Letras
Dos relatos

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Una exhibición

Aun hoy, cada vez que viene a darme de comer, no puedo dejar de sentir comezón y amor por ella. Desde que nos conocimos, Areli dejó de ser para mí una mujer de carne y hueso para convertirse como por arte de magia en una obsesión, de ésas que se meten en la cabeza a cualquier hora, ya en la calle, el metro, el cine, y no puedes hacer nada para deshacerte de ella. Cuidado, Juan, no insistas, no te hará caso, todos se desbaratan por ella y terminan mal, quedarás hecho piltrafa, dijeron mis amigos al verme dolido, pero yo seguí aferrado. Al pensar en Areli sentía dolor, picazón y mi piel se llenó de ronchas; mientras más la pretendí, más me brotaron. Luego de algunos meses la comezón empeoró. No podía dejar de pensarla y rascar mis extremidades hasta sangrarlas. El malestar se hizo insoportable; de tanto refregarme un brazo, se me cayó, no sentí dolor, sólo desconsuelo... Yo quiero un hombre completo, no a un bulto, me bufó cuando hice el último intento por conquistarla y perdí las piernas; me arrastré tras ella ayudado por el brazo que aún tenía. Areli soltó tremenda carcajada, pateó mi brazo que se perdió en la arboleda del parque y ella se echó a correr, yo quedé tumbado, retorciéndome como lombriz agónica. De pronto, apareció Areli acompañada de un hombre, éste cargaba una jaula. Esta cosa es, mételo a la jaula, dijo Areli mientras me arrojaba un escupitajo... Y por eso estoy aquí, al lado de la mujer barbada que, junto con el pollo de cuatro alas, me rascan cuando tengo comezón.

 

Una anécdota sedienta

Es verdad que nadie, en su entero juicio, podría ver el cuerpo de una mujer como coca-cola. Quizá fue la desmedida sed de beber en sus labios, el color de su piel o la forma de su cuerpo, pero siempre la vi como refresco.

Tendida en la cama, desnuda, parecía esperar que la libara un vulgar sediento.

Consulté las cábalas de sus senos de esfinge. Mis entorpecidas caricias pugnaron con el cuerpo-envase. Descifré mensajes en las aureolas de sus pechos. Logré conjurar un hechizo que le arrancó un pueril gemido...

No sé cuántas veces hicimos el amor, pero estaba cansado y sediento. Engañé mi sed lamiendo el dulce sudor que perlaba sus contornos de envase. Y para saciarme realicé lo que revelaron los pechos. Los mordí y chupé hasta no dejar ni una gota de cálida y refrescante sangre.

Ahora, sólo lamento que su cuerpo no fuera retornable.