Letras
El tren

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Aunque la primera vez la escuché lejana, la sirena del tren se oía siempre cerca. A ciertas horas la estación estaba desierta y silenciosa, pero siempre, cuando uno se sentaba a esperar, podía escuchar el sonido de la sirena y el traqueteo de las máquinas. Para quienes aguardaban en la estación, resultaban verdaderos tanto el realismo como el idealismo: el tren existía fuera de su mente cuando lo veían acercarse con su mole de serpiente monstruosa, y sólo dentro de ella cuando, sentados en los bancos, bostezaban, o leían, o miraban el lejano horizonte, o bien se paseaban impacientes frente al edificio, mientras llegaba para arrastrarlos por los mismos rieles y por los mismos paisajes.

A mí me parecía que acababa de bajar de él y ya tenía que abordarlo otra vez. Pero quizá sucediera más bien que vivíamos en él, y los ratos que pasábamos fuera fuesen pequeños agujeros por los que uno se escapaba para ir a casa. Aunque tal vez “ir a casa” no sea una comparación exacta, porque el tren era nuestra casa. Eso era lo que nosotros habíamos hecho de él. Y como sucede a todo el mundo, muchas veces queríamos estar fuera, salir de paseo, y entonces nos apeábamos por dos días, dos días durante los cuales el tren permanecía dormido en nuestras mentes, ululando de vez en cuando para recordarnos que habíamos de volver. Durante estos paseos las imágenes de lo que había de suceder se nos adelantaban con frecuencia, y nos veíamos a nosotros mismos sentados en los bancos de la estación, con la vista puesta en la lejanía por donde aparecía el tren, con las caras aburridas, tristes, preocupadas o todo eso junto.

Pero la espera empezaba con toda claridad el último día del paseo. Entonces comenzábamos a pensar como si realmente aquél ya hubiera llegado a su término y estuviéramos sentados en la estación, entre la niebla de la mañana. Por eso, el paseo se reducía realmente a un día, durante el cual la sirena y el traqueteo de las maquinas sólo aparecían en nuestra mente de forma intermitente.

Ahora me veo a mí mismo sentado en uno de los desteñidos bancos de la estación. Bostezo y miro hacia el lado por donde el tren aparece. Hay más personas aguardando, pero nadie habla. Tal vez sea el frío, tal vez la espera. Sólo veo niebla y bostezos. De pronto, por encima de las últimas casas que alcanza la mirada, aparece una pequeña columna de humo blanquecino. Es el tren. Aunque sabemos que todavía pasarán unos minutos antes de que llegue hasta nosotros, todos nos ponemos de pie y levantamos las maletas. La sirena se oye a lo lejos. Al fin la serpiente llega arrastrándose y rugiendo hasta nuestros pies. Yo subo el último. Es mi primera vez. Creyendo que es como todos los trenes, busco en el primer vagón un lugar para sentarme, pero, aunque los asientos están vacíos, alguien me lo impide y entonces aparece un empleado de la compañía que me toma suavemente del brazo y susurra “venga conmigo”. Comenzamos a movernos en aquel vagón entre la gente que, extrañamente para mí, no toma asiento sino que va de un lado a otro, o se pierde detrás de las puertas que, atrás y adelante del vagón, se abren y se cierran constantemente. Por una de ellas pasamos a otro vagón, donde unos hombres, frente a unos bancos de carpintería, sin tener nada en las manos ni tabla alguna sobre el banco, mueven los brazos y las manos, todo su cuerpo, como si realmente estuvieran trabajando, mientras otro hombre, que parecía ser el jefe del taller, se paseaba con las manos agarradas por detrás, vigilando aquel extraño trabajo. El siguiente vagón también era un taller, en el cual, igualmente, hombres con las manos vacías se afanaban por hacer un trabajo que al parecer sólo ellos podían ver.

