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Lo pasado se guarda en bolsas Forceflex

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La casa se dibuja intransigente a todo esto que cuento y que no tiene otro propósito que el de llenar de negro los espacios blancos, disimular lo absurdo de una historia que ya ha sido desdibujada. La casa se queda estancada en un lugar hecho de ruinas, y como si se tratase de la Roma de Petrarca, tangente a lo presente, tangente a lo que pasa, es una casa hecha de anhelo, una sombra clara y precisa de alguna realidad previa a este segundo en que respiro.

Como todas las ruinas imaginarias ésta es una que no puedo tocar, y que al querer atravesarle el dedo, para saber si lleva muros de cemento o guayaba, se me diluye entre millones de capas de fieltro. Tal vez mi casa sea tan utópica como la de Salvador Garmendia, pero qué importa, si da lo mismo que esté o no, que sea o no; y es que sólo puedo ver esa casa, esta casa, aquella casa, a partir de un conglomerado de imágenes que se confunden y en el que no logro descifrar en qué tiempo exactamente es que habita una pared o la siguiente. La casa se ha ido elaborando como un anhelo caprichoso en el que una capa de casa puede negar la capa consecutiva y luego, tal vez a un mismo tiempo, confirmar que ambas existen en ese instante en que ya se habían tachado, desglosado, borrado. No es coherente, no quiere serlo. La memoria no parece tener principio ni fin tampoco el recuerdo de la casa. No hubo un “antes” ni un “después" porque la casa había existido desde siempre, desde ese instante en que alguien la creyó hecha de bordes y pasillos.

A veces resulta que la misma casa parece tener sólo dos esquinas y no cuarenta y dos, entonces esa imagen, la de una línea continua, es la que nadie cree que sea en realidad una casa con puertas y ventanas.

Mi casa, que no es mía, es tan etérea como el planeta Plutón, que no es planeta. Es una casa hecha de puertas cerradas —para que nadie entre, para que nadie se asome y descubra los milímetros de casa que gritan mi nombre. Sólo se entra a ella para incendiar las formas del sentimentalismo, hacerlas crecer en una llama incalculable de autodesolación.

*

La casa no es más que una historia contada que deja de existir en el momento en que se quiere recordar exacta e igual a cuando se vivió en ella.

 

Casa contada

Marta trataba de escribir la historia de la casa pero las voces quisquillosas del tiempo le gritaban una y otra vez frases de todo aquello que debía evitar. Le parecía que escribir así perdía todo el sentido, que no valía la pena hacer el esfuerzo porque el resultado sería enteramente el mismo de antes, nulo. Llevaba más de seis casas contadas y ninguna le complacía. Viajaba de una página a otra con la desesperación de quien no encuentra dónde pasar la noche un día de lluvia helada. Alguna vez había escuchado la historia del hombre que vomitaba casas y había querido transcribirla, pero la historia carecía de todos los sentidos posibles, y una inmensa duda escrita en líneas de miedo se le inflamaba en los senos del cráneo y le dolían los pómulos de tanto fluctuar entre una idea y otra.

Se resignó a contar la historia que no había querido escribir. Aquel hombre al que sólo llamaremos hombre —porque desconocemos detalles de su vida— caminaba sin esfuerzo, contaba cien exactos y era entonces cuando nacía de su boca alguna casa. Ya no sentía horror, se había acostumbrado a la bilis, al estómago vacío, así que seguía caminando a largo paso para concluir alguna diligencia importante, tal vez el pago de la electricidad o el del servicio de teléfono, y cuando volvía a contar los cien pasos vomitaba de nuevo. No sabía de dónde le nacían tantos muros ni tantos techos y preguntárselo a sí mismo era tan absurdo como tratar de imaginar el punto donde termina el infinito. No podía negarlo, detrás de él se superponían casas de todos los tamaños, se acumulaban unas encima de las otras y aunque no las había contado le parecía que el número acumulado a sus espaldas era semejante al número de estrellas que se desplegaban en el cielo, quería ser romántico al respecto, después de todo ya había creado una ciudad entera y podía darse el lujo del cliché una y otra vez.

