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Nadie asesinará la alegría del pueblo

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Rosa Elvira se desmayó cuando los dos disparos de fusil hirieron de muerte al silencio de la madrugada. “¡Dios mío: la mataron!”, alcanzó a gritar antes de caer al piso. Desde que se llevaron a su hija, media hora antes, se había aferrado a la esperanza de que no le harían nada: sólo la reprenderían y la obligarían a que no tuviera esa clase de relaciones amorosas. Sin embargo, tuvo la precaución de ponerse a rezar en medio de sus sollozos para que Dios le ayudara a conservar viva a su hija. Pero los dos tiros que retumbaron en el ambiente frío de esa hora le truncaron de un sólo tajo sus esperanzas. Cuando la vio caer desvanecida por la tristeza, su nieto de cuatro años volvió a soltar el llanto: había despertado con el escándalo que se armó cuando vinieron por su tía y había llorado a todo pulmón hasta que Toño, su papá, lo consoló en sus brazos. Entonces, el niño se metió el dedo pulgar a la boca, que era su forma de calmar sus requiebros desenfrenados, y se quedó tranquilo en los brazos redentores de su padre.

El viejo Antonio, aturdido por la impotencia y la rabia, recogió a su mujer del suelo y la llevó hasta la cama matrimonial, que desde hacía muchos años no la usaban ya los dos. Exhaló la bocanada de humo del cuarto cigarrillo que se fumaba en 30 minutos de angustia y le pidió a Toño que le buscara el alcohol. El joven, que estaba más atolondrado que su padre, fue hasta el baúl con el niño en sus brazos, buscó entre los trapos la botella de ron que Rosa Elvira preparaba con bruscos medicinales para bañarse el cuerpo en caso de dolores, y se la entregó a su viejo. El niño y Toño miraban en silencio cómo el viejo ungía el cuerpo de su vieja. “A mi tía no la mataron, ¿verdad?”, preguntó el pequeño. Antonio respiró profundo: “Venga, hijo, siéntese aquí y ayúdame a sobar a su abuela”, le respondió al niño, haciendo un esfuerzo para que el llanto no delatara su tristeza y señalando una orilla de la cama con su mano derecha.

Afuera, la calle estaba vacía. No quedaba un sólo borracho impertinente después de la verbena. Los perros habían cesado de ladrar y salieron corriendo a esconderse cuando se sintieron los dos disparos de fusil. Sólo se escuchaba el canto lejano de algún gallo que le contestaba tardíamente a otro. “¿Y ahora, papá, qué vamos a hacer?”. Toño pudo al fin lanzar la pregunta que le estaba taladrando el alma: el viejo escondió su sorpresa detrás de los nubarrones de su desvarío. En realidad, no había pensado en eso todavía. “Nada: salir a buscar el cadáver ahora que su mamá vuelva en sí”, respondió.

Esa noche, el viejo Antonio había llegado a su casa antes de las doce. Rosa Elvira, que cuando sintió que empujaron la puerta interrumpió su orinada en la bacinilla de peltre que ponía en un rincón del cuarto, encima de unos cartones para que no hiciera ruido al contacto con el piso, se acostó afanada en su hamaca y se hizo la dormida, tragándose su propia rabia, para no reclamarle todavía nada a su marido: si lo hacía se despertaba Toñito, su nieto de cuatro años. Decidió entonces esperar hasta el día siguiente. Antonio sabía que ella estaba fingiendo dormir y se lo agradeció en silencio: no estaba para dar explicaciones a esa hora. Cerró la puerta sin ponerle la tranca para que sus dos hijos pudieran entrar como él: la ajustó con el asiento de cuero. Destapó uno de los tres platos que estaba sobre la mesa de la sala, guiado apenas por la luz del bombillo de afuera que se filtraba por la solera del techo de paja. Le dio un mordisco al pedazo de yuca y otro al de queso. Tomó un sorbo de café con leche y se erizó porque no podía pasar la comida fría. Sonrió nervioso cuando vio sobre la mesa la canasta con víveres y el fajo de billetes de dos mil pesos.

