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Neruda por Lorca / Lorca por Neruda

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Federico García Lorca llega a Buenos Aires el 13 de octubre de 1934; antes de esa fecha la prensa escrita venía anunciando su llegada y con palabras elocuentes afirmaba que se trataba del renovador más importante del teatro y la poesía contemporáneos en lengua hispanoamericana. Arribó para el estreno de su obra teatral Bodas de sangre; casi de inmediato entabló amistad con Pablo Neruda. El poeta granadino lo conquistó por su jovialidad, su risa, su entusiasmo contagioso, sus cantos y sus bailes. En las reuniones informales y alocadas —frecuentes por aquellos días bonaerenses—, Pablo se retiraba gustosamente a un lado mientras Lorca interpretaba al piano canciones de sus amigos compositores.

Emprendieron una sólida relación, tenían aspectos afines no sólo intelectuales sino también biográficos, elementos contribuyentes para que se vieran con frecuencia, pues el padre de Neruda no era amigo de bohemios ni de artistas y, como el de Federico, se había quedado en una pieza al darse cuenta de que tenía un hijo poeta.

Se conocieron en casa del novelista Pablo Rojas Paz, cuya esposa Sara Tornú fue obsequiada con un regalo muy especial que testimonia la colaboración de Lorca, se trataba de unos poemas de Neruda copiados a máquina y bellamente encuadernados titulado Paloma por dentro o sea La mano de vidrio, ilustrados a tinta china con una serie de diez escalofriantes dibujos lorquianos. Los poemas reflejan el estado de ánimo de Neruda, presentes un profundo hastío, honda desilusión sexual, obsesión con la muerte y una colérica repulsa de los valores burgueses. Los dibujos de Lorca encajan en la línea temática de los que había realizado en New York; manos cortadas, gotas de sangre, esqueletos, marineros con las cuencas de los ojos vacías, la cabeza del poeta convertida en calavera que según Ian Gibson, recordaba a Dalí ocho años antes, las cabezas cortadas de Lorca y Neruda observadas por una luna en cuarto creciente o tal vez menguante, si Lorca tomó en consideración el cambio de hemisferio. La relación entre poemas y dibujos inducen a pensar que ambos poetas tuvieron excelente entendimiento en aquellos meses.

En sus memorias Confieso que he vivido, Neruda recuerda una aventura compartida con Lorca al coincidir en una estruendosa fiesta en las afueras de la capital argentina, ofrecida por el rico propietario del periódico Crítica. Durante la cena se dio una situación original entre una joven y el poeta chileno, circunstancia que dejó pasmado al andaluz pero que no le impidió su misión de celestino, aunque del hecho salió accidentado al dar un traspié que lo hizo caer a la piscina dañándose una pierna.

Luego, el 20 de noviembre, Lorca y Neruda protagonizan un “happening” en el curso de una comida brindada en su honor por el PEN Club. Ambos poetas admiraban profundamente a Rubén Darío, que vivió en Buenos Aires y escribió el Poema a la Argentina; les pareció injusto que en esa ciudad el gran nicaragüense estuviera olvidado. Decidieron no sólo hablar de Darío sino ofrecer algo especial, y surgió un discurso “al alimón” sobre el bien afamado poeta. Neruda se sentó en un extremo de la mesa y Federico en el otro, los organizadores y comensales estaban intrigados por lo que sucedería, fue necesario explicar por parte de Lorca la significación del “toreo al alimón” puesto que en Argentina no se conocía; los poetas llamaron la atención sobre la falta de monumento a Darío en Buenos Aires y sobre el hecho de que por lo visto no había calle o plaza, y ni siquiera una floristería, que llevase su nombre. Ambos estuvieron dispuestos a admitir que parte de la obra de Darío pecaba de exuberancia, pero ello no le restaba a sus virtudes como un grandísimo poeta.

García Lorca regresó a su país y en breve le continuó Neruda; era mayo de 1934 cuando desembarcó en España. Arribó, como el mismo expresara, “en el momento propicio y único”. La estancia diplomática en Barcelona duró unos pocos meses, pronto fue designado para relevar en el consulado chileno en Madrid a la gran mujer, artista y colega Gabriela Mistral. No muchos lo esperaban en la estación, allí sólo estaba Federico con un ramo de flores en la mano. Esta acción y presencia de Lorca fue estimada altamente por Neruda; de ahí su afirmación al expresar que con su única asistencia “bastaba y sobraba”.

