Artículos y reportajes
Fotografía: Beau LarkDolores y travesuras del libro

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De viaje por Medellín, escuché un día ya lejano el gracioso cuento narrado por una tía de mi esposa, el cual tenía como personaje a un sapo retozón. Personaje curioso, a la par que humano y simpático. Esta narración, adaptada en mi literatura como un caso de la vida conyugal, le daría aliento al cuento que titulé “El sapo burlón”, que en 1971 recibió honores en un concurso promovido por el Magazín Dominical de El Espectador.

Con dicho trabajo hice mi presentación en el mundo del cuento, vena que me fluía con sorprendente espontaneidad. Al paso de los días, surgieron otros temas de aparente simplicidad, movidos por la gracia, el humor y la sutil ironía, varios de los cuales siguieron impulsando mi nombre en las páginas del Magazín Dominical. Cuando llegué a los veinte cuentos, decidí reunirlos en el libro que bauticé con el mismo nombre de mi trabajo inaugural: El sapo burlón, publicado en 1981 dentro de la serie bibliográfica del Banco Popular.

A Otto Morales Benítez, que me honró con el estupendo prólogo que escribió para esta obra (el tomo cuarto de mi producción literaria), no le sonó el extraño nombre que le había asignado. Me lo preguntó con inquietud. Y yo le respondí, sin titubeo y con orgullo, que era consciente de su preocupación, pero dentro de mi espíritu de lealtades no podía menos que rendirle tributo, con absoluta autenticidad, al personaje que me había abierto las puertas de El Espectador y de las letras.

Morales Benítez quedó satisfecho con mi explicación, y así lo consigna en las palabras del prólogo, para gloria mía y por supuesto del humilde habitante de las intemperies y los pantanos. Más aun: él reproduce en su trabajo un comentario poético de Juan José Arreola en elogio del sapo, que yo había pescado en un libro de este escritor, palabras que me vinieron de perlas para hacer la defensa de mi protagonista literario, el cual aparece en la carátula vestido de frac, “muy tieso y muy majo”, al decir de Rafael Pombo.

“Salta de vez en cuando”, anota Arreola, “sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón. Prensado en un bloque de lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una lamentable crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna metamorfosis se ha operado en él. Es más sapo que nunca, en su profunda desecación. Aguarda en silencio las primeras lluvias. Y un buen día surge de la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa, como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros como una abrumadora cualidad de espejo”.

En Armenia, Humberto Jaramillo Ángel me tiró las orejas por haber escogido ese nombre nada sugestivo para mi obra. Leí con atención los consejos, casi paternales, que me daba en su artículo, y nada le repuse, porque con él no era fácil entrar en controversia. Hablaba en su nota del tino que me había faltado para titular la obra “con mayor fuerza, mayor sonoridad y hasta mayor carácter literario”. Mientras tanto, yo vivía muy ufano con mi sapito entrañable, que en poco tiempo agotó la edición. Y pensaba para mis adentros (sin manera de debatirlo con mi crítico), que si no le gustaba el rótulo de mi libro, tampoco podía agradarle el de la columna que hizo famosa García Márquez en El Heraldo, de Barranquilla, en los años 50: La Jirafa.

Otro que entró a leer mis cuentos con desgano —tal vez sugestionado con el título— fue Tulio Bayer, pero por fortuna llegó hasta el final. Así me escribe desde París, en carta de diciembre de 1981: “Me pasé toda la noche leyendo El sapo burlón. Es la primera vez que me trasnocha un sapo. Su canto me pareció a veces muy lúgubre, pero el incesante croar se fue volviendo una sonata y acabó por ser una sinfonía. Magia del estilo. Las historias son tristes pero no se trata en modo alguno de cuentos tristes. Por el contrario: son cuentos filosóficos”.

Y pasaron los años. Hace poco, mi cuento fue publicado en la acreditada revista Letralia, de Venezuela. Tal circunstancia me permitió entrar en contacto con el escritor paraguayo David Galeano Olivera, prestigioso lingüista, antropólogo, filólogo, educador, y presidente del Ateneo de Lengua y Cultura Guaraní de la República del Paraguay, quien había publicado en la misma revista el ensayo que lleva el siguiente título: “El kururu (sapo) en la cultura guaraní y paraguaya”.

Supe por dicho ensayo que el sapo es allí un ser mítico. Un animal sagrado, al que todos respetan y veneran. Nadie puede pisarlo, y menos maltratarlo. Es un ser omnipresente en la cultura popular y, como tal, se encuentra vinculado a la religiosidad, la medicina, las creencias y las costumbres de la gente. El profesor Galeano se entusiasmó con mi obra y me ofreció traducirla a la lengua guaraní, “de manera que también pueda ser leída por la mayoría de uruguayos”.

Bien es sabido que los juicios en la literatura son divergentes. Unos, apasionados; otros, interesados o aduladores; aquéllos, insustanciales; éstos, reales y sinceros. Lo que a unos gusta, a otros disgusta. El escritor debe acostumbrarse a toda clase de opiniones, porque escribe para el público, que es muy diverso e insospechado. Y no dejarse marear por la censura, ni envanecerse con el elogio. Lo que es, eso es.