*

Marta se detuvo, no quiso seguir pensando en las casas vomitadas, le asustaba la idea de creer que un hombre alguna vez hubiese vomitado aquella casa pequeña en la que había crecido y prefirió incurrir al recuerdo, a la memoria del lugar que alguna vez habitó. Pensaba en la casa como un objeto que crecía entre sus dedos, y que se iba ensanchando y alargando en la medida en que el recuerdo adquiría volumen. Recordar una casa era tan igual a inflar un globo de agua y por lo tanto no muy distinto a meterla en una bolsa Forceflex. Dejó olvidado al hombre que vomitaba y recurrió a aquel que huía de la memoria absurda.

La casa no había nacido en donde está, alguien la había movido, la había trasladado desde la frondosidad de la selva hacía algún páramo seco y frío. No recordaba si el nombre de aquel desafortunado sería Jairo o Isidro, eso sería lo de menos, lo importante era entender que la casa se había movido y como Jairo le resultó un nombre más común al pueblo, decidió que su protagonista se llamaría así.

*

A Jairo le pareció escuchar el ruido de un temblor, se asomó por la ventana del cuarto y observó que las calles vacías se habían inundando de mujeres y hombres a caballo y la palabra anacronismo se le dibujó en medio de los labios. ¿De cuándo a acá se ha visto una avalancha de hombres gritando un “gloria” nauseabundo? —se preguntó mientras el ruido se hacía eco del presente.

Miró de nuevo con cuidado para tratar de encontrar una cámara de video en algún punto de la calle, o tal vez a un miembro de algún equipo técnico; le parecía natural que se tratase de una de esas tantas películas post-coloniales que en este nuevo siglo se producían en el país, pero sus ojos no conseguían nada ni nadie que respondiese a tal lógica y mientras su mirada se esforzaba por encontrar a un otro que respondiese a los hechos, el mundo se le iba haciendo más y más silente. La calle se había despoblado para entonces, y ya ni los caballos relinchaban a lo lejos. Los vecinos a quienes esperaba encontrar asomados por alguna ventana no eran sino una prueba más de ausencia, y comenzó a imaginarlos a todos y a cada uno de ellos pegados con tirro blanco a las puertas de cada casa abandonada —tal vez con los dedos y brazos en forma de antena parabólica.

Sintió el horror de lo imaginado y corrió en dirección a sus pertenencias, decidió recoger todas y cada una de ellas y empacarlas en la maleta de ruedas que lo había acompañado en el último viaje hacia la capital. Se detuvo dos segundos antes para ubicar el celular y no llegó a percatarse de la lucecita que prendía indicando la llamada perdida. El miedo se había apoderado de sus actos, le impedía responder a lógicas modernas. Ya no pensaba que era extraño haber visto hombres cabalgando como si se pasearan por la guerra.

Su instinto de supervivencia lo había obligado a la huida y era esa palabra: huida, la que le iba dibujando los bordes rectangulares del espacio en que había vivido tranquilamente desde el día en que firmó el contrato de compra. Tenía que escapar de lo que fuese que estaba ocurriendo y no sin antes recoger lo que era suyo, lo que llevaba años enteros recolectando entre muros. Pasaron pocos minutos y cuando ya nada más parecía caber comenzó a desesperar, no quería dejar todos los libros con los que había convivido por más de quince años, temía perder las notas que había hecho al margen de la Ilíada para poder recordar los tantos nombres que se multiplicaban como roedores a lo largo del poema de Homero, tampoco quería perder la mesa de madera del rincón, ni la litografía del cuadro de Reverón que recién había mandado a enmarcar, después de todo, le había costado unos cuantos miles de bolívares ponerle el marco de bambú. Intentó empujar un balón de fútbol —por si luego se encontraba con quién jugar alguna caimanera— pero cuando vio que no estaba empacando los guayos sintió la rabia reventarle en el pecho. Sabía cuál era el destino de una casa abandonada, sabía que en pocos minutos pasarían los últimos, los que saquean y dejan las casas vacías de objetos, y temió perder las notas de la Ilíada, los guayos, la mesa y por supuesto el marco del Reverón. Fue en medio de esa rabia cuando por fin el pensamiento se le empapó de una sola idea: lo mejor sería llevarse la casa entera.

