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Enrique Amorim y Federico García Lorca
Enrique Amorim y Federico García Lorca..
Amorim y García Lorca, por una vez más, juntos en la Avenida de Mayo

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Una relación fraterna, una amistad entrañable capaz de superar los horrores de la guerra y de la muerte, ha resucitado entre nosotros gracias a la aparición de un libro perdido.

Entonces... ¿es posible hallar en las librerías de viejo de Buenos Aires volúmenes cuyo interés exceda el estrictamente artístico, o acaso es una más de las cosas de mejores y pasados tiempos, como casi todo lo que se nos viene a las mientes? ¿Podríamos, todavía, postular a nuestra capital como pródiga en sorpresas tales, al punto de justificar la fama y el homenaje que Umberto Eco sentó en las palabras liminares de El nombre de la rosa, cuando afirmó haber dado en la calle Corrientes con un libro perdido?

Pues todo parece indicar que sí, que es posible, según lo acredita el hallazgo hace poco tiempo de un ejemplar de La carreta, de Enrique Amorim, indudablemente dedicado a Federico García Lorca.

Fue la gracia inefable de la casualidad la que llevó al autor de estas líneas hasta el libro, que dormía olvidado en una mesa de saldos de la Avenida de Mayo. Está muy bien conservado, y, aunque no es una primera edición —apenas tercera, ya que había agotado dos en el año de su presentación, 1932—, llama inmediatamente la atención del bibliófilo por la añosa dedicatoria de la primera página. Allí, sin ningún esfuerzo, se puede leer:

Yo te digo, Federico, que eres lo más grande que ha hecho Dios con el habla maravillosa que hemos heredado. Tuyo,

Enrique. Buenos Aires, 1933.

Razonamos: ¿quién podría dedicar un libro con el nombre de pila del autor? La respuesta es: “Sólo él, naturalmente”.

Luego, se presenta la inquietud natural: ¿hubo alguna visita ilustre en Buenos Aires en ese año de 1933?

Es dado responder: “Muchas, tal vez, pero vinculada a la literatura, sólo una de imperecedera memoria”.

Finalmente, ¿quién es el escritor al que ya por aquel tiempo, el cariño y el reconocimiento habían privado del apellido, y a quien en vida se aplicaba sin tasa el elogio? No cabe sino una conclusión: “Federico García Lorca”.

Y un retrato del poeta cariñosamente dedicado a Enrique Amorim, que su hija atesora con celo, parece despejar toda duda.

Dudas que si refieren a la caligrafía del autor desaparecen por completo al comparar la del libro encontrado con la postal que aquí se reproduce, suministrada por su familia. Dudas que disipan las palabras que pronunció el escritor uruguayo en 1954, en ocasión de inaugurarse el primer monumento erigido al poeta, y que denuncian la opinión que tenía del homenajeado, ya insinuada en aquel 1933:

Y de pronto, ese poeta fue capaz de ser todos los poetas del mundo, y su solo nombre encerró, entre las sílabas que lo componen, el nombre de todos los poetas, ya hispanos, ya griegos, ya turcos. De pronto, dejaba de ser sólo él para convertirse en el poeta por excelencia, por antonomasia.

...

Enrique Amorim (Salto Oriental, 1900-1960) fue una de las personas que más trataron a García Lorca en su paso por Buenos Aires, entre octubre de 1933 y marzo de 1934. No era un desconocido, ni por su actividad literaria ni, mucho menos, por el rol que como guionista le cupo en tiempos de fortaleza industrial del cine argentino.

En aquellas décadas de 1930 y 1940, Amorim integró un celebrado equipo con Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari, de quienes se separó para unirse a Román Gómez Macía. Por entonces, la clase media en ascenso abarrotaba los cines para escucharse y reconocerse en los diálogos que componían, indistintamente, periodistas, literatos y poetas: los más conocidos, Homero Manzi y Ulyses Petit de Murat.

A una temprana inquietud por las vanguardias literarias y por el cine, visto por sus coetáneos como la forma artística nueva y desafiante, ligada a su tiempo como ninguna otra, Amorim añadió la fama de buen escritor con El paisano Aguilar (1934), novela de ambiente rural que mereció los elogios de Borges. Fue vicepresidente de la Sade y representó al PEN Club en los congresos de La Haya y Nueva York. A su tiempo lo tradujeron, respectivamente, Vivian Rodewald Goebin y Francisc de Miomendre al alemán y al francés.

