Sala de ensayo
Cristina Peri RossiPrecauciones del descenso, cobijo en el ascenso
Breve análisis del personaje principal de “Instrucciones para bajar de la cama”, de Cristina Peri Rossi

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Cristina Peri Rossi es una de las escritoras latinoamericanas más importantes de las últimas décadas. Autora de una obra vasta (que incluye poesía, ensayo y narrativa), destaca por la originalidad de su postura personal, en la cual se trasluce un delicado equilibrio entre tradición y ruptura, crítica y belleza, lirismo e ironía. Esta última característica se constituye como una de sus más distintivas, y se halla tan presente en sus textos que, en ocasiones, roza el sarcasmo. Éste, a su vez, se orienta, la mayoría de las ocasiones, hacia la crítica de las convenciones sociales. Observadora sitiada por su triple marginalidad —de mujer, de exiliada y de homosexual—, Peri Rossi se yergue inconforme ante las circunstancias y las obligaciones que no contribuyen a la consciencia y a la felicidad que, para ella, se afincan en la configuración individual de un mundo en el cual sea posible disfrutar las propias pasiones.

Éstas, a causa de los duros convencionalismos sociales, pueden resultar un tanto excéntricas para quien no las cultiva; aun más, pueden parecer absurdas o inexplicables. Esta idea conforma el sustento del volumen de cuentos El museo de los esfuerzos inútiles, el cual reúne, bajo una interesante concepción de los museos como historia paralizada y cadavérica, un conjunto de historias íntimas e irrepetibles —y, no obstante, universales— que apelan a la naturaleza humana y demuestran que en todo hombre, por más irracional o cuerdo que parezca, subsiste un soñador inquebrantable. Para apreciar de modo más preciso estos aspectos, a continuación, analizaremos brevemente al personaje principal de “Instrucciones para bajar de la cama”.

En primer término, como algunas otras narraciones de la colección, el título, a primera vista, resulta bastante explícito; sin embargo, se reviste de otras posibilidades semánticas: pese a que probablemente se trata de un simple localismo, la utilización del verbo bajar para denominar la acción de salir de la cama resulta mucho más determinante para la significación del texto —como veremos más adelante— que el habitual levantar, que empleamos cotidianamente en México.

Por otra parte, la enunciación comienza con frases contundentes, en las cuales se definen los rasgos fundamentales de los personajes, el espacio y el tiempo; además del inicio de la acción. En este tenor, el narrador autodiegético se erige como el personaje predominante, a través del cual se introducen los demás; el espacio se reduce a la casa que habitan aquél y su familia, en especial a la sala (“el living”) y la recámara; el tiempo se tiñe de subjetividad y posee un carácter evocativo, de manera que viaja del pasado al presente e, incluso, proyecta el futuro. En cuanto a la acción, los acontecimientos se modifican debido a la óptica del narrador, sin la perspectiva ni la mediación de otros personajes. Esta fijación en la voz narrativa es tal que el cuento carece de diálogos, salvo un breve comentario de la hermana, inserto dentro de su propia interpretación y, por tanto, referido como discurso indirecto.

En este marco, un acto tan cotidiano como levantarse de la cama se torna extraordinario: despojado de su sentido, devela bruscamente los peligros que lo rodean; en consecuencia, el narrador los impregna, a través de su imaginación y su desconfianza en el azar, de una suerte de paranoia tan intensa que se apropia de todo el texto. A pesar de sus matices terroríficos, este comportamiento patológico no se halla desprovisto de ironía: por ejemplo, la advertencia que el narrador lanza a su familia cuando se prepara para bajar de la cama (“Mañana voy a bajar de la cama, tengan cuidado. [...] Consulten los relojes, sujeten los muebles, abróchense los cinturones”) se transforma, en unas cuantas líneas, en una parodia de la conmoción que desata dicho suceso y, simultáneamente, en un símil con el aterrizaje de un avión.

Pese a la constancia de las bromas irónicas, el discurso del narrador cobra otros matices. Sus argumentos contra la rigidez de las costumbres sociales, que conforman gran parte del cuento, tienden a la incongruencia. Por un lado, reprueba la impuntualidad y el miedo irracional al vacío que impulsa a la gente a llenar la casa de objetos inútiles; incluso, se aventura a sondear las convenciones que permanecen fuera del discernimiento de la generalidad, como el desorden con el cual las personas administran la luz del sol, sobre todo en el verano. Empero, esta última crítica, que podría funcionar como una recomendación para buscar el justo medio, se anula debido a otras trazas de su comportamiento.

En este sentido, por ejemplo, se abstiene de mandar tapiar la ventana porque “una disposición municipal lo prohíbe. Y [él es] muy respetuoso de las ordenanzas que rigen nuestra convivencia, de lo contrario, habría muchos más peligros de los que ya existen”. Con estas palabras, asume, a su pesar, que los moldes y los límites impuestos por la sociedad protegen contra el peligro del caos, de lo informe, del ser asocial. Estas dos instancias contradictorias, así, se imbrican en el sentido transformado de la estancia en la cama.

