Sala de ensayo
Baudelaire, Darío y Vallejo: tres miradas sobre París

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“Ocaso, Notre Dame”, de Sergei Chepik

Existen ciudades cotidianas, lugares de paso donde se tejen experiencias circunstanciales, probablemente olvidables. Existe, por otro lado, la ciudad referencial, suscrita al recuerdo del imaginario popular, aquellas de historias resabidas y fuerte tradición. Las hay, incluso, míticas, fantásticas, creadas por y desde la literatura. Por último, está la ciudad importante en la sensibilidad de cada cual, creadora de un encanto particular para aquel que se deja envolver por ella, esa que posee un aura indefinible capaz de conmover al ojo que la contempla. Es el caso de París y tres miradas que en tres momentos distintos se posaron sobre ella.

Dice Almandoz:1

Las ciudades devienen míticas sólo en la medida en que existe una literatura sobre ellas, literatura que (así como lo han hecho posteriormente el cine o la televisión) se encarga de mitologizar sus calles y plazas, sus habitantes y costumbres... (p. 20).

Así, nos encontramos con tres autores emblemáticos que construyeron y contaron, a su modo, una noción de ciudad. A saber; Baudelaire con el poema “El cisne”, Rubén Darío con “París, abril 20 de 1900”, y, finalmente, César Vallejo con “Parado en una piedra”.

 

Charles BaudelaireEl París de Baudelaire

Si tomamos la palabra de Benjamin al considerar la ciudad de París como capital del siglo XIX y a Baudelaire como su principal retratista, estaríamos ante una verdad no sólo histórica sino profundamente social.

Por un lado, el poeta introduce en sus textos aquellos personajes producto de la morbidez citadina (el mendigo, la prostituta...).

En Baudelaire París se hace por vez primera tema de poesía lírica. Esa poesía no es un arte local, más bien es la mirada del alegórico que se posa sobre la ciudad, la mirada del alienado. Es la mirada del flaneur, cuya forma de vivir baña todavía con un destello conciliador la inminente y desconsolada del hombre de la gran ciudad (Benjamin, “Baudelaire o las calles de París”, en París, capital del siglo XIX. p. 184).

Es Baudelaire, para Benjamin, un revolucionario, el paisajista de los marginados que ahora sufren la decepción de una ciudad que insiste en devorarlos. La urbe que va transformándose en buena lid para los burgueses, pero de consecuencias marcadamente duras para el pobre, melancólicas para el poeta que observa la drástica metamorfosis. Se trata de París antes y después de Haussmann.

Haussmann (1809) fue el prefecto del departamento del Sena hasta 1870 y, en virtud de ello, comisionado por Napoleón III para el embellecimiento de París. En ese sentido, se lleva a cabo el famoso Plan Haussmann, que inicia una transformación agresiva en el corazón de Francia.

El proceso es descrito por Benjamin:

El ideal urbanístico de Haussmann eran las vistas en perspectivas a través de largas series de calles. Lo cual corresponde a la inclinación, que advertimos una y otra vez en el siglo XIX, de ennoblecer necesidades técnicas haciendo de ellas finalidades artísticas. Las instituciones del señorío mundano y espiritual de la burguesía encuentran su apoteosis en el marco de las arterias urbanas (p. 187).

Así, notamos, como hace ver Benjamin, que un propósito tácito del proyecto haussmanniano no sólo era el ideal de modernización urbanística, sino impedir las posibles revueltas sociales, con amplísimas calles que dificultarían la formación de barricadas.

La verdadera finalidad de los trabajos haussmannianos era asegurar la ciudad contra la guerra civil. Quería imposibilitar en cualquier futuro el levantamiento de barricadas en París (Benjamin, p. 188).

En ese contexto, del paso de una ciudad célebre por el ímpetu de su lucha social a la construcción de toda una urbe y sus afeites modernos, escribe Baudelaire con la marcada nostalgia que viene a ser la voz de todos los seres habitantes del margen que se ven simbólica y literalmente desplazados por la construcción haussmanniana y la entrada sublime y traumática, para algunos, de la modernidad.