Entró al único aposento de la casa y se agachó para no tropezar con la hamaca de su mujer. Alzó un poco la hamaca del nieto y llegó por fin a la suya. Colocó la camisa y el pantalón sobre el asiento que Rosa Elvira acostumbraba a poner ahí para ese propósito. Y se acostó con la satisfacción de haber hecho el menor ruido posible para ayudarle a su mujer a que fingiera su sueño.

Ella lo sabía y le dio más ira aun, pero sintió a Toñito dormir plácidamente y se volvió a atragantar con su agonía. La música de la verbena inundaba la atmósfera del pueblo y se metía por todas partes. Era domingo, el último día de las festividades patronales que iniciaron el jueves en medio del temor de todos y la gente había perdido ya el miedo y la incertidumbre que antecedieron los festejos.

Resulta que a las ocho de la noche del lunes anterior, los motores de dos camiones desconocidos rompieron la pasividad del pueblo, que a esa hora se recogía para sucumbir al encanto de una telenovela nacional. Los únicos vestigios de vida humana que quedaban en las calles eran los muchachos de siempre, que trataban de apaciguar en el parque sus requerimientos juveniles alrededor de una botella de aguardiente, cuyos tragos se hacían cada vez más pausados y pequeños para demorar el deleite de una noche interminable. Ahí se detuvo el primer camión: el otro fue conducido hasta las casas que quedaban al otro lado del río. Los jóvenes del parque se asustaron cuando vieron descender a ocho hombres armados con fusiles. “Mierda, maricas, son los paracos”, alcanzó a decir uno de los muchachos, antes de que los desconocidos llegaran hasta ellos.

En la región llamaban paracos a los grupos de paramilitares que la gente del pueblo empezó a ver como una realidad lejana mostrada por los noticieros de televisión en las sucesivas masacres que ocurrían en otras regiones del país. Pero que los sorprendió a todos en la noche tranquila de ese lunes. Se les apareció de súbito, como una pesadilla, en los primeros minutos de la telenovela. En el pueblo tenían la certeza de que nunca aparecerían porque los fundadores del caserío habían tenido la brillante idea de levantar la aldea, dos siglos y medio atrás, en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, a una hora en carro de la cabecera municipal, por una carretera destapada y zigzagueante, que podría ofrecer el peligro de una emboscada guerrillera a cualquier grupo militar de derecha que osara transitar por ella, y, más aun, en medio de la oscuridad de la noche. De modo que los pobladores habían acariciado la determinación ilusa de que sólo sabrían de los paramilitares por las versiones de terror que contaban los moradores de otras poblaciones de la provincia, más cercanas a la civilización.

Esa noche les tocó vivir en carne propia las escenas de miedo que ya conocían de memoria por testimonios de otros. “Venimos a protegerlos de la guerrilla”, decían los recién llegados, mientras requisaban a los muchachos del parque. Toño sentía las manos escrutadoras del hombre que lo empujó contra una de las sillas de cemento, y ahí, con el corazón atorado dentro del pecho, se arrepentía mil veces de no haber acatado las advertencias de su madre, cuando le rogó hasta la saciedad que no saliera a la calle de noche. No les hicieron nada, afortunadamente. Uno de los paracos sacó una botella de aguardiente del carro y se la entregó a Alfredo, amigo de Toño desde la infancia. “Tomen porque la que tienen ya se les acabó”, dijo el paramilitar. Ninguno de los muchachos quiso seguir bebiendo. Alfredo convidó a los que, como él, vivían al otro lado del río y se fueron. Ya las casas estaban cerradas. La gente había apagado los televisores y las luces para mirar, muertos de miedo, las calles desiertas a través de las ventanas entreabiertas: todos se ruborizaban al sorprenderse como protagonistas de un libreto que conocían de sobra por las imágenes constantes que mostraban los noticieros.

