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Trece

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Después del conteo final, todos presenciaron la llamarada y el estruendo que estremeció la torre B desde donde el Morán 13 era expulsado al espacio exterior. Jorge Martínez, único tripulante de la nave, sólo necesitó contemplar los movimientos acompasados ejecutados por los planetas para internarse en su recámara de hibernación por los próximos dos años, tres meses, una semana y seis días, tiempo dentro del cual llegaría al planeta x para recolectar muestras sobre la posible existencia de organismos vivos.

El aterrizaje de la nave se logró en el tiempo calculado. Por medio de la alarma sensorial de la recámara de hibernación, Jorge Martínez despertó con el conocimiento de que la primera fase de su misión había sido alcanzada. Pero al intentar salir de la nave retrocedió lanzando un quebrado grito de horror. Sus labios trémulos y la palidez de su rostro marcaban la incredulidad frente a la escena que experimentaba. Luego de una extendida pausa dio unos tímidos pasos afuera y giró su cuerpo en todos los sentidos. El resultado era el mismo: la misma base aeroespacial Sucre desde donde había despegado, el mismo Lago de Valencia acostado a su espalda, los mismos edificios titánicos a lontananza. Se encontraba en Maracay.

Tras superar su momentánea parálisis emocional, el astronauta maracayero de veinticuatro años regresó al Morán 13 y verificó todos los registros del viaje. Todo estaba en perfecto orden. El destino había sido alcanzado. El panel indicaba la fecha 13 de mayo del año 2072. Volvió a salir de la nave, esta vez para dirigirse a la base de control donde demandaría una explicación detallada sobre lo que había pasado, pero en su recorrido se percató de la vasta soledad que imperaba en el lugar. Nadie asomaba ni en oficinas, hangares, talleres o depósitos, por lo que apresuró su paso hasta el estacionamiento y despegó en su Lenix 2060.

Desde San Vicente hasta su casa en la calle Páez del barrio Bolívar, el astronauta no divisó ser viviente alguno. Sintonizó la radio y la TV global notando que tampoco había presencia humana allí. Una vez hubo estacionado su aeroauto sobre la plataforma de recarga solar, estalló en llamados a los miembros de su familia mientras se movía por toda la casa sin lograr encontrar a nadie. Salió a la calle y sintió el peso abrumador de la plena quietud de la cuadra. Se volvió sobre su espalda y entró de nuevo a su hogar donde se recostó sobre el sofá para reflexionar sobre todo lo ocurrido.

“He atravesado una puerta dimensional. Ahora me encuentro en un mundo paralelo”, se dijo a sí mismo, pero el hecho de que la ciudad estuviera deshabitada lo llevó a descartar esta primera hipótesis. “Ha sido un virus que se propagó aniquilando todo ser viviente”, sin embargo no podía explicarse cómo no hubiera osamentas de personas o animales que denunciaran el paso de una enfermedad letal que pusiera fin a la humanidad y al reino animal. Repentinamente, un tercer pensamiento cruzó su mente, “no cabe duda, ha sido la anunciada guerra entre el bloque occidental y el oriental. Debe haberse llevado a cabo durante mi travesía en el espacio”.

Antes de embarcarse en la misión espacial, Jorge Martínez había sido informado sobre el desarrollo, por parte de ambas potencias económicas, de misiles cuyo poder destructivo reducían el cuerpo humano a un mero puñado de cenizas, dejando prendas de vestir y demás cosas integras. Los medios de destrucción bélicos habían sido perfeccionados como consecuencia de los devastadores resultados a infraestructuras y objetos en las dos guerras mundiales de siglo veinte. Ahora se había logrado el propósito final: borrar sólo la vida. “Sí, esa ha sido la causa de lo que aquí veo. De manera que el viento ha esparcido toda prueba de muertes”, pensaba el astronauta estremecido cuando súbitamente sonó el holófono que se encontraba a pocos metros de él. De un salto activó el artefacto, el cual sólo proyectó una figura difusa y emitió una voz quebradiza: “¡Ayuda!”.

Sin prestar atención a la indistinguible imagen, Martínez pareció reconocer la voz inmediatamente, “es el tío Fernando”. Sin vacilar encendió el Lenix y voló hasta el bloque cuatro de San Rafael, pero al revisar el apartamento de su tío, cuya puerta se vio obligado a forzar, no encontró nada diferente a lo hallado en su propia casa. Lo mismo se repetía en docenas de apartamentos que conformaban las cuatros torres de cristal de la urbanización. “Ya lo recuerdo. Esa voz es la de Esteban”, pensó.