En su bien documentado libro Lorca, un andaluz en Buenos Aires, 1933-1934, Pablo Medina recorre con prolijidad la vasta nómina de personalidades del arte y la cultura que acompañaron a Federico en Buenos Aires, y también en su estancia en Montevideo y en su paso fugaz por La Plata y Rosario. Vale la pena mencionarlos: Sara Tornú, Pablo Rojas Paz, Conrado Nalé Roxlo, José González Carbalho, Oliverio Girondo y Pablo Neruda, que lo recibieron; luego se allegaron a la cofradía Pablo Suero, Edmundo Guibourg, Norah Lange, Oliverio Girondo, Raúl González Tuñón, Alfonsina Storni, Victoria Ocampo, César Tiempo, Enrique Santos Discépolo, Juana de Ibarbourou, Arturo Cuadrado Moure, Eduardo Blanco Amor, María Rosa Oliver, Lola Menbrives, Irma Córdoba, Eva Franco, y naturalmente, como cuadra para con el Gran Cazador de Duendes, el genio tutelar de estos rumbos, decimos Carlos Gardel. Pero, quizás más estrechamente que a ninguno de todos ellos, Federico se unió a Enrique Amorim, hasta llegar a llamarlo “mi confidente”.

Destaca Medina que fue aquella una amistad que se prolongó en el tiempo, a la vuelta del poeta a España; y, en efecto, las memorias inéditas de Amorim dan fe de ello. (Esas memorias son un tesoro que late pacientemente en una casa de Belgrano, a la espera del editor que las haga conocer; debidamente concordadas y comentadas se convertirían en el testimonio de medio siglo más vívido y rico escrito en la Argentina).

Los buenos oficios de Antonio Requeni nos condujeron a Liliana Amorim, que gentilmente nos posibilitó el contacto con esos papeles. En ellos vive, desgajada y trémula, esa amistad. Y porque han sido parcialmente reproducidos, nosotros queremos hacer conocer un pasaje menos frecuentado, que es donde Amorim habla de Jean-Louis Schonberg, autor de un artículo sobre García Lorca publicado en Le Figaro Littéraire el 29 de septiembre de 1956. Allí se procura despojar al asesinato del granadino de toda motivación política, rebajándolo a mera reyerta entre homosexuales. La prensa de Franco dio amplia difusión a semejante especie, pero no pudo evitar que falangistas de bien, como el poeta Dionisio Ridruejo, hicieran público su rechazo y su repugnancia, aunque censuraran su carta dirigida al ministro de Información y Turismo del régimen.

Entretanto, en esta parte de América, un hombre desolado descargaba su indignación en silencio, sin testigos, en una diatriba enderezada hacia la nada, o a consolar con amargas palabras al fantasma ultrajado del amigo muerto.

De manera que ante “el caso García Lorca” (hablamos de su fusilamiento y de sus ideas políticas), quienes conocimos a fondo al gran poeta granadino llevamos una aparente desventaja frente a los franceses, tan inclinados a la preocupación sexual que casi toda su actualísima literatura gana adeptos en el público por el ambiguo terreno (...).

...en fin, exponer su parcialidad, vale decir el haberse colocado de un lado en la sociedad para no traicionar a sus amigos, a su gente, a sus gustos, sin que ello autorice a nadie a decir que era comunista, es marcar su actitud republicana como la más alta característica suya. En plena calle de Madrid, ante una temprana pregunta mía en vísperas de estallar la guerra civil, Federico me gritó indignado, como si (mi) curiosidad le hubiera ofendido: “Con Azaña, qué duda cabe... ¡con Azaña!”. Siguiéndonos los pasos iba alguno de los que dispararon contra él. Sí; pisándonos los talones marchaba el fascista que lo iba a matar. De manera que es parla escandalosa la del francés que sólo conoce a Federico por los retratos anteriores a la Guerra Civil Española; que nada sabe del rostro congestionado, violento, a punto de estallar, de aquel muchacho genial a quien bajarían del aire, donde se había apostado para cantar, las balas más crueles del siglo; las balas nazifascistas. (...)

