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Los portones negros

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La comarca había quedado atrás. El anciano hechicero caminaba a paso lento por la planicie hacia las montañas, iba pensativo y silencioso, con la mirada fija en el punto lejano mientras un viento helado borraba las huellas de sus pisadas.

En su mente el objetivo era inamovible, no existía nada que distraiga su atención por arribar al lugar escogido para su postrero reposo. Sin mirar atrás, continuó solitario y resignado hacia su destino, acompañado únicamente por los leves remolinos de polvo que se levantaban a su andar, cegándolo momentáneamente de su realidad.

Luego de mucho caminar y al aproximarse a las montañas, una de ellas se levantó frente a él como una visión astral, hasta convertirse en un majestuoso halcón.

Al sentir su poder, el hechicero detuvo su andar y por un instante dudó entre avanzar o retroceder.

El halcón fijó su mirada en él, y sin hablar le dijo:

—¿Hacia dónde vas, venerable anciano?

—Busco la entrada al mundo de los muertos —le respondió sin dudar.

—Si ese mundo buscas, éste es el último tramo de tu camino. Acércate al borde del abismo y lo verás con tus propios ojos —repuso dirigiendo su mirada hacia las tinieblas del horizonte.

El hechicero se aproximó al precipicio y contempló embelesado el paraje más insólito que jamás había visto.

—Me parece extraño y al mismo tiempo fascinante que, a pesar de la oscuridad y de los matices grises del paisaje, logre yo distinguir aquellos lejanos portones negros, y más allá aun, aquella enorme estructura gótica... —no dijo más, y súbitamente retrocedió unos pasos.

—¿Por qué callas de repente? Ya que has venido hasta aquí, pregúntame quién habita en ese palacio y pregúntame quién será tu anfitrión eterno —le dijo el halcón.

La mirada del anciano se entristeció, tomó un puñado de tierra y la esparció al viento.

—No temo a la muerte ya que voluntariamente he venido en busca de ella. El cementerio sagrado de mis antepasados donde debí morir, ya no existe. Ese lugar consagrado donde descansan los restos de mi gente fue saqueado y soy el último sobreviviente de mi estirpe. La única opción que tengo para que mi alma descanse en paz es llegar al mundo de los muertos antes de fallecer, de lo contrario mi alma vagará por toda la eternidad.

—El abismo que ves es el límite entre lo mortal y lo perpetuo —dijo el Halcón—. Sólo podrás pasar de este punto en espíritu. Yo traslado las almas hasta la entrada al mundo de los muertos, pero tú estás vivo, por lo tanto no puedes pasar.

—Entonces moriré aquí y mi alma irá contigo a mi eterno descanso. Únicamente te pido que cuando llegue ese momento, cubras con tu halo inmortal mi cadáver y lo conviertas en cenizas. Sólo entonces habré cumplido con los rituales fúnebres en ausencia de mi tribu y podré reencontrarme con ellos en el mundo de los espíritus —dijo seguro de su petición.

Acto seguido, el anciano realizó una danza tribal al ritmo repetitivo de su tambor mientras entonaba cánticos asonantes, luego se recostó sobre la tierra, cruzó las manos sobre el pecho y cerró los ojos, a los pocos minutos se corazón se detuvo.

Instantes después emanó de su cuerpo un halo de luz azul que se hizo más visible y densa hasta tomar la forma del hechicero. Finalmente, el ser luminoso, desprendido completamente de su cuerpo material, abrió los ojos y miró maravillado a su alrededor.

Cuando su cuerpo se hubo convertido en cenizas por su deseo y voluntad, la inmensa ave llevó su alma hasta el límite de su última morada. En la entrada de los portones negros el hechicero agradeció al halcón, y en total armonía traspasó el umbral al mundo de los muertos.