Artículos y reportajes
“El hombre de arena”, de E. T. A. Hoffmann
E. T. A. Hoffmann
El hombre de arena
Editorial El Barquero
Barcelona, 2008
90 páginas
La letra y el garabato
Un libro sobre el “Coco”

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—Decime, ¿cómo no iba a comprarlo?

Eso fue lo primero que le dije a mi mujer cuando regresé a la casa. Hizo, claro, aquel gesto en que se le mezclan el enojo y la resignación. Supe entonces que debía esmerarme con mis argumentos porque, desde que llegamos a Madrid, en condición de estudiantes, la nuestra es una economía de náufragos. Y, bueno, la verdad es que yo había salido con el encargo de comprar dos pollos, para la comida de la semana; pero en el camino me topé una librería y tenían exhibido, en la vitrina, un libro fabuloso: El hombre de arena, del alemán Ernst Theodor Amadeus Hoffmann. No se trataba, hay que decirlo, de una edición cualquiera.

Las virtudes de este libro saltaban a la vista —no me refiero sólo a las literarias, pues ya sabemos que esta ficción de 1817 es uno de los grandes clásicos de la narrativa fantástica—: estaba impreso en cuadernillos, en formato de bolsillo; su carátula estaba hecha en policromía, con plastificado mate:

—¡Una belleza, mi amor, miralo!

Lo más interesante, sin embargo, era el criterio con que se había realizado. El editor tuvo la excelente idea de anteceder al famoso relato de Hoffmann, a manera de prólogo, la crítica más lúcida que se ha escrito sobre éste. Me refiero al ensayo denominado “Lo siniestro”, que firmara Sigmund Freud en 1919. La agudeza del gran intelectual austriaco lo llevó a preguntarse cómo es que se produce, en la psicología de las personas, ese aterrador sentimiento al cual alude con su título. Dicho sentimiento es, precisamente, el mismo que está en la base de lo acontecido a Nataniel, el protagonista del relato.

La historia de este personaje se remonta a su infancia, cuando su padre resultó muerto en un accidente, durante un experimento de alquimia. Nataniel siempre asocia lo ocurrido a un oscuro sujeto que acompañaba a su padre en aquel entonces, un tal Coppelius. Y lo que es peor, relaciona esta figura con una aparición recurrente en las fábulas que en esa misma época le contaba su nana: el hombre de arena. Según la tradición popular germana, se trata de un ser malévolo que viene para echarle arena en los ojos a los niños desobedientes; y, después de enceguecerlos, se los lleva para dárselos como alimento a sus hijos —viene siendo, dicho en versión hispanoamericana, el equivalente al “Coco”. Las cosas llegan a ponerse mucho más graves para Nataniel cuando ese abominable señor vuelve a aparecérsele en su vida, ya de adulto; pero esta parte no voy a contarla ahora. Lo que sí mencionaré a grandes rasgos es la interpretación que, con su perspicacia característica, nos compartió Freud: lo siniestro es algo que se genera por la repetición de lo inesperado; esto, a su vez, nos pone frente a aquello que es ineludible y ante lo cual estamos inermes. ¡Madre mía!

Todavía me faltaba decir un par de cosas más sobre este libro; o sea, sobre esta exquisita edición. Al impresor se le ocurrió ilustrarlo con sumo cuidado; así que, entre un texto y otro, podemos encontrar fotografías de Freud, retratos de Hoffman, dibujos de este segundo, portadas de ediciones antiguas, páginas manuscritas con las tachaduras originales, fragmentos de partituras inspiradas en los relatos de Hoffman. En fin, todo esto sin contar que el ensayo trae discretas notas a pie de página —de gran utilidad— y que las dos traducciones se leen con fruición. Estaba en esas, enumerando las virtudes del volumen, cuando miré a mi mujer y me di cuenta de que mis palabras habían surtido el efecto deseado. Inclinó sus ojos para leer la carátula y pronunció en voz baja:

—“El hombre de arena”...

El problema que tenemos los bibliófilos es que nos comportamos igual que otro obsesivo cualquiera —como el ludópata que pasa por un casino, la diva ante una boutique o el gordo frente a una panadería—; entonces, por supuesto, recordé que en la vitrina aquella había otros libros fascinantes. Respiré profundo y me lancé:

—Mi amor —dije, como si tal cosa—: he oído que los vegetarianos tienen mejor salud...

—No sigás —me cortó—, no vaya y sea que te lleve el Coco.