Letras
“El silencioso vuelo de los peces”, de Pedro Enrique Rodríguez
El cuento “Más allá del cielo plomizo” forma parte del libro El silencioso vuelo de los peces (Equinoccio, 2009).
Más allá del cielo plomizo

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“Oh Dolores, that juke-box-hurts!”.

Nabokov

Eran las tres de la madrugada en Londres cuando Z. despertó desasosegado por un sueño en el que nadaba bajo el agua. Cuando abrió los ojos encontró junto a la cama, apenas iluminado por la tenue luz de la calle, el breve cuerpecito de Pavel, el hijo de su amante Vera, abrazado a un oso azul. Sus ojos retuvieron la imagen sin sentido de Pavel con un pesado batir de párpados, hasta que sintió a su lado el movimiento de Vera y constató que su cuerpo retornaba del todo del lado de la vigilia. La miró: un extremo de la mullida colcha dejaba al descubierto su dormilona rosa, un recorte de piel blanca, el universo ahogado de su belleza. Ella emergía del sueño con los ojos entornados, con las delicias de la indefensión y la fatiga en la punta de los labios:

¿Qué pasa, Pavel?, preguntó Vera, en búlgaro, en un tono de voz muy quedo, adormecido.

El niño no se movió. Vera dio un bostezo desganado.

Esto no puede continuar, Pavel. Tienes tu cama. Debes dormir en ella.

Pavel hundió su cabeza en la blandura del oso azul.

¿Qué le pasa?, preguntó Z.

Sabía lo que pasaba. Era la misma rutina de las últimas noches, el inicio de un ceremonial que conservaba algo del horror, la sensación de indefensión de su propia infancia. Pavel entraba a la habitación en algún momento de la madrugada, susurraba algo incomprensible, un terror confuso, un latido de animal o de bestia (un lobo que sugería su sombra en un ángulo de la habitación, el miedo atávico de una comarca medieval entre el sordo, el indiferente asecho de la nieve, un grito, un celaje entre la hierba). Era, después de todo, el regreso de un continente oculto entre las sombras de los árboles del bosque, un temor atávico. El retorno de los fantasmas que se esconden tras el grito desesperado de los grillos.

Ya incorporada sobre la cama (los hombros de Vera insinuados sobre la línea de la bata de dormir, un espacio de piel, pecas, la carne ardorosa, el placer sin tiempo contenido en sus curvas), preguntó:

¿Tuviste una pesadilla?

El niño levantó la cabeza y asintió.

Voy a subirlo a la cama, susurró Vera al oído de Z, en inglés. Él apenas si hizo un movimiento afirmativo, con los ojos cerrados.

Ven bebé, aquí. Ven con mamá, dijo Vera.

Pavel trepó sobre el cuerpo de Z., hundió una de sus anguladas rodillas en un costado y se introdujo entre las sábanas. Z. sintió por un instante el olor difuso de los niños, una mezcla dulce y amarga que se diluía en el intento por buscar calor junto al cuerpo de su madre, el mismo cuerpo y a la vez un cuerpo distinto al que tantas otras noches él acarició, besó, penetró bajo el ímpetu desesperado de esa máquina a vapor llamada deseo. El mismo cuerpo que ahora se recogía entre lentos, perturbadores movimientos elásticos para abrazar a un niño. Un objeto marino que ya comenzaba a hacerse inaccesible, pues ahora Vera se perdía, se cerraba en torno a la presencia de esa presencia indefensa que era su hijo. Era algo sutil, pero todo se convertía en una escena en la que el ardor que sentía por aquella mujer de formas intrépidas quedaba suspendido en el absurdo de un cuarto cerrado en el que las imágenes desteñidas de las serigrafías colgadas de la pared lo convertían todo en un paraje destemplado y aséptico. El retorno de las deidades griegas. Una concha de ostra que se aleja, rumbo a otras latitudes, a otros cielos.