Alfredo y sus tres acompañantes habían cruzado el río. El otro camión regresaba de su recorrido inútil porque la única casa que visitaron la encontraron sola y con las puertas abiertas: alguien avisó a tiempo al padre de Alfredo y salió despavorido con su familia al monte oscuro. Entonces, los paramilitares, enfurecidos porque no encontraron a nadie, batieron contra el piso el televisor encendido que contaba a todo volumen los últimos episodios de la telenovela, buscaron debajo de las camas, dentro de la nevera, en el armario, se embolsillaron el dinero que encontraron debajo del colchón y se marcharon enceguecidos por la ira. Detuvieron el camión en la loma que lleva al río porque se encontraron con los cuatro muchachos que regresaban del parque que estaba del otro lado del torrente. Alfredo no se imaginó que esa sería su última noche. Se había salvado del primer camión porque el hombre que servía de guía, el sapo, no viajaba en él. “¡Ese es uno de ellos!”, gritó ahora, con su voz fingida y señalando a Alfredo, el que se tapaba el rostro con una peluca rubia. “¡Súbase!”, ordenó el que parecía ser el jefe del grupo. Alfredo miró a sus amigos y alzó sus hombros en señal de extrañeza: fue la última vez que lo vieron vivo.

Tres días después empezaron las fiestas patronales del pueblo, en medio del dolor y la tensión. Nadie daba nada por el éxito del festejo hasta que el jueves en la tarde llegó la primera candidata con su comitiva alegre y su jolgorio sin reservas. Después, se sintió el ruido de la otra aspirante y los pitos y las sirenas de la siguiente: cuatro municipios de la provincia habían mandado a su joven para que se disputara el honor de ser la reina del fique. “¡Carajo, se salvó el festival!”, dijo, emocionada, Rosa Elvira, desde la puerta de su casa, cuando vio la caravana de carros en el desfile inaugural. Hasta el viejo Antonio, su marido, se rindió al éxtasis de aquella explosión de alegría. “Bueno: ahora sí”, dijo.

Él había recibido la noticia de la incursión paramilitar en la madrugada del martes, en Creación, la pequeña finca que heredó de su padre. Estaba en el corral, ordeñando las vacas bajo el frío de las cinco, cuando sintió el vozarrón de Enrique Zuleta que se impuso ante los ladridos de los perros. Enrique subía todos los días al pueblo hacia su parcela a sacar la yuca del desayuno. Y cuando pasaba por Creación a tomarse su tercer tinto del día, informaba al viejo Antonio la novedad de la noche, que era casi siempre un nacimiento. “¡Los paracos mataron a dos y se salvaron cinco de chiripa!”, fue el saludo de esa mañana. El viejo Antonio no pudo evitarlo: de inmediato pensó en Toño, su hijo, que tenía 22 años, era separado y sin empleo: ideal para acusarlo de guerrillero camuflado entre civiles. “¿A quiénes?”, preguntó con ansiedad.

El otro muerto era un andino que había llegado al pueblo con su sobrino, hacía siete meses. Montó un depósito de víveres que desde el primer día fue la sensación de todos, porque conseguían lo que necesitaban. Los paracos se apoderaron de todo lo que encontraron en la estantería, sacaron al dueño del negocio, que estaba mirando la telenovela cuando llegaron por él, y le dieron dos disparos de fusil en la cabeza, delante de su pariente de sólo nueve años: quedó sentado en el sardinel, con las manos atadas a la espalda. Lo acusaron de venderle víveres a la guerrilla. A las diez de la noche, después de que los paramilitares se habían marchado y la gente salió de su encierro a hacer el inventario de desgracias, los muchachos del parque supieron que la botella de aguardiente que les regalaron había sido robada en el depósito de los andinos.