Sobrevoló la avenida Bermúdez alcanzando la torre Sindoni en escasos segundos. Ni Esteban ni nadie más estaba allí. De nuevo se desvanecieron sus esperanzas de no ser el único ser en la ciudad. ¿A quién pertenecía aquella voz que le sonaba tan familiar? ¿Cómo supo que él se encontraba en casa para llamarlo? ¿Desde dónde lo llamó? ¿Cómo había logrado sobrevivir?, eran algunas de las preguntas que pesaban en su mente como sobre Atlas pesó el mundo.

Se arrojó a recorrer el centro de Maracay sin su vehículo, considerando que aquel era un lugar donde pudiera refugiarse el único sobreviviente del exterminio. Cada paso que avanzaba era un eco perpetuo en la avenida desierta. Por primera vez en sus veinticuatro años pudo oír la vastedad del espacio infinito, algo que no le había sucedido durante sus viajes por el universo. La brisa gélida que empezaba a soplar hería sus pómulos y acentuaba su fatiga por no haber ingerido alimento durante un prolongado tiempo. No paraba de pensar en aquella voz familiar que requería ayuda. Sus ojos asomaban la tristeza que preludia el llanto por sentirse impotente. Sintió una sombra a su espalda, pero al voltear no había nada, sólo viento, frío y soledad.

Sus piernas flaqueaban con el trascurrir de cada minuto, anunciando desplomarse en mitad de la avenida Bolívar. La desolación transportada en el viento quemaba su oído. Al alcanzar la plaza Bicentenaria le pareció escuchar voces indefinibles que se disipaban tan pronto se centraba en descifrarlas. Y, a pesar de su cuerpo menguado, Jorge Martínez continuó avanzando sobre el asfalto inexorable.

Las voces parecían venir y alejarse desde diferentes direcciones. El astronauta hacía un esfuerzo por mantener sus ojos abiertos contra la brisa helada que lo azotaba. La fatiga mermaba sus huesos, sin embargo era el sentimiento de abandono lo que mellaba su ánimo. Vio en la lejanía a un cuerpo deforme que se movía a su encuentro, pero al apartar las pequeñas partículas sólidas que el viento depositaba en sus ojos vio la avenida tan desierta como antes. La voz del holófono parecía reproducirse en el viento.

Cuando Jorge Martínez llegó a la avenida Ayacucho, el ruido que flotaba en la brisa se intensificó y cobró mayor claridad. Eran voces en una extraña lengua. Desplazó sus ojos en todas direcciones para finalmente centrarlos en una pequeña tienda a su derecha. A través de la vidriera pudo ver cuatro sombras que se metamorfoseaban en grotescas figuras y cuyos ojos luminosos lo miraron fijamente. “Fuimos invadidos por alienígenas. Ellos aniquilaron la vida en la tierra”, pensó rápidamente preso de espanto.

Supo que debía conservar la raza humana, por esa razón corrió con toda la energía que le quedaba en el cuerpo. Corría por millones de seres vivientes a través de la historia del mundo mientras a pocos metros las sombras deformes intentaban atraparlo. Ahora miles de sombras descendían de edificios, emergían de las alcantarillas, atravesaban vidrieras y paredes para convertirse en millones de depredadores a la caza de la inofensiva presa. Toda la ciudad estaba inundada de las indescriptibles figuras. El astronauta huía como la liebre que evade al voraz cazador. La avenida se hacía infinita en su huida por preservar la vida del planeta. Con una maniobra concertada la masa de sombras logró cortar la vía de escape de Martínez, por lo que abrió de una patada la primera tienda que encontró a su izquierda, bajó al depósito y pasó la cerradura de la puerta. El frío penetraba sus huesos incisivamente mientras aguzaba su oído a los golpes de las sombras en su intento por irrumpir en el cuarto. De pronto la puerta se abre. Un grito escapa de la boca de Jorge Martínez. Ya no había más preguntas. Había logrado reconocer la voz del homófono: era la suya.

Todos los noticiarios lo habían reportado. La nave Morán 13 estalló al momento del despegue. Jorge Martínez murió el 2 de febrero del año 2070 después de dos días de agonía. Los médicos que lo atendieron dijeron que no paró de pronunciar unas palabras extrañas. Uno de ellos las describió como una lengua alienígena.