vista posibles. Este oficio, el mejor que ha calzado a sus manos incansables, es el más propicio para la meditación y la concentración de las fuerzas profundas que la mueven desde que recuerda, probablemente desde vidas anteriores, y que la sostienen, empujándola hacia la acción diaria que nunca termina: limpiar, cocinar, planchar, trabajar para traer el dinero a una casa que nunca lo ha tenido a niveles suficientes para garantizar la tranquilidad, la suya, la de una madre que completa su existencia realizando puros actos de amor, aquí y allá, con una generosidad solo digna de aquellos que han elegido vivir en el sacrificio.

La lengua no se enrolla fácilmente para pronunciar con soltura los nombres de la pastelería francesa que realiza con verdadera devoción y que procurará el pago de la renta de la casa de su hija, los medicamentos del esposo y el colegio de los nietos más pequeños, pues los grandes, con su ayuda, se han ido a estudiar becados al exterior. Sonriendo, amando lo que hace, vigila el horno mientras se hace el poderoso café cuyo olor rebasa las paredes de su memoria y hasta las distancias físicas, alcanzándola en su exilio, cuando está sola y toda la existencia se consume en cocinar. De pie junto a la ventana, observa la ciudad desgastada por el uso inclemente de personas cada vez más volcadas en los propios intereses, y asiendo con fuerza la taza, se recuerda a sí misma que su existencia está condenada a cumplirse dentro de los límites de una cocina, con el único alivio de una siempre pequeña rendija que le muestra aquello que los otros viven, inmunes a su mirada que lo congela todo, salvados de la gracia de su liviana presencia, de su gruesa humanidad capaz de superar lo imposible.

Clarisa se arregla el cabello mientras se mira al pequeño espejo colgado cerca del refrigerador. Respirando profundamente, se recrimina no haber hecho la cita en la peluquería, y ahora encontrarse en este estado, los cabellos grises brotados a brochazos, mostrando irresponsablemente los temibles golpes de la edad. Entonces se pasa las manos por el rostro aun más cansado que cuando está en Barcelona, trabajando durante más de 14 horas diarias, y siente que esta vez la visita a sus familiares está lejos de significar unas vacaciones, un merecido descanso, y más bien la ha envejecido en una forma que puede considerar aterradora. Sin duda se ha acostumbrado a vivir sin ellos, y la cercanía de sus presencias siempre mendicantes la ha colocado en una postura distinta a la nostalgia que experimenta cuando no está con ellos. El timbre del horno la saca de la nube confusa de sus afectos y, sin poder evitarlo, mira con desdén la casa que tanto esfuerzo les costó construir, a ella y al esposo, y ahora abandonada por su ausencia, por su constante cuidado y atención.

Aún sin sacar el delicado pastel del horno, se dedica minuciosamente a seguir las huellas del desgaste, esas que sus hijas han tratado de ocultar por su visita, pero que la pintura reciente o las nuevas cortinas no pueden ocultar. La casa se cae a pedazos. Ella lo entiende y lo acepta. El marido enfermo, todo el tiempo en cama, las hijas intentando sobrellevar su cuidado y el de sus propias familias y ella tan lejos, viviendo una existencia que nunca soñó, separada de sí misma, en solitario por primera vez desde que recuerda, dueña de su tiempo y totalmente libre para hacer cosas distintas a criar niños, lavar la ropa, limpiar, cocinar. Mirando con atención los signos de su ausencia, comienza por empezar a despedirse de aquello que ha sido toda la vida y que está segura murió una vez que salió de esta casa con una maleta y el corazón lleno de las expectativas propias de los jóvenes o de aquellos que tienen el espíritu de emigrar, algo hasta el momento impensable para ella. Ahora se siente diferente, una persona nueva que nació en el largo trayecto a la lejana ciudad que se ha convertido en su hogar, en su fuente de felicidad.