“Mierda, Kike, se nos jodió el festival”, fue lo único que se le ocurrió decir al viejo Antonio, después de escuchar el relato del recién llegado a su finca y repuesto ya de su miedo inicial: ya tenía la certeza de que su hijo estaba vivo. No había sido, sin embargo, un comentario indolente. Llevaba más de una década participando en el concurso de canción inédita del festival, sin haber ganado nunca ni siquiera el tercer puesto. Lo único que le quedaba de aquellas batallas folclóricas era una mención de honor que le dieron por casualidad seis años atrás, escrita a mano en papel pergamino y que él lucía orgulloso, amarillenta ya por el polvo, colgada en la pared de la sala. “Nojoda, mira cómo son las vainas: esta vez sí me lo iba a ganar”, remató esa mañana.

Por eso no pudo evitar contagiarse de la alegría que los invadió a todos, la tarde del jueves en que llegaron las cuatro candidatas. Nunca antes la gente había sentido aquel festival más suyo. Todos los miraban con ansias de devolverle la esperanza a las ganas de vivir. Los pitos, las sirenas, los muchachos detrás de las reinas tratando de coger el último confite del puñado que acaba de lanzarle a la multitud la hermosa jovencita que, desde el capó del carro, movía sus hombros al ritmo de los tambores: sí, era el Festival Folklórico del Fique. Había regresado después de tres años de ausencia, cuando se hizo, también contra todo pronóstico, ocho días más tarde de que la guerrilla entrara a la fuerza al caserío en una noche en que la oscuridad permitía ver con nitidez todas las estrellas titilantes del cielo.

Cinco años atrás, la guerrilla había sido un concepto vago y lejano, del que sólo se oía hablar en los noticieros de televisión. Hasta que en las parcelas cercanas fueron apareciendo hombres de melenas alborotadas y barbas descuidadas con su discurso de tranquilos-hombre-que-no-le-vamos-hacer-nada-porque-somos-el-ejército-de-ustedes-los-pobres-y-explotados-por-los-ricos-que-también-tienen-su-ejército-oficial-para-someterlos-a-ustedes-y-es-por-eso-que-estamos-aquí-para-defenderlos. Y dormían cerca de las casas, se chanceaban con los parceleros, limpiaban sus armas delante de los campesinos, enseñaban a los muchachos a disparar, hasta que un día, dos años después de su aparición por aquellos parajes, le llegó la sentencia al atemorizado viejo Antonio. “Lo hemos elegido a usted para honrarlo con una misión importante”, le dijo el jefe. “¿Y como qué sería?”, alcanzó a preguntar el viejo, mientras Rosa Elvira, su mujer, le sacaba los piojos. Era un atardecer de junio en que las gallinas empezaban a subir al palo de totumo en donde pasarían la noche. Rosa Elvira le enterró las uñas a su marido en el cuello cabelludo, como advirtiéndole que rechazara cualquier oferta.

El jefe le explicó que habían decido tomarse el pueblo. “Para eso necesitamos conocer detalles acerca del puesto de Policía”. Le dijo que aprovecharían la llegada a pasar vacaciones por esos días de la hija del viejo Antonio, que hacía un curso de inglés en la capital de la provincia. “Una combatiente nuestra se hará pasar por compañera de estudio de su hija y vivirá unos días con ustedes en la casa que tienen allá, en el pueblo”. La guerrillera haría creer que se enamoraba de un policía. “Así visitará el puesto con su hija y hará el trabajo de inteligencia que necesitamos. Eso es todo. Nosotros les pagamos los gastos de alojamiento y alimentación de nuestra combatiente. Sencillo, ¿cierto?”.