Buscó una bolsa blanca Forceflex y sin más ni menos comenzó a arrancar las raíces de la casa, la desprendió con cuidado de artesano para no dañarle la pintura del frente y la acomodó adentro con ese mismo espíritu de creador. Se aseguró de que las hojas del helecho, el que guindaba al lado de la puerta principal, no se desprendieran, y lamentó dejar las trinitarias, porque sabía que éstas no soportarían el paso del tiempo y que terminarían dejando una enorme alfombra morada que dañaría el piso de ladrillo que apenas dos días antes había terminado de instalar.

Lo importante era llevar la casa consigo, no sabía a dónde pero llevarla al fin a algún lugar en el que las goteras de agua no se corrieran hacia adentro ni inundaran las habitaciones en las que reposaban las camas. Llevarla para que nadie más entrara en ella, para que nadie pudiese robar la foto de Luisa que reposaba encima de la consola, para que nadie abriese el refrigerador y lo desocupase de huevos, leche o verduras. Pensó que una vez que todo se calmase sería buena idea llevársela al pintor, había notado las grietas en las paredes roídas, había notado también que las columnas del corredor interno estaban un poco desbalanceadas y que sería necesario enderezarlas, le parecía un buen plan hacer una lista de todos los detalles reparables y por lo tanto de todos los lugares a los que tendría que ir para restaurar ese lugar al que muchos sabiamente denominaban “templo sagrado del espíritu”, quería pensarse a sí mismo a partir de la casa y por eso no podía dejarla olvidada como lo habrían hecho el resto de los vecinos, la casa se venía con él pesara lo que pesara.

Se ilusionó pensando en visitar al plomero, luego al electricista, más tarde al albañil y decidió dejar para el final la visita al pintor. Sólo había un detalle que debía resolver y era cómo hacer cada vez que llegase a tales lugares para dejar la casa metida en la Forceflex en medio de la calle, no quería que le robasen ni las vigas que soportaban la estructura, tendría que hacer algo, tal vez buscarse un candado MUL-T-LOCK para asegurar que nadie abriese la bolsa, que nadie supiese que con él viajaba una casa llena de objetos. Sus objetos.

*

Marta pensaba en su casa como una casa que había sido trasladada en una Forceflex, le parecía lógico y es que no era posible traer los troncos uno tras otro con tal facilidad desde el Amazonas, no, la única explicación debía ser que la casa había sido trasladada en su totalidad. Pero la historia de Jairo no era una historia culminada, venía cubierta de dudas y por lo tanto no respondía a su pregunta de cómo una casa era capaz de viajar de un lugar a otro. Recordó que así como Jairo llevaba una casa a cuestas había visto alguna vez a una mujer caminando por la Plaza Bolívar mientras recogía palabras que la gente dejaba tiradas en las esquinas.

*

La mujer arrastraba con esfuerzo la Forceflex y no era para menos, porque ésta pesaba lo que pesan las palabras acumuladas a lo largo de siglos y siglos de escritura, Marta imaginaba que en verdad cargar las palabras no podía ser algo fácil. Si con tan sólo cargar un par de libros una cuadra ya sentía las venas de los brazos dilatarse, no podía imaginarse lo que sentiría si le tocase arrastrar aquel cúmulo de palabras, le parecía que incluso llevarse una casa a cuestas como Jairo sería mucho más simple, después de todo, la casa al menos era finita, podía tocarse, en cambio las palabras...