A lo largo del texto, se trasluce que el mayor temor del narrador reside en “abandonar el lecho, la protección de las sábanas, la posición horizontal o inclinada”. De este modo, en tanto refugio primordial, la cama se convierte en claustro materno; las sábanas, en tibio corion, y el personaje, encogido en posición fetal, en una criatura indefensa y dependiente, incapaz de enfrentar los rigores del mundo exterior. Esta conducta se intensifica mediante las acciones y las palabras del resto de los personajes. Para el narrador, “que alguien pretenda comprender [sus] temores los refuerza, pues demuestra que son reales”; en el mismo orden de ideas, cuando su hermana le ofrece voces de aliento, confiesa que “en la gentileza con que me brinda ayuda reconozco una suficiencia, un sentimiento de superioridad que me horroriza”. Su inferioridad y limitación desembocan, sin embargo, en un gozo casi infantil, cercano al narcisismo, que subraya su condición embrionaria: “Cuando consigo bajar, la primera sensación que tengo es de alegría: estoy muy orgulloso de haberlo conseguido”. No obstante, esta felicidad es efímera y desaparece tan pronto debe asumir un rol activo y socialmente adaptado: “Sé que en el suelo tendré que estar de pie, saludar a las personas, hablar de esto o de aquello”. Angustiado por la idea de tomar decisiones y tolerar a los demás, retorna a la protección del lecho y, con ello, al estatismo.

Éste, por su parte, resulta absoluto y se expresa en múltiples maneras, desde hacer colocar un cartel fuera de su habitación, hasta requerir la asistencia de la familia para bajar de la cama, comer y lavarse. Ello le provoca la sensación de ser “un muñeco roto, un mecanismo descompuesto. Un maniquí quebrado”. Tales afirmaciones desencadenan otro salto en la condición vital del narrador: en un principio, desde su perspectiva, estar de pie —es decir, convivir sobre la tierra— estrecha las semejanzas (y las competencias) entre los hombres. Lógicamente, su refugio en el lecho lo convierte en un hombre distinto; no obstante, estas comparaciones los transforman en un objeto antropomórfico, mas carente de esencia humana. Empero, ello, para el personaje, lejos de suponer una degradación, facilita su existencia, puesto que tales circunstancias no exigen el empleo de la voluntad ni el discernimiento; tampoco de la razón y las emociones. Concebido como pura pasividad, algunos de sus asertos, como sus pesadillas con los automóviles, adquieren un tono vacilante, producto de los prejuicios y la ignorancia; de manera contraria, al aislarse de la comunidad, como un sociólogo limitado a observar, se interroga sobre la naturalidad de algunas acciones humanas.

Como resultado, los lectores se hallan frente a algunas de las críticas sociales características de Peri Rossi, las cuales resultan muy útiles para comprender la caducidad y la validez de algunos valores de la sociedad contemporánea. En efecto, levantarse de la cama todas las mañanas, ponerse un uniforme y, junto con él, una etiqueta y un manual con instrucciones para comportarse (el cual incluye, por desgracia, la tácita renuncia a los deseos) contiene una fuerte dosis de absurdo, tanto como atrincherarse en la cama, acechado por temores infundados. Ambos actos, concebidos desde un panorama cotidiano, se revisten de un rígido automatismo. Esta pérdida de sensibilidad justifica que “desde la más remota antigüedad los seres humanos [hayan] realizado con perfecta naturalidad actos terribles”.

Desde este complejo panorama, el narrador no puede más que responder a la rigidez de la que huye con idéntica severidad. Por ello, le resulta imposible renunciar a la necesidad de decidir sobre cada movimiento con exactitud, con el objetivo de rechazar las “desagradables sorpresas”. De esta manera, según él, todo es susceptible de planificación, salvo el miedo. Éste, por su parte, no sólo se experimenta hacia el mundo exterior —como pánico a la compasión ajena, que refuerza sus temores, o a la calle y los automóviles—, sino que habita dentro de él: cuando baja de la cama, debe evitar a toda costa mirarse en el espejo, pues en él observa una imagen en la cual no se reconoce, precisamente porque, en su aislamiento —y consecuente metamorfosis en objeto—, se ha negado la posibilidad de construir y asir su identidad.

De esta forma, en “Instrucciones para bajar de la cama” coexisten dos universos, los cuales resumen a la perfección los conflictos y oposiciones hasta ahora examinados: el de arriba y el de abajo, con todas las implicaciones circundantes. Desde el punto de vista del narrador, el mundo de la cama se encuentra arriba: como el Cielo, es un sitio pleno de bondades y seguridad, donde no se padecen dolores, angustias ni deseos. Así, el sujeto, privilegiado, pues ha renunciado a las tentaciones mundanas, se absorbe en la pura contemplación, tanto de las potencias divinas superiores como de los estratos inferiores. El mundo de la tierra, en cambio, representa el azar y la indeterminación, las penas y los esfuerzos ocasionados por el descenso; es decir, la pérdida de la gracia. Para contrarrestar el caos, se convierte en un espacio social. Los contrastes entre ambas instancias, a lo largo del cuento, generan tensiones que, en último término, impiden que alguna de las dos resulte placentera o, al menos, cómoda para la existencia. Como conclusión, el narrador percibe que “ni acostado, ni de pie, el mundo parece sensible a nuestra participación. [...] Será, siempre, un mundo ajeno”. Con ello, da cuenta del desamparo humano, sobre todo cuando, incapaz de habitar el mundo —y, con ello, consagrarlo y apropiárselo, en términos de Mircea Eliade—, se deja aterrorizar por él.

 

Fuentes de consulta

  • Eliade, Mircea (1998), Lo sagrado y lo profano, Paidós, Barcelona.
  • Peri Rossi, Cristina (1983), “Instrucciones para bajar de la cama”, en El museo de los esfuerzos inútiles, Seix Barral, Barcelona, pp. 96-102.