De modo que eso era. El viejo Antonio se apartó del regazo de su mujer. Escupió porque creía que era saliva lo que se le atragantaba en la garganta. Caminó como estaba, a pies descalzos y sin camisa, se asomó por encima de la cerca del corral de terneros y los vio rumiando, acostados sobre sus propias boñigas secas. Regresó sin mirar al jefe y a los veinte guerrilleros. “Ustedes dijeron hace tiempo que a los civiles no nos meterían en su guerra”, dijo. “Vea, hermano, en primer lugar, esta no es sólo nuestra guerra, sino que es de todos; en segundo lugar, son órdenes de arriba, y, en tercer lugar, hay que cumplirlas”, sentenció otra vez el jefe. Miró la cara de angustia de Rosa Elvira y el rostro del viejo Antonio, desencajado por la impotencia. “Nosotros les garantizamos que a ustedes no les va a pasar nada”, repuso. “Pueden estar seguros que no lo hago por gusto y pueden quedarse con los gastos porque mi casa no es hotel”, aceptó el viejo Antonio, en un momento de valentía.

La toma fue el fin de semana antes del festival de ese año. Apenas sintió los primeros disparos, Rosa Elvira se sentó en su hamaca a pedirle a Dios que no le pasara nada a la guerrillera que vivió en su casa: había sido la sensación de los jóvenes del pueblo, que apostaban todas las noches en el parque a quién la conquistaba primero. “Si a esa mujer la matan y la dejan tirada, pobre de nosotros”, balbuceó Rosa Elvira, en medio del crepitar de las balas que se escuchaban por todas partes. Toñito, que apenas tenía un año de nacido, despertó asustado y corrió a llorar sobre el pecho de su abuela.

Los seis policías se rindieron cuando ya no tenían más municiones para repeler el ataque. Entonces, ocho guerrilleros fueron a las casas de los cinco dueños de camionetas y los obligaron a que los llevaran, con los agentes de policía como rehenes, por la trocha que lleva a la sierra. Fueron los mismos cinco hombres que se salvarían tres años más tarde, cuando los paracos fueron a buscarlos a sus casas y no los encontraron. Hasta seis días después de la toma, la gente se burlaba todavía de los paisanos pueblerinos que alcanzaron a robar cámara y salieron en los noticieros que llegaron a cubrir el hecho: les parecía increíble, después de todo, verse ellos mismos en la televisión.

La junta organizadora del festival del año de la toma guerrillera recolectó plata para tapar las vergüenzas del ataque. Los huecos de las balas y granadas desaparecieron de las paredes, pero el miedo no le permitió a los foráneos ir hasta el pueblo a disfrutar de las fiestas. Ni siquiera las reinas, aunque se hicieron las festividades en la fecha prevista. Esa vez, sin embargo, no hubo orgullo más grande para la gente del caserío que el haber podido cumplir con la responsabilidad de un festival que se había anunciado a los cuatro vientos. Ese esfuerzo, quizás, fue el que minó el espíritu parrandero de la gente porque al año siguiente no hubo festival. Ni el otro. Sino tres más adelante, que tampoco fue suspendido por la incursión paramilitar.

Fue el mismo año en que la guerrilla se metió a la casa del viejo Antonio para sacar a su hija. Ese domingo, el viejo Antonio había empezado a tomar desde temprano. Era el último día del festival y su canción inédita había quedado entre las cinco finalistas. Su timidez visceral no le permitía nunca subirse a la tarima en plenos cabales. Decidió, entonces, vender el ternero que tenía pensado dejar como el torete de su potrero para poder tener el dinero de los tragos. Inició a tomar cervezas, bajo la canícula de las diez de la mañana, en medio de las rechiflas y gritos de alegría de los que presenciaban el desfile de candidatas en traje de baño, desde las enormes piedras del río. Siguió con brandy en el balneario El Salto, donde fue jurado del concurso de extracción artesanal de la fibra de fique. Bebió aguardiente en el mismo sitio, cuando las hilanderas más cotizadas del pueblo se disputaban el título de la mejor en su oficio. Siguió con ron de caña en los quioscos patrocinados por las empresas cerveceras, al lado de la tarima central, mientras trataba de sostener su mirada dislocada sobre las tres tejedoras de mochilas que hacían sus puntadas perfectas con una rapidez impresionante para ganar el concurso.

