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El día que América amaneció estrenando alma

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Bogas del río Magdalena (ilustración del siglo XIX)
Bogas del río Magdalena. Ilustración del siglo XIX.

Gracias a los bogas del río Magdalena es que los americanos tenemos alma. Suena a hipérbole de mercader sarraceno, pero es históricamente cierto.

Durante tres siglos, desde el XVI hasta el XIX, los bongos, champanes y balsas suben contra corriente las 200 leguas eternas que hay entre Cartagena de Indias y el puerto fluvial de Honda. ¡Una atrocidad! Todos los viajeros ilustres que tienen el inmenso disgusto de vivir tal aventura coinciden en describirla como un trance lento, abrasador e impiadoso. Pues bien, si esto nos dicen quienes iban en calidad de pasajeros, sentados bajo techo de palma, sin otro martirio que aplastar mosquitos y sin otro ejercicio que matar el tiempo contando caimanes, ¿qué hubieran podido decirnos los indios bogas que, reducidos a esclavitud, metro a metro, empujaban la barcaza a fuerza de músculos, remos y palancas? ¡Que era como ir al infierno en cueros! Efectivamente, en los primeros cien años de este viacrucis, que es el viaje a la muerte, se acaba el indio de las riberas. En forma literal.

 

Nota del editor

“Karipuaña, memoria histórico-cultural del río Magdalena en el segmento del Atlántico”, de Plinio Parra

Esta crónica fue publicada en el libro Karipuaña, memoria histórico-cultural del río Magdalena en el segmento del Atlántico, de Plinio Parra, y hace parte de una investigación periodística realizada en 2005 con el financiamiento compartido del Ministerio de Cultura de Colombia y la Secretaría de Cultura y Patrimonio del Departamento del Atlántico. Hoy lo ponemos ante los ojos de la Tierra de Letras por gentileza de su autor.

Un hombre se tropieza con su misión

Hacia 1540 este drama sufre un punto de giro esencial gracias a la intervención de un personaje inesperado: el padre Leni. Un fraile italiano que parte de Roma a Santa Fe de Bogotá, sin sospechar la urgente diligencia que la vida le tiene guardada en el río Magdalena.

Leni pertenece a la antigua Orden de los Hermanos Predicadores, aprobada en 1214 por el papa Inocencio III y llamada comúnmente dominica, en alusión a su fundador, santo Domingo de Guzmán. Ahora bien, como su hermandad goza de los privilegios de predicar y escuchar confesiones en cualquier lugar, sin autorización de obispos, el dominico Leni, horrorizado por el sufrimiento de sus bogas, desenfunda la Biblia y procede a consolarlos en el nombre de Dios. ¡Vana ilusión! El pobre hombre no llega a la segunda semana de prédicas, atribulado por la inutilidad de su trabajo. ¡Está ardido! “Es fácil filosofar sobre la mierda cuando es el otro quien está embarrado”, piensa. Luego se rasca el alma con cuchillos: “La única forma de ayudar al náufrago que patalea, es arrojándole un tablón. Si uno se pone a impartir instrucciones desde la orilla, el hombre se ahoga”.

El suyo es un viaje de terror. Leni llega a Honda medio loco. Remonta las crestas andinas en estado de sonambulismo, y entra a Santa Fe de Bogotá profiriendo incoherencias. Por las noches, en medio de la oscuridad, sus hermanos de claustro le escuchan murmurar: “¡Pobres fantasmas! Han sido condenados de por vida a las galeras del Magdalena sin haber cometido delito, excepto ser indios”. Durante los días siguientes se la pasa eructando óxidos, con el rostro oprimido por el dolor. Con la angustia de quien se ha comido un guiso de anzuelos. Son las típicas señales de quien refugia en las vísceras un sueño grande. Algo está a punto de estallar.

Una madrugada, sudando a chorros en medio del hielo bogotano, su fiebre mesiánica lo sumerge en el delirio: “¡Dadme un tablón!”, suspira Leni. “¡Dadme un tablón!”.

Al prior de la Orden le basta un golpe de vista para interpretar los signos del moribundo: “Es el mal de la piedad, asegura, sin una onza de duda. Dicen que al padre De las Casas le sucede lo mismo cuando escribe sus libros”.

No se equivoca. Una semana después el padre Leni, trémulo pero feliz, entra a su despacho con los ojos bañados en llanto.

—Solicito permiso para viajar a Roma mañana mismo. Quiero rogarle a Su Santidad que, por piedad, declare que los indios tienen alma.

El viejo prior, que ha llegado a la sabiduría por el retorcido camino de la experiencia, sonríe ante el espectáculo: el padre Leni acaba de descubrir su misión. Esa verdad personal e intransferible que, siendo tan humana, sólo pocos hombres vislumbran.1

 

Los americanos dejamos de ser animales

El milagro sucedió en 1546. Es fácil imaginar el exordio que el fraile dominico utiliza para abrir su discurso ante el papa Pablo III (1468-1549): “Todos los llaman indios, naturales, aborígenes, nativos, vernáculos, bárbaros, criaturas, salvajes e infieles. Y como tal los tratan: como animales. Unas bestias un poco más avanzadas que los gorilas y muy inferiores a los cristianos. Nadie los llama hombres porque carecen de alma. Concédales esa merced, Su Santidad: proclame que los hijos del Nuevo Mundo también tienen alma”.

Las memorias dominicas cuentan que apenas el jerarca escucha los pormenores de la boga en el Magdalena, acoge la solicitud del padre Leni y autoriza en el acto la redacción de una bula que refrende la gracia concedida.