Sólo aquella mujer estaba destinada a cargar la Forceflex llena de un mundo hecho de signos. En esa bolsa se acumulaban historias, se descomponían y luego se volvían a formar como nuevas frases. Todos los verbos, adjetivos, adverbios, pronombres, sustantivos, artículos y demás formulaciones lexicales cabían en ese espacio tan efímero, tan absurdo. Y aunque nadie más sabía de dónde venían las palabras, ella podía presentir cuando alguien estaba a punto de robarle una para usarla en el camino.

Como si se tratase de latas recogía palabras que la gente botaba en los basureros, las recogía sin la esperanza de recibir algún dinero extra, y es que quién iba a pagar por todo un caos comprimido en una bolsa blanca.

*

La mujer que arrastraba palabras, arrastraba con ellas la descripción de una ciudad, seguramente la de un país entero, y por qué no, alguna definición extensa de los miles y miles de universos que se extienden más allá de este cielo. Se paseaba de una esquina a la otra recogiendo recuerdos ajenos. En uno encontró el de un loro que adivinaba la suerte o mejor dicho el de una mujer a la que el loro le adivinó la muerte. El rostro del hombre que cargaba al loro era tan indescifrable como los caracteres árabes de la tienda turca y ella que recogía palabras no podía saber del árabe ni del coreano, porque ese oficio le competía solamente a un nativo del idioma. Mientras aquella otra mujer —a la que llamaremos Delia para no confundir la una con la otra— se inclinaba y decía loriiito, loriiito, lorito, simulando ternura en la voz, el loro le respondía: muerta, muerta, muerta y Delia con una expresión que apuntaba al desconcierto se alejaba sin pagar los cinco bolívares que costaría la predicción auténtica del suicidio, tres días más tarde se habría lanzado por el viaducto como tantas otras mujeres y hombres a los que el loro les había adivinado la misma suerte. El loro no era sino un farsante, o mejor dicho una especie de alumno freudiano que generaba el futuro, lo disparaba, en dirección a su antojo. Ahora bien, no era el loro el culpable, sino el hombre que halaba una pluma u otra según su propio antojo y quien escogía la predicción más indicada según el interés caprichoso de su ego. El loro era una marioneta, y sí, un farsante al fin. Ventrilocuismo absurdo.

La mujer había recogido la historia del mismo modo como minutos antes había recogido la palabra anhelo y ahora llevaba ambas, historia y palabra, arrastradas en ese enorme bulto que le servía de cama algunas veces.

*

A Marta le parecía que el progreso no era sino un señor mal interpretado, que la casa desaparecía antes de haber nacido, y que por eso no había forma de quedarse en una sola casa o de escribir aquella que tanto recordaba con anhelo y que sentía estaba en el lugar equivocado, en la ciudad equivocada, en el país equivocado. No se podía contar la historia de una única casa, porque cada casa era en verdad millones de casas, una encima de la otra, como las casas vomitadas, como las casas acumuladas en la Forceflex. La casa se perdía en el recuerdo no de uno sólo sino de todos aquellos que alguna vez la hubiesen atravesado, y más aun en la formulación de la idea de la casa, es decir que cada vez que un alguien describía una casa había que pensar que esa casa ya era una casa perdida y que en el futuro si se le volvía a preguntar a esa misma persona por esa misma casa empezaría a contar la historia de una nueva casa, distinta a la que años, meses o días antes había descrito con cuidado. Marta pensaba que incluso cuando se describe una casa de igual manera dos veces la casa agarra otro color, porque depende de los tonos del día o de la hora o el segundo en que ha sido contada, es por eso que decidió olvidarse de la casa para no sufrir como siempre la pérdida inevitable de un espacio que nunca le ha pertenecido.