Cuando le hicieron el primer llamado, el viejo Antonio se llevó a la boca el trago de güisqui que le ofrecieron sus compañeros de parranda. Esperó hasta el segundo llamado para incorporarse. Se sintió como quería: tranquilo, sereno, sin miedo. Había tomado unas pastillas desde tres días antes del festival para tratar de limpiar el hígado y evitar que el alcohol lo traicionara.

Caminó seguro hasta la tarima. Antes de subir el primer peldaño de la escalera vio una mueca de pánico en la cara del animador y sintió el silencio sepulcral cuando los dueños de los quioscos le bajaron el volumen a sus estridentes equipos de sonido. Volteó hacia atrás y los enfocó: cuarenta guerrilleros caminaban en fila india. Cruzaron el parque con sus botas pantaneras, sus uniformes de fatiga y sus fusiles amenazantes. Pasaron al lado de la tarima, se metieron por el callejón que da al monte y se perdieron entre las lomas.

Eran más de las cinco de la tarde. Alguien le pasó un trago al viejo Antonio antes de que terminara de subir. Los tres músicos que lo acompañarían ya estaban arriba. El acordeonista empezó a sacarle las notas gloriosas a su instrumento europeo, el cajero lo secundó con sus manos de ordeñador golpeando fuerte el cuero tensionado de su tambor africano y el guacharaquero rastillaba con armonía el trinche sobre las ranuras de su artefacto indígena. El viejo Antonio cogió el micrófono con las dos manos, abrió sus dos piernas, cerró los ojos y soltó al mundo las cuatro estrofas de su canción sentida.

Rosa Elvira la escuchó toda desde su casa. Hablaba sobre una muchachita morena que había llegado de Valledupar a causarle un remezón espiritual en su alma cansada de hombre viejo; añoraba los momentos felices vividos con ella en los potreros de Creación, mientras su mujer recibía las visitas de las comadres del pueblo. Cada frase era como un latigazo sobre el orgullo mancillado de Rosa Elvira. Lo que más le irritó fue el descarado estribillo que el viejo Antonio repetía desde la tarima: “Vení, negrita, vení, que sin ti me puedo morir”.

Fue una canción aplaudida. El viejo Antonio pudo acariciar al fin el placer del triunfo. Iban a ser la siete de la noche cuando el animador leyó los resultados. El viejo Antonio le mandó el premio a su mujer: los cien mil pesos en billetes de dos mil y la canasta del mercado. Él sabía de sobra que ella debía de estar quemándose viva en el fuego de su propia ira: el viejo Antonio se imaginaba la cantidad de carboneros imprevistos que pasaban por su casa sólo para atizar el fogón que ardía en el alma de la esposa. “Ajá, Rosa Elvira, y que te cambiaron por una negrita mucho más joven que tú”, le dirían. De modo que esperaba calmarla un poco dedicándole en especie el resultado de su inspiración. Fue peor. Rosa Elvira se sintió más ofendida al ver que su marido todavía tenía el descaro de mandar a su hogar los trofeos de su infidelidad. “Póngalo ahí”, le dijo al que se lo llevó, señalando la mesa. “Es como si mandara un santo robado”.

Cuando el viejo Antonio llegó a acostarse, antes de las doce, Rosa Elvira tenía razones suficientes para estar enfadada. Y si prefirió hacerse la dormida fue para no despertar a Toñito, su nieto de cuatro años. No pudo pegar los ojos porque nunca podía conciliar el sueño hasta que no llegara a dormir el último de los parranderos a la casa. Los ronquidos de su esposo, al otro extremo del cuarto, y el vaho del alcohol que invadió el ambiente desde que él apareció en el aposento, le perturbaba aun más la poca tranquilidad que le quedaba. Desde su hamaca escuchaba las pisadas secas, sobre la calle sin pavimento, de quienes regresaban de la verbena y los perros ladrándoles hasta el cansancio; oyó las respuestas de las candidatas a las preguntas del jurado, se burló en silencio de la voz ronca del animador al anunciar que la reina de ese año era la linda representante del municipio de Maicao, y se sonrió cuando dijeron que la señorita Valledupar se había retirado disgustada con la decisión del jurado.