Hay en la obra de Federico otros vericuetos que merecen ser estudiados. Y si algunos dudan de su actitud política, no fueron los que compartieron sus inquietudes estéticas, sino los recién llegados al lorquismo. La honradez de sus compañeros jamás permitió que se encasillase a Federico en el comunismo. Pero sus amigos comunistas y los pueblos del mundo entero no se equivocaron al imaginarlo sacrificado (...).

Amorim tampoco se equivocaba. Años más tarde, en 1966, Ian Gibson demostraría, en su formidable libro La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca, que el fusilamiento del poeta formó parte de un prolijamente concebido plan de terror para asegurar el triunfo del alzamiento; y que un hombre como Federico, simpatizante confeso de la causa republicana y notorio antifascista, estaba condenado desde el momento mismo en que los nacionalistas se hicieron con el poder en Granada. El cumplimiento de la sentencia sólo era cuestión de tiempo y oportunidad.

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“La carreta”, de Enrique AmorimEse era el hombre que dedicó a García Lorca su novela La carreta, un libro que versa, como el autor indica en un subtítulo, de quitanderas (prostitutas rurales ambulantes) y vagabundos. En ella, indudablemente, Amorim tiene mucho para decir. Su experiencia de hombre de campo, lejana en lo geográfico a la de Ricardo Güiraldes, por ejemplo, marcó su percepción de los paisajes y de los temas. A él, la transición de la pampa al roquedal del macizo de Brasilia le mostró un campo bruto, indócil, hostil al empeño humano de la ocupación y la labranza. En los torvos pastores supo ver de qué crueles modos encanallan la miseria, el aislamiento y la ignorancia.

Entretenida y llevadera, La carreta nunca deja de ser un animado cuadro de estampas, verosímil y conmovedor. Quizá la comprensión de la vida rural del otro lado del Plata en especial, y de la literatura gauchesca en general, se tornaría lábil y sesgada si se prescindiese del arte apasionado y urgente de Enrique Amorim.

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Y ahora, por amor al arte o por pura afición a la conjetura, es llegado el momento de elucidar por qué este libro, destinado a García Lorca por el celo de su autor, se quedó aquí. Ya hemos dicho que apareció en la Avenida de Mayo, precisamente la calle que fue el hogar de Federico mientras estuvo entre nosotros. Él escribía en el Tortoni, dormía en el Castelar, se solazaba en Los 36 Billares y embalsamaba el alma con las ovaciones del Avenida. Enterados de su bonhomía y de su trato fraternal para con los artistas, cuesta imaginar de su parte un acto de desidia para con el libro que tan entusiásticamente le fuera dedicado por el amigo que, además, lo paseó por el Uruguay, donde renovó amistades y cosechó aun mayores haberes y fama.

Aunque cueste entenderlo, lo cierto es que La carreta no subió al barco que retornó a García Lorca a España el 27 de marzo de 1934. ¿Por qué? Después de mucho cavilar, el recuerdo de una anécdota de Ricardo Güiraldes tal vez sirva para compadecer los hechos con el talante del personaje.

Contaba Borges en conversación con Roberto Alifano —su gran interlocutor por frecuentación y afinidad— que a punto de viajar a Francia, Güiraldes se despedía sin llevar la guitarra que había traído consigo. Doña Leonor Acevedo le hizo notar ese olvido, pero Ricardo confesó que el olvido no había sido tal, sino las ganas y la necesidad de que algo suyo quedara en la casa mientras durara su ausencia. Ese detalle de exquisita cortesía todavía conmovía a Borges en su ancianidad.

¿Por qué, me pregunto, no pensar lo mismo de García Lorca? El hecho de dejar prendas queridas, precisamente para volver por ellas, bien puede ser la materialización del deseo de regresar, amén del de ser recordado por sus guardadores. Y, por qué no, tal vez pudiera haber repetido el gesto en todos los lugares en que se sintió a gusto, en La Habana, en Montevideo, en Harlem...

Con indecible melancolía, también nos sería dado conjeturar que fueron aquellas intencionadas desmemorias conjuros inútiles contra el trágico final que presentía, y que impregna su dramaturgia y su poesía confiriéndoles sin igual trascendencia.

Pero, como no es posible aceptar la inmortalidad con beneficio de inventario, la muerte, irrecusablemente bella y siniestra como él la cantó, ya lo guardaba y requería para el suplicio en los campos de Víznar.