Así pasamos varios vagones más, hasta llegar al que me correspondía. El empleado entró conmigo y me hizo seña de que me sentare en uno de los bancos de atrás. El vagón estaba lleno de bancos escolares, ocupados por los que habían de ser mis alumnos. Eran éstos hombres jóvenes con lápices en las manos y cuadernos sobre los pupitres, pero, aunque aparentemente estaban escribiendo, al observar con atención podía uno advertir que solamente movían los lápices arriba del papel, sin escribir nada. Frente a ellos estaba el maestro: un hombre viejo, canoso, que movía también la mano sobre el pizarrón, pero, aunque tenía una tiza en ella, tampoco escribía nada y de vez en cuando se volvía de cara a los estudiantes y movía la boca como si estuviera hablando, aunque nada les decía. Yo estaba asombrado de todo aquello, pero cada vez que quería preguntar algo, el empleado que me acompañaba me hacía seña de que me callara. Hubo un momento en que creí que me había quedado sordo y la vista me fallaba. Al fin, el maestro se retiró del pizarrón, se acercó al escritorio, recogió sus cosas y se retiró. Entonces el empleado me hizo seña de que era mi turno y se fue. Yo me puse de pie y, acercándome al pizarrón, saqué el libro que me iba a servir de texto y lo puse sobre el escritorio. Saludé y comencé a hablar como acostumbraba a hacerlo al iniciar un ciclo con alumnos nuevos, pero éstos me miraron con cara de asombro y comenzaron a mirarse unos a otros como preguntándose qué pasaba conmigo. Como no parecían entenderme, creí que les faltaba el oído y escribí algunas cosas en el pizarrón. Sin embargo, su asombro parecía ir en aumento. Entonces entró un empleado haciéndome seña de no hablar, borró lo que yo había escrito y me llevó a un cuarto trasero. Allí, en voz baja, me explicó que por mi culpa se había detenido el tren y que hiciera el favor de ponerme a trabajar como debía ser o me haría bajar y perdería el trabajo. Aunque fue una alegría para mí ver que aquel hombre hablaba y yo no había perdido el oído, demandé una explicación, protestando que yo no acostumbraba trabajar así y que aquello era ridículo. El hombre me hizo seña de que callara y me repitió que perdería el empleo. Luego me empujó suavemente hacia el aula, haciéndome entrar en ella. Yo, haciendo un esfuerzo, comencé a hablar solo consigo mismo, pero moviendo la boca y haciendo ademanes como si hablara con los alumnos. El tren reanudó entonces su marcha.

Así empezó mi vida en el tren. No lo hice detener otra vez sólo porque no me hicieran bajar a medio camino. Pero me prometí a mí mismo no abordarlo el siguiente día. Y, en efecto, al otro día me levanté a primera hora, pensando en hacer averiguaciones para encontrar una explicación a todo lo que había visto. Lo primero que busqué fue un lugar donde desayunar. Hambriento y temblando de frío entré al primer comedor que se me puso enfrente. Las mesas estaban vacías y no había nadie que atendiera. Pensé que era muy temprano y esperé. Pero, al parecer, nadie más que yo tenía hambre en aquel pueblo. Después de largo rato, salí de ahí y entré a otro comedor, donde ocurrió lo mismo. Entré a una cantina, pero también estaba desierta. Entonces advertí que tampoco en la calle había persona alguna. El pueblo estaba desierto. Fui a la estación, pero también estaba desierta, pues el tren acababa de partir. Lo que al principio fue asombro comenzó a ser confusión y angustia en mi interior. Temblando de frío y con las manos entre los bolsillos, recorrí algunas calles con la esperanza de encontrar a alguien, esperanza que perdí pronto, pues comprendí que toda aquella gente había subido al tren, que el tren era su vida, y tendría que ser la mía si no quería perecer de hambre y frío. Fuera del tren estaba desamparado.

Sumido en estos pensamientos, llegué hasta un edificio con un gran rótulo en la fachada en el que se leía BIBLIOTECA, y en unos afiches que estaban pegados a los vidrios CONOZCA SU HISTORIA, LA HISTORIA DEL TREN. Movido por la curiosidad y no teniendo otra cosa que hacer, entré. Y ya no me sorprendí cuando vi que en los estantes repletos de aquella biblioteca había un solo libro, multiplicado en millares de ejemplares. En uno de sus capítulos pude leer la historia que ahora estoy narrando, referida a cada uno de los miles de hombres que como yo, llegaban un día por primera vez. El tren era un fantasma del que un día se había descarrilado y quedado totalmente destruido, y toda la gente que yo había visto estaba muerta, lo cual significaba que yo también estaba muerto, desde el momento en que me senté a esperar en la estación.