Sin embargo, no percibió, como sí lo hacía muchas veces, que algo malo sucedería esa madrugada.

Se incorporó al sentir los quejidos de su marido. Lo vio sentado en su hamaca, con la cabeza entre sus manos. “¿Qué te pasa?”, le preguntó con mal disimulada indiferencia. “Un tremendo dolor de cabeza que me está matando”, escuchó como respuesta. “Llama a tu negrita para que te atienda”, le espetó. Se volvió a acostar satisfecha. El viejo Antonio siguió sentado, rabiando de dolor. Rosa Elvira sacó la mano para buscar sus chanclas que siempre colocaba debajo de la hamaca. “Carajo, vas a despertar al muchachito”, dijo. Fue hasta el baúl y buscó un analgésico, cruzó el aposento, llegó a la sala, vertió agua de la jarra que estaba sobre la mesa en un vaso y vio la hora en el reloj de pared que estaba al lado del cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. Eran las cuatro. Regresó hasta donde su marido: “Coge”, le dijo.

En ese momento se abrió la puerta que va a la calle. Rosa Elvira conoció las pisadas de su hijo Toño, que volvió a cerrar otra vez con el asiento. “¿Y Rosa Antonia?”, preguntó la madre por su hija. “Ahí viene”, dijo Toño. El muchacho entró al aposento sin destapar su plato de comida que estaba en la mesa. “¿Y ese milagro que no vas a comer?”, le comentó su madre en forma de pregunta. “No tengo hambre”, miró a su papá con el vaso de agua en la mano. “¿Y ese qué tiene?”, agregó. “El ron, carajo, que los va a matar”, respondió la vieja.

Toño se acostó con todo y ropa en la cama doble que estaba debajo de los colgaderos de hamaca. Era la única de la casa, que Rosa Elvira y el viejo Antonio dejaron de usar juntos desde que Rosa Antonia había cumplido los cinco años, y que ahora usaban sus hijos. Toño no tenía hambre porque estaba muerto de susto. Desde que estaba en la verbena se le acercaron dos o tres amigos a la mesa donde él estaba para insistirle que le dijera a su hermana que se fuera a acostar. “Dicen que la guerrilla vino por ella para ajusticiarla”, le decían. Cuando Toño le comentó a su hermana, en medio de los aplausos por el desfile de las candidatas en vestidos de fantasía, ella le respondió, muerta de la risa, que no se preocupara porque a la que menos mataría la guerrilla era a ella. “Y tú sabes por qué”, le dijo.

A Toño no lo convencían del todo las razones de su hermana. Ella pensaba que la guerrilla más bien tenía una deuda de gratitud con ella por la contribución que hizo al presentar como compañera de estudios a la combatiente que se hospedó en su casa. Pero las cosas habían cambiado mucho después de la toma guerrillera de hacía tres años. Desde que fueron secuestrados los seis agentes de esa noche desafortunada, en el pueblo no hubo más ni un policía. Sólo llegaban patrullas esporádicas del Ejército Nacional que pasaban de largo. Hasta que unos ocho meses antes del festival se estableció una base militar en la que antes era la casa indígena. Los soldados recorrían el pueblo todos los días, bajo la imponencia del sol tropical. Y, aunque la mayoría del pueblo se sentía segura con ellos, nadie se les acercaba por miedo a que la guerrilla tomara represalia una vez los soldados partieran.

Rosa Antonia los veía pasar desde la puerta de su casa, donde se sentaba a arreglarse las uñas recostada en un asiento de cuero. Uno de los soldados le sonreía siempre y la miraba con sus ojos verdes. Lo que más le impresionaba a ella era las mejillas rosadas de la gente de los páramos. “Pobrecito, debe darle duro el calor de estas tierras”, pensaba. Sólo se enteró que las uñas eran una excusa para poder sentarse afuera y verlos pasar, cuando un día lo buscó con su mirada ansiosa entre todos y no lo encontró. Esperó que regresaran, ya en la tarde, y fue hasta la mitad de la calle a preguntar por él. Le dijeron que estaba de permiso visitando a sus familiares en el interior del país.