En ese sentido, el poema “El cisne” refiere y dibuja, en tono gris, todo este proceso:

Fecundó sudorosa mi memoria fértil
Mientras yo atravesaba el nuevo Carrusel.
El viejo París se fue (la forma de una ciudad
cambia más deprisa que el corazón humano).

Sólo percibo el espíritu de aquellos campos de barracas,
Este montón informe de capiteles y arcos,
Las hierbas, los escombros, el verdor de los charcos,
y brillantes las vidrieras del bric-a-brac confuso.

¡París cambia, mas nada en mi melancolía
ha cambiado! Palacios nuevos, andamiajes, bloques,
Viejos barrios, todo es alegoría para mí,
Mis queridos recuerdos pesan como piedras.

En ese sentido, Benjamin señala sobre Baudelaire:

El París de sus poemas es una ciudad sumergida y más submarina que subterránea. Los elementos ctónicos de la ciudad —su formación topográfica, el viejo y abandonado lecho del Sena— han dejado en él huella. Sin embargo en Baudelaire, en sus “idilios funerarios” con la ciudad, es decisivo un substrato social: lo moderno. Lo moderno es un acento capital de su poesía (p. 184).

La transición de un siglo a otro es vista por Baudelaire con los ojos del nostálgico. La alegoría refiere a la ciudad y el corazón humano, poniendo el énfasis en la semblanza entre la sensibilidad del hombre ante la transformación urbana que le toma por sorpresa, lo deslumbra e intimida, le vuelve frágil. Se trata de la tradición histórica, el espíritu incendiario que antes se dejaba ver en las calles parisienses frente a la frivolidad que ahora suponen la vidriera, el pasaje, la piedra pesada, el gris cemento.

El movimiento del carrusel, la velocidad y alegría con la que ahora mira occidente, en Baudelaire no es más que una máscara, pues retrata tal luminosidad con cierto halo sombrío.

¡París cambia! Es el grito de fin de siglo que significa, para algunos, la llegada de la Ciudad Luz, del progreso, en Baudelaire, el ocaso melancólico y tenaz de una era que definiría la futura modernidad.

 

Rubén DaríoEl París de Rubén Darío

En contraste con la visión bucólica dibujada por Baudelaire sobre la ciudad, quien escribe sobre su contexto porque es el que habita y le rodea desde siempre, su París natal; nos encontramos, ahora, con la mirada del escritor autoexiliado, el que hace de este mismo espacio su destino, decididamente quiere estar allí y narrar, con el discurso de la crónica, su impresión de la urbe y todos sus veloces acontecimientos.

Para ello, tomaremos como foco el texto “París, abril 20 de 1900”. A saber:

Visto el magnífico espectáculo como lo vería un águila, es decir, desde las alturas de la torre Eiffel, aparece la ciudad fabulosa de manera que cuesta convencerse de que no se asiste a la realización de un ensueño. La mirada se fatiga, pero aun más el espíritu ante la perspectiva abrumadora, monumental. Es la confrontación con lo real de la impresión hipnagógica de Quincey. Claro está que no para todo el mundo, pues no faltará el turista a quien tan sólo le extraiga tamaña contemplación una frase paralela al famoso: Que d’eau! A la clara luz solar con que la entrada de la primavera gratifica al cielo y suelo de París, os deslumbra, desde la eminencia, el panorama (p. 13).2

Este retrato optimista, luminoso, vívido, lleno de imágenes modernas, aproxima la idealización de la Ciudad Luz, la celebración del nuevo siglo, es la celebración de bienvenida al urbanismo y todo su deslumbre, su impetuosidad. La exaltación de la modernidad en el “por la ciencia y el trabajo”, símbolos del París que se viste de fiesta para celebrar la llegada del progreso. Darío, testigo impresionable de esta transformación, se une al tono festivo francés, alaba, festeja, describe y magnifica un espectáculo. Sin embargo, en ese mismo tono de infinita alegría, deja asomar una advertencia:

El culto de lo bello y de lo útil, el arte y la industria, es la exaltación del gozo humano, la glorificación de la alegría, en el fin de un siglo que ha traído consigo todas las tristezas, todas las desilusiones y desesperanzas (p. 14).