Sintió sed. Abatido, Z. se levantó de la cama y caminó por el diminuto y estrecho pasillo hasta el baño. Era un apartamento de dos ambientes, repleto de bibliotecas improvisadas que almacenaban las correrías de Vera como estudiante internacional. Esta vez era Londres, un año atrás, Lovaina. Una larga y quizá insípida carrera de estudios doctorales en la cual el único resultado tangible era el oscuro nacimiento de Pavel, durante su estancia en París. Una historia en la que Vera parecía confabular pistas falsas que variaban con su estado de ánimo o el efecto de ciertas bebidas. Nombres confusos. Historias en las que aparecían habitaciones de hospitales que, en algunas versiones, dejaban ver un olmo centenario y, en otras, apenas el frío impersonal de un edificio marchito de ladrillos rojos.

Z. tomó un vaso del lavamanos, junto a los cepillos dentales y un diminuto estuche de rímel, y lo llenó hasta el tope. Bebió con la sed abrasadora de la resaca. Apenas unas horas atrás estuvo junto a Vera en un club nocturno, en las barriadas árabes de la ciudad. Una sucesión de imágenes en estampida estallaron ante sus ojos. Tuvo ante sí las luces de neón del club, la barra, repleta de vasos de cerveza a medio terminar, el olor a incienso y hashish, la cadencia de un solo de guitarra derretido en un extremo del local, bajo el movimiento de luces estroboscópicas. La imagen del cuerpo generoso de Vera apareciendo y perdiéndose alternativamente bajo las luces: un instante y su cabello cubría su rostro en una sacudida. Otro instante: sus piernas inclinadas. Otro: sus brazos abiertos. Ahora, recordó el volumen de sus senos, el recorrido sinuoso de sus caderas, los largos, redondos contornos de sus piernas y entonces sintió, llameante en el recuerdo, el mismo deseo abrasador de la primera vez que la tuvo ante sí, idéntico a la llama que ardía en el bar, al impulso animal que un rato atrás le hizo acercarse a ella, junto a la barra, y morder con maldad el lóbulo de su oreja al tiempo que le susurraba delicias carnales, al tiempo que se perdía en esa otra forma de ficción que esconde la palabra pasión. Entonces Vera pensó en Pavel, en que ya era tarde, que no terminaba de confiar en la niñera; al final, tuvieron que regresar, sintiendo que la noche quedaba suspendida en un trance, sintiendo que la intensidad de los sentidos bajo las luces del club eran el espectro robado de las preocupaciones cotidianas y que el placer quedaba colgado de las baldosas resplandecientes de una pared del metro bajo la que dormía un mendigo.

Solo, de pie ante el lavamanos, aterido de frío, Z. comprendía lo lejos que podían quedar todos los rastros del deseo, la distancia que en Vera imprimían los súbitos estallidos de maternidad. El mundo era inmenso, pero él sólo contaba con una cadena de acontecimientos que lo alejaban de su amante y apenas si debía conformarse con ver el reflejo del cuerpo de una mujer ajena, dormida en una habitación contigua, abrazada a un niño que a su vez abrazaba a un oso azul. Comprendió, además, que no podría dormir, así que salió del baño, e intentando hacer el menor ruido, encendió la luz de la salita (la luz de la lámpara pareció demorarse en barrer los tonos opacos del mueble-cama de Pavel, revuelto entre las sábanas y los peluches de los teletubbies), tomó un libro de Jacques Attali que recién fichaba en esos días, y se dispuso a leer hasta conciliar el sueño.

A un lado del mueble-cama, la ventana dejaba ver la desnudez de los árboles de Starlet Road cubiertos por una tenue capa de nieve, al tiempo que los blandos copos se dejaban caer en cámara lenta sobre la calle. Al poco de leer, reflexionó que no era sólo Vera quien a esa hora estaba muy lejos de él. También lo estaba su casa de la infancia, más allá del Atlántico, dormida en la ciénaga del recuerdo, en algún remoto lugar del Caribe. Pensó en Caracas, en sus autopistas de cemento y polvo, desiertas en las noches templadas, pensó en los amores perdidos de la adolescencia, en los familiares arruinados, en la ancianidad de sus padres, en el destello de El Ávila inmovilizado por siempre en un cuadro de Cabré, en el grito desesperado de los grillos. Pensó en el desvalimiento de Pavel, culpable de ser hijo de una madre voluptuosa, condenado a dormir en un mueble-cama, en una ciudad inhóspita, en las madrugadas hostiles, pintadas por la fría persistencia de la nieve.