Esa determinación heroica le costó tremendo regaño de su madre, pero le abrió las puertas al romance más comentado del pueblo. Ella iba a visitarlo a la base y él se iba a su casa, en las noches, vestido de civil y acompañado de diez compañeros. Fue un amor intenso que duró hasta que levantaron la base militar una semana antes de que se metieran los paracos. Rosa Antonia supo llevar sin temores esa llama encendida en la mitad de su alma, convencida de que por acunar ese sentimiento nadie podía condenarla. Se equivocó.

Esa noche, Toño se tranquilizó un poco al escuchar el taconear de su hermana después de que ella le pasara la tranca a la puerta. Rosa Antonia destapó unos de los platos y se comió la yuca con el queso. Sonrió cuando vio la canasta de mercado y el fajo de billetes de dos mil pesos. “Ajo, la tal negrita hace milagros”, bromeó. “Cállate, que vas a despertar al muchachito”, le respondió su mamá. Entró agachada al cuarto para no tropezar con las tres hamacas y sacó su pijama del escaparate. “Échate para allá”, le dijo a Toño, “tú sabes que no me gusta dormir del lado de la pared”. Entonces, se sintieron los toques violentos en la ventana.

El viejo Antonio, que no había podido recuperar el sueño, se incorporó enseguida. “¿Quién es?”, preguntó. “¡Abra la puerta!”, escuchó que gritaron desde afuera. “Sí, pero, ¿quién es?”. “¡Abra, carajo, que necesitamos hablar con su hija!”. Rosa Antonia, que aún estaba sentada en la orilla de la cama, se paró y se abrazó a su padre. “Me van a matar, papá”. Rosa Elvira corrió llorando a abrazar a su hija. Toñito despertó con la bulla y se agarró de las piernas de su abuela. El viejo Antonio agarró a Rosa Antonia de un brazo y trató de quitar el pasador de la puerta del patio. “¡Pilas, que se nos vuela por detrás!”, dijeron de afuera.

Echaron abajo la puerta de la calle y entraron. Zafaron como pudieron a Rosa Antonia de los brazos de sus padres, le dieron un culatazo a Toño y lo tiraron sobre la cama. “Acompáñenos allí un momentico”, le dijo una de las mujeres encapuchadas a la muchacha. Todos conocieron la voz de la misma mujer que vivió con ellos, tres años atrás, la que se hizo pasar por compañera de estudios de Rosa Antonia ante los ojos del pueblo. “Mamá, papá, Toño, no me dejen ir sola, vamos todos para que no me hagan nada”, suplicaba la muchacha a todo pulmón, mientras la arrastraban por la sala. Toñito se abrazó de las piernas de su tía y pedía a gritos que no se la fueran a matar. “Tranquilo, hijo, nosotros se la devolvemos más tarde”, volvió a decir la misma mujer. “Por qué no le dice a su soldadito que venga a defenderla”, dijo uno de los hombres. “Ustedes esperen aquí”, atajó el jefe a los viejos y a Toño.

Rosa Antonia alcanzó a ver la cucaracha que se comía los rabitos de yuca que ella había dejado en el plato, miró el viejo pergamino que le dieron a su papá como mención de honor seis años atrás y que colgaba en una pared de la sala, recibió el aire fresco de la madrugada cuando la sacaron a la calle, lloró más al tropezarse tres cuadras más allá con la fritanguera que venía de la verbena con sus motetes en una carretilla. “Ay, señora Carmen, me van a matar”, le dijo. Fue la última frase de su vida.

Tuvieron que velarla con el ataúd cerrado para evitar que la gente le viera el pedazo de cuero cabelludo vacío que le dejaron por cabeza.