El 18 de agosto de 1934 le nace a Neruda su hija, acontecimiento que le produjo gran contento y euforia; imprimió tarjetas anunciando el suceso a todos cuanto pudo, comunicó que se llamaría Malva Marina. El hecho es acogido con enardecimiento entre los amigos, el más gozoso fue García Lorca quien se marchó a casa en secreto y escribió un poema que —a excepción de unos pocos, el padre entre ellos— sería conocido cincuenta años después; lo tituló “Versos en el nacimiento de Malva Marina Neruda”. La niña prematura estuvo a punto de morir, situación para motivar a Lorca a hacer una especie de conjuro para que viviera, invocando la salvación de su cuerpecito y de su alma. Para Federico, que murió antes que la niña, quizás pensó que habían sido escuchados sus ruegos, mas no pudo salvarse él, tampoco a la pequeñita del amigo.

Durante esa etapa española Neruda andaba vinculado con la generación de poetas más jóvenes —luego denominada y reconocida como la Generación del 27—, los distintos, los que marcaban las diferencias con los grandes viejos. De todos ellos fue Lorca el más generoso y popular, y quien lo introdujo ante el público español. Lo presentó en una conferencia-recital en la Universidad de Madrid el 6 de diciembre de 1934; allí dijo:

Y digo que os dispongáis para oír a un auténtico poeta de los que tienen sus oídos amaestrados en un mundo que no es el nuestro y que poca gente percibe. Un poeta más cerca de la muerte que de la filosofía, más cerca del dolor que de la inteligencia, más cerca de la sangre que de la tinta. Un poeta de voces misteriosas que afortunadamente él mismo no sabe descifrar; de un hombre verdadero que ya sabe que el junco y la golondrina son más eternos que la mejilla dura de las estatuas... Pero no todos los poetas tienen el tono de América. Muchos parecen peninsulares y otros acentúan en su voz ráfagas extrañas, sobre todo francesas. Pero en los grandes, no. En los grandes cruje la luz ancha, romántica, cruel, desafortunada, misteriosa de América. Bloques a punto de hundirse, poemas sostenidos por un hilo de araña, sonrisa con un leve matiz de jaguar, gran mano cubierta de vello que juega delicadamente con un pañuelito de encaje. Estos poetas dan el tono descarado del gran idioma español de los americanos, tan ligado con las fuentes de nuestros clásicos, poesía que no tiene vergüenza de romper moldes, que no teme al ridículo y que se pone a llorar de pronto a la mitad de la calle.

En Madrid estaba casi siempre con Federico, en su casa o en donde la de Carlos Morla, allí Lorca se divertía junto al ingenioso compositor chileno Acario Cotapos, ambos hacían de las suyas y cuando a Lorca se le pedía que cantara, éste respondía: “No, estoy acatarrado y me atormentan al menos seis dramones”. Pero a fin de cuentas cantaba.

Neruda acostumbraba a asistir a las representaciones del Teatro La Barraca, dirigido por Federico; se iba con los artistas de gira por los pueblos y aldeas españolas, al regresar a Madrid se sumergían en la Casa de las Flores, donde mucha gente arribaba con comidas y bebidas. Disfrutaban en ocasiones durante tres días y tres noches, entonces recordaban los ocho meses en Argentina y Uruguay. Para Lorca la pampa era “lo más melancólico del mundo, lo más traspasado de silencio”. A veces conversaban de política y se angustiaban con lo que estaba sucediendo en España, era entonces que el andaluz presagiaba: “Van a pasar cosas horribles”.

Con frecuencia Lorca se desaparecía y sus amigos no sabían de él, se evaporaba, luego aparecía como el infante sabedor de que ha cometido falta. En cierta ocasión reapareció en una de las tabernas madrileñas frecuentadas por Pablo y los amigos comunes, sacó un pañuelo blanco de su bolsillo, lo extendió en el suelo y se arrodilló ante el chileno, pidiéndole perdón con toda la gracia, la picardía y la gitanería del mundo; allí le entregó su nueva creación, Sonetos del amor tardío, eran unos veinte poemas de cuyo destino se preguntaría luego Neruda: ¿qué pasó con ellos?, ¿fueron fusilados?

