Letras
Dos relatos

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Claroscuro           

Ya he vuelto a casa caminando como un tigre cansado. Y me inquieta tu recuerdo, que se revuelve violentamente en mi cabeza, y siento como si estuviera encerrado en una extraña catacumba.

Entierro mi cabeza bajo la almohada y bajo la persiana, pero se cuela un poco de luz, una luz anaranjada, una luz que llega a través de alguna vidriera, formando un claroscuro.

Cuando recuerdo tu cuerpo, siento ganas de llorar. De llorar y de arañar con los dedos. Ganas de llorar al recordar tu pelo cayendo en cascada sobre tu espalda, al recordarlo también como una cortina de seda alrededor de mi cara, formando una especie de mosquitera. Ganas de llorar al recordar tu celulitis, perfectamente diseñada bajo tu piel. Tan femenina, tan imperfecta, tan musical.

Y realmente siento las lágrimas con las yemas de los dedos, mientras estoy apoyado en el borde de la cama.

El aire acondicionado no funcionaba bien del todo, y emitía un sonido grave. Sentía el aire frío y áspero secándome la boca y la garganta, penetrando en mi columna vertebral y en mis costillas, mientras me clavabas tus dientes en la cara y tus uñas en la espalda. Y me asomaba al balcón de tu boca. Una boca que luchaba por ser más grande y se estiraba como un chicle.

Y tú me susurrabas mentiras al oído. Mentiras que entraban para no salir, mentiras que suplicaban en voz baja. Mentiras con aroma a chicle mezclado con saliva; un aroma empalagoso que te persigue a todas partes.

No quiero olvidar la idea de que soy tu combustible, y tú, una máquina de vapor. Una máquina inmortal. Una máquina en cuyas tripas prendo como carbón para transformarme en una energía superior. Donde emerjo evaporado para fusionarme con el aire, y vuelo como un pájaro, y de ahí caigo nuevamente a tus manos para sentir el olor a crema. Una crema pegajosa que, entremezclada con tu sudor, forma un cóctel irresistible. Y yo intento zafarme inútilmente, hasta que me canso y permanezco inmóvil, prisionero en tus manos para siempre.

Quisiera pensar que abro mi armario y encuentro aquel vestido que parecía una sábana de fuego azul, y acaricio su seda fría con mi cara. Tus zapatos de nuevo tirados por ahí, con la suela gastada, marfileña. Tus pintalabios y tus huellas de carmín impregnándolo todo de brillo. Tus interminables pelos negros que se quedaban pegados en el asiento del coche. Tus constantes caprichos y devaneos, que sin duda eran mayores que los míos.

 

Dentro del matadero

Vuelvo al matadero de nuevo y las sensaciones son siempre las mismas. Ha pasado algún tiempo desde la última vez y algunas cosas han cambiado, pero sigo percibiendo ese aire tenebroso que flota en el aire. El mismo frío metálico, los mismos charcos de sangre pegajosa en el suelo, el olor a carne y a muerte que lo impregna todo. Un olor que te persigue a todas partes.

La nueva legislación nos obliga a colocarnos antes de entrar una especie de impermeable de plástico transparente y un gorro, que ahora es estrictamente necesario para evitar cualquier posible contaminación.

Casi sin darme cuenta, me encuentro dentro de la sala de sacrificio. Las terneras luchan y se agitan mientras cuelgan de una pata. Una especie de cinta transportadora se encarga de moverlas. Un tipo con una camisa blanca salpicada por todos lados de sangre, y con la cara visiblemente triturada por el acné juvenil, coge su pistola de aire comprimido y las dispara en la cabeza con determinación. Es un asesinato en toda regla. Inmediatamente después, son abiertas en canal y vaciadas por el matarife con ayuda de su cuchillo de la forma más silenciosa posible, mientras siguen agonizando. El cuchillo para el matarife es como el loro para el pirata. Es una prolongación de su mano y lo maneja de forma absolutamente magistral.

Un escalofrío me atraviesa como un rayo y, con la barbilla clavada en el pecho y las manos en los bolsillos, cruzo esta sala a toda prisa para introducirme en la siguiente. La siguiente cámara contiene terneras casi completamente limpias de vísceras y piel, pero sin embargo algunos músculos se siguen contrayendo. Un tipo con ropa azul celeste se encarga de inspeccionar de manera muy sobria todas las piezas mientras escribe las anotaciones necesarias en un cuaderno. El proceso es realmente más complejo y más serio de lo que se pueda pensar.

A pesar del lógico malestar que produce el matadero inicialmente, se respira una serenidad desconcertante, muy propicia para la reflexión. Es paradójico que en un lugar de sacrificio, uno encuentre una calma tan profunda y tan pura. Pero aquí todo parece ir a cámara lenta. Estamos en una especie de burbuja helada. Somos personas frías en cámaras frías haciendo o viendo actos con gran frialdad. Y eso nos hace distanciarnos del mundo y mantenernos contrarios al ritmo de todas las cosas.

Los trabajadores del matadero, a pesar de su aparente aspecto gris, rebosan una tranquilidad y optimismo admirable. Normalmente jamás pierden la concentración y se encuentran absortos en su labor. Muy pocas conversaciones, muy pocas distracciones, muy pocas sonrisas, muy pocas bromas. Este trabajo es realmente serio.