Clarisa no puede olvidar a sus abuelos, venidos a estas tierras para mejorar una vida cuya descripción está limitada a difusos detalles que ni ella ni sus hermanos pueden reproducir con exactitud y piensa, no sin un dejo de religiosidad, que su destino la ha hecho regresar al lugar donde ellos nacieron, para culminar aquello que fue iniciado por esos hombres y mujeres fuertes, valientes que se aventuraron a emigrar al insondable universo de lo desconocido. Suspendida en el tiempo por el recuerdo de momentos que ignora y que sólo puede imaginar, la anciana coloca el pastel recién horneado sobre la mesa, esperando con paciencia a que se enfríe para iniciar el largo proceso de adornarlo. Extraña entonces a sus ayudantes, muchachos jóvenes que la admiran por su fuerza, por su amplio conocimiento obtenido en épocas distintas a las presentes, en las que se aprendía trabajando, bajo la pericia de sabios maestros, sin necesidad de acudir a elegantes escuelas de cocina. Cada uno de ellos le recuerda a sí misma y ella los unifica a todos, resultando que la calidad del restaurante ha aumentado considerablemente desde que ella está al frente, con su estilo sincero y exquisito.

Clarisa va usando sus extraordinarias herramientas, que ha traído en su maletín especialmente elaborado para este fin y, con sutileza, inicia el proceso decorativo que le consumirá las próximas dos horas. Disfrutando el silencio de la ciudad que aún no despierta y el fuerte sabor del café que se toma en ayunas, va recordando los días previos a su partida apresurada, empujada siempre por el deber de atender a su familia, de salvarla de la siempre posible pérdida de lo luchado sin tregua durante toda una vida. Ya la enfermedad del esposo daba los signos definitivos de un futuro poco prometedor y ella, angustiada por no poder mantener sola su imperio de hijos sin voluntad, se estrujaba las laboriosas manos, buscando una salida. Pronto sus rezos fueron escuchados, pero de una forma extraña, como suelen resolverse los asuntos puestos en las manos de Dios.

Uno de los dueños del restaurante había decidido volverse a España, cansado como muchos otros de las desidias gubernamentales, del tráfico y, últimamente, de la delincuencia. Mirándola a los ojos, le dijo: Vente conmigo, Clarisa. Ella lo había observado desde el fondo de su creciente preocupación y le había pedido tiempo para pensarlo, abrumada por su edad y la posibilidad de no resistir un cambio tan violento en su vida. Sin mediaciones, le había preguntado el sueldo al meditabundo muchacho y al escuchar la cifra, hizo un cálculo mental de todos los problemas que podría resolver si aceptara. Si me voy, le preguntó, tú me protegerás. Mirándola largamente, le había contestado francamente: No te puedo llevar a vivir conmigo, en mi casa; pero tu sueldo cubriría tus necesidades básicas y las de tu familia. La palabra familia dio infinitas vueltas en su cabeza con atronadora fuerza y el vértigo de la responsabilidad la hizo cerrar los ojos y asirse a la mesa, pues tuvo la certera impresión de ser sacudida por el huracán de la responsabilidad. No te sientas mal, Clarisa. Piénsalo bien y evalúa tus opciones. De regreso a su mesa de trabajo, buscó el azúcar para compensar el mareo fatal que amargó su jornada de trabajo y sin dudarlo, echó en su boca temblorosa una cucharada de la salvadora dulzura.

Clarisa se sube al avión en silencio, con la atención desenfocada por el ineludible pensamiento que la lleva a los suyos, a aquellas pobres almas que la han mirado con la tristeza de saberla perdida para siempre. Durante el despegue, se lleva la mano dominante a la frente, pues ha olvidado decirle al marido que se tome la pastilla para la tensión y arrepentida, sintiendo las mejillas enrojecidas por el vapor de la culpabilidad, se recrimina haber tomado la temible decisión de emigrar a los 68 años, para iniciar una vida de soledad únicamente sostenida por la eterna necesidad de su familia. Se sabe distinta, desde ya empieza a darse cuenta de que aquella mujer que ha sido durante tanto tiempo, acaba de morir cuando se subió al inmenso aparato que habría de separarla de sí misma, dejándola con el infinito vacío que se apodera de los estómagos destinados a sufrir la acidez de la inmadurez emocional. Apretándose el pecho socavado por el tiempo, la anciana llora lamentando su suerte.