El 11 de julio de 1936, Federico tomaba en casa de Pablo un gazpacho andaluz del que Rafael Alberti proclamaba su deleite; a la sazón llegó la noticia de que Mussolini había invadido Etiopía y Hitler ocupaba Renania. En el club Anfistora se ensayaba la obra de García Lorca, Así que pasen cinco años. Siete días después se había dado cita con Pablo a fin de asistir juntos al “catch as catch can”, dirigido en Madrid por el chileno Bobby Deglané, al encuentro Federico no acudió, era el 18 de julio de 1936; después Neruda supo que se había marchado a su Granada.

La noticia de la muerte de García Lorca llegó a Madrid el 9 de septiembre, Pablo se entera por los gritos de los vendedores de periódicos, no aceptaba esa muerte, tampoco el azar, ni la responsabilidad de las autoridades republicanas. Para él Federico García Lorca era:

[...] como una guitarra, alegre, melancólico, profundo y claro como un niño, como el pueblo. Si se hubiera buscado, difícilmente, paso a paso por todos los rincones a quien sacrificar, como se sacrifica un símbolo, se hubiera hallado lo popular español, en velocidad y profundidad, en nadie ni en nada como en este ser escogido. Lo han escogido bien quienes al fusilarlo han querido disparar al corazón de su raza. Han escogido para doblegar y martirizar España, agotarla en su perfume más rápido, quebrarla en su respiración más vehemente, cortar su risa más indestructible. Las dos Españas más inconciliables se han experimentado ante su muerte: la España verde y negra de la espantosa pezuña diabólica, la España subterránea y maldita, la España crucificadora y venenosa de los grandes crímenes dinásticos y eclesiástico y frente a ella, la España joven, nacida a una esperanza de progreso y justicia social, la España radiante del orgullo vital y del espíritu, la España meteórica de la intuición, de la continuación y del descubrimiento, la España a la cual pertenecía Federico García Lorca...”. “Su persona era mágica y traía la felicidad”.

Tampoco quienes conocieron las circunstancias de su asesinato —dígase clase media de Granada— se tomaron la molestia de aclarar para la posteridad cómo había sido la muerte del poeta, aspecto que no escapó de la memoria de Pablo, y lo dejó plasmado en su trabajo Viajes: Al corazón de Quevedo yPor las costas del mundo, publicado en Santiago de Chile en 1947, allí dice: “Desde entonces no sabemos nada, sino su propia muerte, el crimen por el que Granada vuelve a la Historia con un pabellón negro que se divisa desde todos los puntos del planeta”.

Esa muerte fue estremecedora, impactante, desgarradora y revolucionadora en la vida y obra de Pablo Neruda, a partir de entonces lo vio todo más claro, el mundo cambió y la poesía también. La sensibilidad de Pablo creció más y ya era grande, se reflejó de inmediato; escribió el poema “Explico algunas cosas”, que constituye una declaración iluminadora de lo que estaba sucediendo en el artista a la llegada de la guerra. A corta distancia otros poemas le continuaron, con ellos conformó un volumen que luego daría la vuelta al mundo porque expresa el brusco cambio que la guerra, partiendo del asesinato de García Lorca, le había emanado en su espíritu. Es el libro España en el corazón.

El recuerdo y la imagen de Lorca en Neruda le acompañaron siempre, ello lo irradió incluso en las casas donde habitó, aunque quizás con mayor énfasis en la que ocupó a su regreso a la patria al término de la Segunda Guerra Mundial, la ubicada en Santiago de Chile, en la calle Simpson donde levantó en medio del extenso patio un escenario de teatro. También en la de Isla Negra dejó grabado su nombre a perpetuidad.

Años después, cuando ya lo acechaba la muerte y la tragedia del septiembre chileno se aproximaba, once días antes del golpe fascista le visitó Luis Corbalán, a quien le comentó su preocupación de lo que veía venir; el amigo trató de tranquilizarlo diciéndole que a él no podían tocarlo, pero Pablo le respondió con la serenidad y seguridad de lo que afirmaba. “Te equivocas, García Lorca era el príncipe de los gitanos, y ya sabes lo que con él hicieron”.

 

Bibliografía de referencia

  • Gibson, Ian (1998): Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca. 3ª edición. Plaza & Janés, Barcelona, pp. 435-439.
  • Teitelboim, Volodia (1990): Neruda. Editorial Arte y Literatura. Ciudad Habana, pp. 153-244.