Surge esta frase como una premonición de desolación que vendrá. El jubilo citadino se sugiere, tenuemente, como un velo, una máscara; sí, es un exalto al fruto del trabajador y su obra, pero asoma la posibilidad de un futuro incierto, vientos de guerra, posiblemente.

Esta fiesta parisina de fin de siglo, 1900, año de la electricidad y luminosidad artificial constantes, nuevos entretenimientos, exploran en la sensibilidad de todos los presentes y Darío es fiel cronista.

Más allá del festín, al igual que Baudelaire, pero en menor medida, se insinúan algunos rasgos de la decepción del nuevo hombre citadino.

La gente pasa, pasa. Se oye un rumoroso parlar babélico y un ir y venir creciente. Allí va la familia provinciana que viene a la capital como a cumplir un deber; va los parisienses, desdeñosos de todo lo que no sea de su circunscripción... (p. 16).

Estos acontecimientos también son narrados por el colombiano Vargas Vila, quien acompañó a Darío en este proceso:

Era en 1901
En París...
Los esplendores de la Exposición decaían...
Era el desvanecimiento de un miraje...
Los fastuosos palacios orientales, los templos,
Las pagodas, las mezquitas, caían bajo el golpe de la pica destructora...
Darío y yo ambulábamos por entre esas ruinas lamentables, donde hacía poco se levantaba el panorama del mundo.

Sin embargo, en el texto, Darío describe pero no juzga tal decepción, al contrario, saluda, embellece y ennoblece el púlpito de la urbanidad. No existe la soledad de las multitudes que se reflejara en Baudelaire, sino la ensoñación de una ciudad que se abre para que la mirada del mundo se despliegue sobre ella. Aquí, van de la mano todas las culturas posibles que puedan contemplarle:

Y en las corrientes de viandantes que se cruzan, los inevitables y siempre algo cómicos encuentros: ¡Tú por aquí! ¡Mein Henrr! ¡Carissimo Tomasso! Y cosas en ruso, en árabe, en kalmuko, y el árabe, y el ruso, y el inglés, y el italiano, y el español, y todo ciudadano de Cosmópolis, vuelven inmediatamente la vista... (p. 17).

Siendo, en ese sentido, a los ojos de Darío, la configuración de una ciudad-mundo que, si bien pudiera parecer a grandes rasgos como espectacular, extraordinaria y frívola, poco a poco se ve consolidada como centro intelectual occidental de principios de siglo XX. Esto es: una cosmópolis, universal, clásica y hermosa a todas luces.

 

César VallejoEl París de Vallejo

“París renuncia a ser centro del mundo”, proclama Vallejo en lo que podría llamarse una remembranza al París, capital del siglo XIX de Benjamin. Sin embargo, esta visión acompaña al transcurrir del siglo XX, con todas las vanguardias que se estarían gestando en la ciencia y en el arte. Así, Vallejo sabe que París está perdiendo el foco de atención, cede su centro ante el surgimiento de nuevas potencias, la debacle económica y social postguerra, Francia se debilita y el proceso modernizador que había tenido su núcleo y ejemplo en París ahora tiene como epicentro a Nueva York.

Vallejo advierte este contexto, cuestiona el aburguesamiento del escritor francés, su falta de un norte más humano y esencial que el de profesionalizar la escritura, de la mano del vanguardismo desplaza la función estética y el poema viene a ser un problema de contenido mas no de forma. De ahí que, ocasionalmente, se tilde a Vallejo como “el poeta de lo humano”.