Al principio, repitió el mismo acto todas las noches. Cansada, aturdida por la novedad, abría la puerta de la pequeña habitación alquilada a una pareja joven y cercana al restaurant, para darse cuenta de que estaba sola en esta inmensa ciudad y llorar inconsolablemente, arrepentida por haber dejado a su familia. Un par de veces dijo al comprensivo patrón que se quería regresar, y él, quien realizaba el mismo viaje existencial que ella, la miraba con lágrimas en los ojos, confesándole que a pesar de haber vuelto a la patria con los suyos, se sentía tan abandonado como ella. Entonces terminaba abrazándolo y sintiéndose reconfortada en el hecho de no ser la única desgraciada en esta situación descabellada, mudada a otro país para trabajar y ganar mejor dinero, cuando debía estar jubilada y regando las matas del pequeño jardín que había sembrado en la ventana de su cocina. Extrañaba el olor a romero de su hermosa planta, grande y bella, demostrando su felicidad dando orgullosas flores que Clarisa pedía permiso para tomar, echándolas en sus exquisitas recetas. Extrañaba el ruido, el tráfico, la vida misma de su ciudad natal, menoscabada por el humo espeso de los autobuses.

Pero el mejor regalo es el tiempo. Pronto la anciana dejó de llorar, encontrándose a salvo en estas nuevas calles plenas de una realidad diferente a la suya. Se dedicó entonces a conocer, y en esta tarea se tropezó con una nueva actitud hacia la vida que la sorprendió desprevenida, dándole una bofetada de felicidad que jamás soñó poseer, ni siquiera en los más tiernos pensamientos de su infancia, planeando cocinar y tener muchos hijos. Clarisa fue independiente por primera vez en su existencia, moviéndose libremente en un paraíso cultural de dimensiones infinitas y sin resistirse, se dejó abrazar por esta y las muchas ciudades europeas que se dedicó a visitar con su patrón, quien transformado en un hijo menos inútil que los suyos, decidió acompañarla felizmente desencadenado de la nostalgia como forma de vida. La amable abuela llenó sus ojos con los intensos colores del Mediterráneo y, lentamente, se fue dando la mano con esta nueva persona que dejó de extrañar su pasado y que se encontró iniciando una vida nueva en el viejo continente.

El sol ilumina con fuerza reveladora la cocina de su casa y ella, ya escuchando la tos matutina del marido, se apresura a preparar el desayuno para llevárselo a la cama junto con el jugo de naranja y las muchas pastillas para sus interminables dolencias. Regocijado por tenerla en casa, se atreve en un arranque de emoción a pedirle que se quede, y ella, mirándolo con verdadera compasión, admitiendo la terrible pena de amarlo más en la distancia, le contesta sinceramente que no, que debe partir a continuar con su trabajo porque todos lo necesitan y cuentan con el dinero mensual que resuelve los problemas cotidianos. Salvado de la conciencia por la aterradora enfermedad, el pobre hombre no puede adivinar la verdadera razón que se esconde tras el amable gesto de la mujer amada y cerrando los ojos, le dice: Ya tendremos tiempo para estar juntos. Esto algún día tiene que terminarse. Clarisa entiende el valor profético de estas palabras y abrumada por el ventarrón de la inmensa verdad, cierra los ojos para imaginarse en la muerte, la única situación en la que descansarían ambos de las penitencias de esta vida que poco disfrutaron por tanta adversidad.

Otra vez la despedida desgarradora y sin embargo, el alivio por saberse pronto liberada de la angustia familiar. Caminando asida del brazo del patrón que ha venido con ella, siente de pronto que una intensa oscuridad se ha cernido sobre su corazón y, debilitada, ha tenido que ser sostenida por el brazo joven del muchacho, que confundiendo su desfallecimiento con la tristeza del adiós, la ha mirado con lágrimas en los ojos, admirado de la fuerza de esta viejecita emprendedora que, sin importar el sacrificio, se aleja de los suyos para cumplir con las necesidades de cada quien. Adivinando el gesto, Clarisa le contesta: No, hijo, no te angusties. Y sin dejar de llorar, se apresura a aclararle que su amargura es motivada por la profunda culpa de saberse feliz por primera vez en su vida, en solitario, lejos de aquello que siempre ha sido, sinceramente suya, generosamente dueña de su destino. Yo no soy quien estás pensando, soy el más simple de los seres humanos, egoístamente replegado sobre sus deseos, viviendo para sí misma en la espiral de la individualidad. Por fin, soy sólo yo.