El posible efecto de esa gestión tarda seis años en llegar al río Magdalena. Pero llega. Ciertamente, en 1552, el rey de España autoriza mediante cédula que se organice la navegación del Magdalena, “con el fin de cortar el mal trato que se le da a los indios pues estima en más la salud y la vida de un natural que todas las riquezas y haciendas que de los indios puedan saber”.2

Pese a estos muros de contención, ¡ay!, el exterminio del indio a causa de la boga prosigue su camino, a sus anchas.3 Estas tres denuncias, aunque imprecisas y nebulosas por los tiempos en que fueron escritas, pintan la situación con brocha gorda.

  1. 1560. Juan del Junco denuncia ante el monarca español: “De 11 mil indios que moraban en las orillas del río Magdalena, no quedan ya 500”.
  2. 1579 (30 de julio). El licenciado Monzón, en carta remitida a la Corona, expresa: “Han muerto 59 mil indios en la boga. Sólo quedan 800”.4
  3. 1596. El capitán Martín Camacho le escribe al rey: “La boga ha consumido a 39 mil indios en 25 años”.

Para estos días ya le hemos perdido el rastro a las sandalias del padre Leni, de quien ignoramos suerte, paradero y final. Seguramente siguió en su brega santa, porque no tenía pasta de desertor y solía gastarse todas las plumillas pintando sus paisajes. Igual que fray Bartolomé de las Casas (1484-1566), su hermano de capuchas. Que también impulsó leyes en favor de los indios. Y que también sufrió la fórmula maldita con que los españoles evadían los decretos reales: “Obedecer y no cumplir”. Esa perversa costumbre que mató más indios que la sífilis.

Total: ninguno de estos frailes pudo evitar el genocidio indígena, pero ambos nos dejaron una enorme joya, ¡un tesoro!, la definición de la palabra Humanidad: sentimiento que nace cuando comprendemos cuán importante es el chiste de cada uno de nuestros prójimos en la sonrisa del mundo.

 

Notas

  1. “Al mencionar la defensa de los indios, de la crueldad con que se les trataba, transcribo unas palabras que tomo del interesante librito de Fray F. Mendoza Díaz, O.P., intitulado Cuarto Centenario de la entrada de los dominicos a Colombia (1529-1929). Los dominicos han ido siempre a la cabeza de todo movimiento contra la tiranía. En 1546, el padre Leni, viendo la opresión que ejercían los conquistadores sobre los indios, hizo viaje expreso a Roma para obtener de Pablo III la declaración de que los indios tenían alma. Por eso decía con mucha gracia el obispo Piedrahíta: “Por los dominicos, los americanos tenemos alma”. El padre Bartolomé de las Casas pasó 14 veces el océano por defender los indios, y defensor de los indios es su título en la historia universal. Se explica que después del viaje del padre Leni a Roma a obtener el reconocimiento del alma de los indios y de la labor incesante del P. de las Casas se viera la reacción oficial a favor de los indígenas y que de ello se resintiera el primer contrato de navegación del río Magdalena”. Goenaga, Miguel. Lecturas locales. Crónicas de la Vieja Barranquilla. Barranquilla, Imprenta Departamental, 1953, pág. 216.
  2. “En el año de 1552, en vista de las quejas que le dan Hernando de Alcocer y Álvaro de Alalla, sus procuradores, vecinos de Santa Fe de Bogotá, Su Majestad el Rey, dictó en Monzón una Real Cédula dirigida al oidor Licenciado Melchor Pérez de Arteaga y a los gobiernos y justicias de Cartagena de Indias y Santa Marta para que organicen la navegación del río Magdalena”. (...) Siete años después los contratistas Alalla, Alcocer y Gómez, mediante licitación, se comprometen a sostener la navegación entre todos los puertos del río por espacio de dos años con barcos suficientes para el servicio, tripulados por españoles y negros. Ernesto Restrepo Tirado, citado por Goenaga, Miguel. Op. cit., pág. 215.
  3. “Un hijo muerto vale más que un boga vivo”. “Contribuyó al descenso de la población la actitud autodestructiva de los indios. Para evitar las penalidades, muchos prefirieron el suicidio, ahorcándose o dejándose morir de hambre. Las madres ahogaban a sus hijos cuando nacían”. El Tiempo. “El gran padre Yuma. 500 años del descubrimiento español del río Grande de la Magdalena”. Edición facsimilar, 2001. / “Esto podría remediarse no sacándolos de su naturaleza para bogar y hacer sementeras, mandando hacer lista de ellos y cuenta semestral de los que nacen y mueren, castigando con rigor a los que matan a sus hijos”. Fragmento de un informe del Oidor Francisco Guillén Chaparro, fechado en Santa Fe el 17 de marzo de 1583. Velandia, Roberto, op. cit, pág. 94.
  4. Efectivamente, en 1579 se presentó la queja del licenciado Juan Bautista Monzón, y el 10 de julio de 1596 la del capitán Martín Camacho del Hoyo, quien suplicaba mandarle “una cédula real para que no consienta que ahora ni en ningún tiempo los indios boguen los ríos Grande de la Magdalena y Cauca y ciénagas de Santa Marta y Tolú y río del Senú y puertos de Onda, por lo mucho que les importa su conservación”. Noguera M., Aníbal. Crónica Grande del Río de la Magdalena. Bogotá, Fondo Cultural del Banco Cafetero, Tomo I, página 69.