Despertó con el sonido del aceite haciendo saltar las tocinetas del desayuno. En la cocina, Vera colocaba a tostar pan. Pavel permanecía sentado en un cojincito de peluche, junto al mueble, con el televisor en mute (los espacios pequeños exigen recursos inusitados de cortesía, incluso para un niño).

Dio una mirada por la ventana: apenas si podría distinguirse una débil mancha de luz entre el cielo plomizo de Londres, un destello matutino que iluminaba los árboles con un dejo fantasmal. La larga noche continuaba. La noche prometía no acabar jamás en medio de la impenitencia cruda del invierno. Vera salió de la cocina y apareció entera, vestida apenas con una bata que transparentaba el delicioso encanto de sus curvas, el dulce precipicio de su misterio. Vio cómo le entregaba un plato de porcelana a Pavel (tocineta, pan tostado, un poco de mermelada), vio que después, sin notar que él acababa de despertar, salía de la sala rumbo al baño.

La deseó. Con frío, con hambre, con urgencia, la deseó. Se levantó y vio a Pavel con un trozo de pan en la mano, con la vista fija en él. Revolvió su cabello con un gesto que era, también, parte de la rutina superflua de su vida en común, de sus impostados gestos de falsa paternidad, y fue hasta el baño. Encontró a Vera inclinada ante el espejo, concentrada en aplicar algo de rimel a sus increíbles pestañas gitanas. Sin decir palabra la sujetó con fuerza por las nalgas; después, cubrió con sus manos el encanto de sus senos y besó su cuello con un ímpetu desesperado. Ella volteó, correspondiéndole con un apretón a su sexo erecto, llevando una mano hasta su espalda, intentando deshacerse de su franela. Todo ocurría con la fuerza de un arrebato. Sus pezones, sensibilizados por el frío, eran ciruelas apetitosas. Z. llevó su mano hasta el sexo húmedo de Vera, descorrió su bata y la penetró con fuerza, de pie, con el cuerpo de ella apoyado sobre el frío borde del lavamanos.

Allí residía el secreto, ésa era la prueba de todo. El mundo entero se sometía a la dulce dictadura de un sexo palpitante, la vida estaba justificada por el ardor, por la luna menguante de un poco de carne trémula. Exhaustos, laxos, ambos permanecieron abrazados. Z. creía sentir entre sus brazos el principio y el fin de todas las cosas.

De pronto, escucharon ascender el sonido del televisor desde la sala. Todavía aferrado al cuerpo de Vera, entre el efluvio denso y delicuescente de sus olores, Z. distinguió la música monótona de un programa infantil, los gritos destemplados de los personajes de alguna tira cómica. Notó que el televisor tenía cada vez más volumen. Supo que todos esos ruidos estridentes eran la corroboración desesperada del mundo. Afuera, estaba Pavel, el olor a tocineta, las urgencias, el invierno. La vida era un lugar extraño. La rutina, las obligaciones, todo correspondía a un arreglo impostergable. El día comenzaba, en algún momento sería preciso regresar a él. Z. comprendía que sólo podía fijar su mirada sobre el cuerpo desnudo de Vera después de la pasión. Todo tenía sentido, Pavel necesitaba de cuidados, la ciudad necesitaba del invierno para cumplir su ciclo, a él sólo le importaba el cuerpo de Vera, su abrazo, su disposición a ser amada. El mundo era sabio y absurdo. Él ahora miraba sus pezones, la coloratura sonrosada de sus aureolas.