Letras
Martes trece

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El martes, trece de julio del año mil novecientos noventa y nueve, supuso para mí el principio de un gran padecimiento. A las siete de la mañana, como todos los días, salí de mi casa para ir al trabajo. Al aproximarme a mi Seat León me percaté de que dos hombres jóvenes estaban en el interior de un coche negro, junto al mío.

Me miraban de un modo inquisitivo y desafiante. Aun cuando su actitud era un tanto extraña, para tan temprana hora, lo pasé por alto. Por mi forma de ser, habitualmente despreocupado, no di importancia al hecho.

Entré en el vehículo y, nada más arrancar, los dos sujetos salieron de su coche y se acercaron al mío intentando abrir la puerta. Tentado estuve de dar marcha atrás y salir huyendo, pero como generalmente afronto los problemas con entereza no tuve inconveniente alguno en bajar la ventanilla y pedir explicaciones por su comportamiento. En maldita hora.

Se identificaron como policías con sus respectivas placas, y ordenaron que parara el coche y bajara. Como no podía ser de otra manera y al no tener nada que ocultar, obedecí. En mala hora.

Con grandes aspavientos y brusquedades me “esposaron” y a empujones me metieron en el asiento posterior de su auto. A golpes de sirena y señales de “pirulo” me trasladaron a no sé qué comisaría de la capital.

Sin el menor tacto, sin escucharme y a empellones, me introdujeron en, lo que sin duda era, el cuarto de reconocimientos. Era una habitación alargada, con una pared rayada con marcas que indicaban alturas y un gran espejo en la de enfrente.

Me empecé a preocupar y a inquietarme cuando entraron en la habitación cuatro hombres, bastante más jóvenes que yo, más delgados e incluso más bajos. Vestían de forma similar y con una indumentaria muy diferente a la mía. Se pusieron dos a cada lado y sujetaban un cartón numerado, del uno al cinco. Me dieron un cartel con el número tres. Nos pusimos frente al espejo en posición de firmes y una fuerte luz procedente de un foco situado sobre el espejo, me deslumbró.

Nos ordenaron ponernos de perfil, primero del lado derecho y después del lado contrario. Cuando se apagó el foco, salieron los cuatro y me dejaron solo otra vez.

Transcurrido un tiempo que se me hizo interminable, entraron dos personas, quizás policías también. Uno de ellos comenzó a leer un párrafo de lo que parecía ser un código, o tal vez una ley. Solamente entendí que estaba detenido por algo relacionado con la violación de una joven y que tenía derecho a un abogado y que si no designaba uno, me lo asignarían de oficio. Y que tenía derecho a comunicar a la persona que indicase, mi detención.

Quise hablar pero ni siquiera me escucharon; volví a quedar solo hasta que, pasados unos minutos, dos policías uniformados me trasladaron a un piso inferior, a la zona de calabozos.

Allí me quitaron todas mis pertenencias, incluidas las gafas de leer, el cinturón y los cordones de los zapatos. Tomaron mis huellas digitales antes de meterme, materialmente como un saco, en un calabozo de dos por dos, con un túmulo de construcción que ocupaba toda la pared del fondo y que tenía una altura próxima al metro y se cerró de un golpe una puerta robusta, con un ventanuco con barrotes, a través del cual entraba la única luz que iluminaba la pieza.

El tiempo que transcurrió se me hizo interminable y quedé amodorrado encima de la dura piedra dando vueltas a mi situación a pesar de lo duro del momento. No sabía qué pensar y no podía comprender las razones que me habían llevado a verme en aquel lugar. Dando vueltas a la cabeza pasé la noche en un duermevela infrecuente para mí.

A la mañana siguiente, sin poder asearme lo más mínimo, fui trasladado a un despacho donde iban a tomarme declaración. Uno de los que me detuvo, llevaba la voz cantante y el otro escribía en un teclado de ordenador. Un joven, que dijo ser mi abogado, se puso a mi lado. Después de leerme mis derechos, me dijeron que estaba detenido por la violación de una muchacha joven, a la que no conocía, ni de nombre siquiera.

Ignorante de todo lo que se me acusaba, no pude más que contestar no a todas las preguntas que me hacían, y ante la negativa de darme explicaciones, me limité a guardar silencio. De forma inexplicable, mi supuesto abogado me aconsejó que era mejor confesar y esperar a ir al Juzgado, donde tendría la oportunidad de decir todo lo que quisiera en mi defensa. Por razones obvias no le hice caso a la par que me preguntaba a qué jugaba mi supuesto defensor.

Me negué a firmar la declaración que fue confirmada por mi abogado.

Al salir de la Comisaría, esposado y con dirección al Juzgado de Guardia, pude ver cómo mis captores brindaban y bebían con gran alborozo. Sin duda estaban celebrando el extraordinario éxito que había significado mi detención.

Aunque ya no era martes ni trece, mi racha de mala suerte persistía. El juez, la jueza, para ser más exactos, tuvo que abandonar la sede judicial, por una causa de fuerza mayor, me dijeron, y no pudo tomarme declaración. Así pues, me ingresaron en los calabozos de nuevo, a la espera de ser escuchado.

Llegado el momento, la jueza, arropada de toda parafernalia, me volvió a preguntar por la violación cometida y, como no podía ser de otra forma, volví a negar mi participación y me declaré inocente y protesté enérgicamente por el trato que estaba recibiendo. No sirvió de nada. Mi abogado, de oficio, siguió callado y asumió como normal todo lo que estaba sucediendo.

Fui trasladado a la Prisión Provincial y tras los trámites de rigor fui incomunicado durante no sé cuántos días. Cuando me permitieron salir al patio y relacionarme con los demás presos fue cuando empezó mi verdadero calvario.

En un país como el nuestro, machista por los cuatro costados, “mi delito” es intolerable. Hasta el más malvado, vil y perverso de los sujetos, es capaz de alzarse en paladín y vengador de todas las agraviadas, sin importarles lo más mínimo, lo justo o injusto de la medida.

Mi cuerpo recibió masivamente el castigo y una y otra vez fui pagado con la misma “moneda” que se suponía yo había usado. Nadie hizo nada por mí; unos y otros consideraban justo la medida que aquellos energúmenos me aplicaron. Unos por activa y otros por pasiva se sintieron satisfechos y vengadores.

Mi esposa, que me conocía hasta en lo más intimo, aun sin haberme visto desde el día de mi detención, dio por sentado que yo era inocente de la aborrecible acusación, y no paró hasta conseguir que un prestigioso abogado se encargara de mi defensa y, lo más sorprendente, que se celebrase una vista previa al juicio oral.

Allí, el Tribunal, a petición de mi nuevo abogado, permitió que la víctima de mi “atropello” volviera a reconocerme de forma directa y en la sala.

—Yo a este hombre no le he visto en mi vida y por supuesto no fue quien me violó —añadiendo:—. Nunca podré olvidarme de los ojos marrones del otro.

Vi cómo mi esposa saltaba de alegría, cuando en la sala se escuchó la declaración de la víctima y sonrió cuando me miró y dio por supuesto que no era necesario descubrir nuestros más íntimos secretos.

Ya han pasado los años y aún no puedo olvidar lo fácil que resulta, para algunos, hundir a una persona y que, por alta que fuese la indemnización, nunca será suficiente.