Artículos y reportajes
FotografíaFotografía

Comparte este contenido con tus amigos

De un peculiar color y detenimiento baña la fotografía a la realidad. Fotografía es el instante detenido de una escena. Aun más que el cine, la fotografía imprime tétricos personajes a sus objetos y personas. Les saca una esencia que no vuelve, que se queda como ahogándose en el instante en que suceden. Resume las escenas próximas a desaparecer; las traduce en una nueva vida con su hálito sepia y sus colores de un húmedo sin vuelta. La helada sala donde duermen los hombres sudorosos que se quedaron para siempre, al flash incandescente del magnesio. He ahí el instante, ahí la agonía cerrada, la cápsula de palabras que fulge su poesía. Podría alargarse el destino proscrito a las repeticiones, mas una fotografía lo resume; al captar sólo su momento, toma una brizna de la toda historia, como un omnisciente narrador que no se entrega a su universo total, sino a lo precario de un momento sagrado. Un film sería ya un pequeño universo con más bifurcaciones en este universo sin fin. La fotografía luce su ceniza de agua en los ojos traslúcidos, en las sonrisas un poco amargas, porque saben que lo caduco aguarda. No hoy, no mañana; es el miedo por el momento inesperado lo inscrito en esos sus otros personajes de escena negativa a los que la fotografía da su baño de una secreta agonía, de amarga ceniza de que aún todo es precario en este universo, sucesión espantosa, azogue manando de manera constante su espesura quieta, sólida, atrapada en el cuadro. Qué sucederá tras la muchedumbre de personas resistiendo su muro de carne y sensaciones suspendidas en el marco; qué sucede más allá de esa realidad flotante, colágena, suspendida en un sepia trascendente, en unos colores sin morada de regreso. Su perduración es oclusiva, real; una fuerza vertical y suspendida si las ventanas prendidas claman su plenilunio día a la bajada del crepúsculo. Se agitan las puertas de la vida, las ventanas encendidas de esa casa blanca que es el alma aflorando su universo de luz, y prosigue. La casa blanca, el perro fiel, el organista fantasma. El niño correrá sobre el césped para que el gruñón checo ya no quiera reconciliarse con nadie. Tanta metafísica le ha malogrado un tanto de kitscha su ruina de ajenjo, a su podrido bagaje de azucenas caídas. Las bandadas del verano atrapadas en las espinas secas, las garras de las telarañas atraparon los Andes en un momento de hierba, en una precisión de siglos que sólo los mayas supieron controlar con incalculable engranaje que urde el tiempo calculado. La hosca ruina, la bruna sangre derramada, el erial revuelto por un arrasar constante de vientos alisios, de premoniciones sin nombre. Devoción por estar, y ser otro el personaje del cuento; resumido, descendiente, ramificado en el eco inscrito en los destellos fulgurantes, la trama implacable de un árbol genealógico. Rondan ancianos su sosegada esperanza, la mancha caótica blandiendo en el cordel, en el acto mismo en que el pájaro cruza la ventana de agua. Todo transcurre en cámara lenta aquí en esta cámara lunática de espeleología sagrada. El florero chino cae al enlosado de cerámica. Un hombre regresiona por todas las etapas de su vida hasta ser gen mismo, idea, castañetear inconexo de un razonamiento sin precedente, encajonado en los colores, en la luz captada por ese omnisciente fotógrafo de historias, de viñetas trascurridas en su tiempo y espacio que de a pocos sesga ese desmoronamiento pánico y sideral, de fin por todo elemento trascurrido, ese todo vertiginoso que surge en una escena soñada.