A diferencia de Darío, Vallejo identifica la ciudad, evidentemente en un contexto mucho más lamentable, el del período entre guerras, pero sin el ornamentismo con el que solían escribir los modernistas, como un espacio bucólico parecido al sugerido por Baudelaire, pero con la mirada del poeta que describe una ciudad ajena, desde fuera, diferenciándose de aquél que escribió sobre su lugar natal. El texto “Parado en una piedra” alude a un París estático, inmóvil, ocioso. El tedio, sus posibles imbricaciones peligrosas, son descritas en este poema en comunión con la fuerza de la imagen contemplativa del Sena y el movimiento oscilante, pendular e inspirador de conciencias que trae consigo el río.

Parado en una piedra,
desocupado,
astroso, espeluznante,
a la orilla del Sena, va y viene.
Del río brota entonces la conciencia,
con peciolo y rasguños de árbol ávido:
del río sube y baja la ciudad, hecha de lobos abrazados.

No se festeja la ciudad, se humaniza, se describe forzosa.

Más adelante,
un papelito, un clavo, una cerilla...

¡Este es, trabajadores, aquel
que en la labor sudaba para afuera,
que suda hoy para adentro su secreción de sangre rehusada!

París sigue otro ritmo, ya no es luminoso, deslumbrante, sino acelerado, laborioso y mecánico. La urbe se ha masificado y Vallejo, inmutable, le describe:

Fundidor del cañón, que sabe cuántas zarpas son acero,
tejedor que conoce los hilos positivos de sus venas,
albañil de pirámides,
constructor de descensos por columnas
serenas, por fracasos triunfales,
parado individual entre treinta millones de parados,
andante en multitud

La masificación, el riguroso trabajo que impone ahora la industrialización, son tratados como elementos positivos por Vallejo, que si bien asume que el capitalismo ha corrompido, en algunos aspectos, la condición humana, a su vez valora el trabajo colectivo, artesanal, entiende el principio de la comunidad como una luz fraternal, producto del acelerado crecimiento urbanístico.

Por último, asistimos, por y a través de la literatura, a la gran metamorfosis de ciudad hoy día, referencial en sus aspectos más amplios. Desde la obligada historia social e intelectual, pasando por el diseño urbanístico más complejo, el festejo solemne y pirotécnico de la llegada de un nuevo siglo y, finalmente, la contemplación de un momento cargado de elementos industriales y estáticos desembocados en la reflexión de un hombre observando el Sena, oxímoron de la dualidad del hombre abrumado frente a la naturaleza y el urbanismo que inevitablemente le intimida.

Estos tres ángulos son posibles desde y por la literatura.

La estructura literaria existente sobre una ciudad, construida en términos de imágenes, personajes, escenarios, deseos y sueños asociados a esa ciudad, es algo tan determinante e informante de nuestro entendimiento sobre ella como puede serlo su misma estructura física; en ese sentido, acaso puede hablarse de una aproximación fenomenológico-literaria a la ciudad, que paradójica y maravillosamente, puede ocurrir a distancia (p. 20).

Las regiones son anacrónicas y movibles. No hace falta recorrerlas geográficamente para adivinarlas, dibujarlas y recrearlas. Leemos a Baudelaire, Darío y Vallejo, asumiendo un modelo de ciudad como ellos lo quisieron construir; así mismo, las percepciones siempre serán infinitas. Sin embargo, algo tienen en común: París se seguirá resistiendo a morir en el recuerdo, en la medida en que estos escritores nos han narrado su génesis y su evolución.

 

Referencias bibliográficas

  • Almandoz, A. (1993). Ciudad y literatura en la primera industrialización. Fundarte. Caracas
  • Baudelaire, C. (1998). Las flores del mal. Editorial Óptima. Barcelona.
  • Benjamin, W. (1998). París, capital del siglo XIX en Iluminaciones II, Poesía y capitalismo. Taurus.
  • Darío, R. (2006). Peregrinaciones. Fundación Editorial El Perro y la Rana. Caracas
  • Vargas, M. (1994). Rubén Darío. Biblioteca Ayacucho. Caracas.
  • Vallejo, C. (1991). Poemas escogidos.

 

Notas

  1. Almandoz, A. (1993). Ciudad y literatura en la primera industrialización.
  2. Darío, R. Peregrinaciones.