Letras
Eterno verano

Comparte este contenido con tus amigos

A Jorge Armando

Es la madrugada del viernes y no iré a la universidad. Me he desvelado desde ayer por escribir unos ensayos finales. Estoy agotada, sin poder dormir y con recuerdos deambulando en la cabeza. Supongo que a mucho les ha pasado igual, estar muerto de cansancio pero hay demasiadas cosas en la mente y el sueño se esfuma, huye despavorido de ti. Y ahí estás, sin la posibilidad de disfrutar un sueño reparador en las próximas horas, pues la estúpida mente labora en pensamientos de a mil por segundo. Innumerables ocasiones resulta estresante y caótica, por esa razón busqué y encontré la solución para quitármela de encima y callar de una buena vez al mono saltarín que resulta ser la mentecita. Mi bendito medio es concentrarme en un recuerdo, el más representativo; luego me fijo en cada detalle de dicho recuerdo, primero en los grandes y luego en los pequeños, cuento cada uno, después vuelvo a recordarlos en el orden establecido. Imperceptiblemente me duermo antes de acabar mi propósito. Sin embargo en el transcurso del recuerdo me llegan muchos más que parecen no tener ninguna relación, pero es asombroso descubrir cómo todo encaja con el primero. Aunque si alguien se pregunta por qué no practico mi propio método para dormir en este mismo instante, es porque, en efecto, mi solución ha fracasado, el método es falible, así que no respondo a las quejas de quienes lo practiquen y no les resulte. Las soluciones (por muy benditas que sean) al paso de los meses o días (qué sé yo) terminan por ser esfuerzos inútiles, llegan al punto en que se vuelven inservibles como ahora. En fin, si no puedo dormirme tratando de concentrarme en un recuerdo, al menos puedo reírme de alguno de ellos. El más divertido fue el de mi fiesta de hace cuatro años. Para empezar yo no quería fiesta. Todos hemos escuchado de milagros que se cumplen si ruegas, suplicas y pides con toda la fe a un santo. Yo le rogué de igual manera a mi madre y abuela de que no deseaba nada especial, les imploré: “Mamá, abuelita, por favor sólo algo muy privado sin bailes ridículos y vestido de crinolina incómodo”. Hace mucho tiempo debí haber entendido que las plegarias a veces parecen funcionar con los santos, con mamá y la abuela definitivamente no. A ellas no les importó mis ruegos, y como grandes dictadores cerraron la discusión sin posibilidad de alegar: “Eres la única hija y vale la pena una linda fiesta y punto”. Así que fui una de tantas que bailan vals con muchachos tontos vestidos de cadetes. Ellas debieron hacerme caso tan lo menos cuando dije que no deseaba baile. Me hubieran evitado la caída, cuando envuelta en un vestido asfixiante de tules rosas, unos jóvenes idiotas me cargaron al paso de uno, dos, vuelta, uno, dos, vuelta, y ahí el error, en esa vuelta el muchacho más idiota de los cuatro tropezó y los demás también cayeron en caravana, por supuesto conmigo incluida, mi aterrizaje al suelo fue igual a la de un pastelito que cae y despanzurra todo el pan-chantillí con el vestido todo levantado y mis flacas piernas derramadas como betún. Me dolieron terrible mis nalgas en ese momento, pero tuve que sonreír, “aquí no ha pasado nada”, pararme de nuevo y terminar el malogrado baile. Al final los invitados se acercaron a consolarme y decirme que lo hice espectacular... hipócritas (por no decir otra palabra), si ya me han contado que muchos aún disfrutan reír al recordar mi caída. Bueno, ese era su deber como invitados, halagar a la festejada en pago de la comida y música en vivo gratis. Pensar que mamá y la abuela se esmeraron tanto en la fiesta, de hecho ya estaban agotadas desde antes que iniciara, pero sonrieron toda la noche frescas como lechugas. Para ellas aquel día empezó a las seis de la mañana. Estaban vueltas locas en organizar el evento, llevaban cosas aquí y allá, varias diligencias de las cuales nunca supe ni me interesó saber. Por mi parte me levanté a las ocho de la mañana, leí un libro, comí, volví a dormir, después a leer hasta la hora del peinado y maquillaje. Puedo evocar cada detalle de ese pasado, siento añorarlo como lo que fue y no regresará conmigo. La noche suave y el viento fresco alimentan este sentimiento, mientras el calor del computador prendido me devuelve al ahora, y me recuerda la derrota de ajedrez on line de hace dos horas. Me pregunto si alguna vez ganaré a la primera en el nivel más alto, si haré jaque mate en cuatro o cinco movidas, o aun más, si seré ajedrecista de talla mundial... bull shit, ¡qué palabra! normalmente no la digo ni en inglés, pero es verdad. Es que siento que son metas y son ilusorias, incluso percibo que siempre estoy en la meta y nunca me doy cuenta por culpa de hacer las cosas de cada día como un zombie, sin pasión, sin totalidad, sin plena conciencia, por ejemplo la conciencia total de sentir el viento entrar por la ventana de mi cuarto, estar totalmente despierta ahora que me revuelve el cabello, abrir la boca para absorber su oxígeno e identificarle un sabor a plátano y madera, incluso estar escribiendo me hace perder un momento precioso con el viento. ¿Entonces no escribo, pues me perderé de muchos instantes? Sí y no. Escribir ha rescatado infinidad de momentos que creí sin importancia y fueron todo lo contrario al invocarlos. Escribir me hace extrañar lo que fue pero no de una manera triste, sino feliz, relajada, sentirme tan ligera como algodón al soñar cuando extraño, caminar entre hojas marchitas que me sostienen. Aunque las hojas en realidad son manos. Hace años soñé pisar precisamente muchas hojas y disfrutaba sentirlas crujir bajo mis zapatos, después aparecía un hombre de cabello color durazno, ojos tan claros que se tornaban oscuros, alto, alto, manos delgadas y pestañas amontonadas. El hombre se diluía, sus manos se volvían hojas que me sonreían al caminar. Cuando desperté tuve un sentimiento igual al de este instante. Extrañé aquel sueño como el día de mi cumpleaños, me sentí contenta. Empiezo a sentir ganas de dormir, pero no las suficientes para dejar de recordar y escribir fragmentos de emociones como la de hace días, cuando me dieron ganas de casarme. La culpa la tuvo una revista de novias al hojearla y contemplar hermosos vestidos, velos y ramos de flores, no pude evitar las ansias de que llegara el día de portarlos. Le comenté a mi abuela este deseo y ella rió:

—¿Imaginaste al esposo?

—No.

—Por supuesto, eso no importa. El esposo debe esfumarse después de la noche de bodas —me dijo guiñándome el ojo—. La mujer debería tener la oportunidad de experimentar otras bodas, lucir todos los vestidos que desee hasta que se canse de ser la novia.

Reí mucho por su ocurrencia. Ella siempre tiene ese tipo de comentarios.

—Ay, hija, si no me hubiera casado con tu abuelo a lo mejor tu madre y tú hubieran sido más bonitas y excelentes bailarinas; tuve un novio tan guapo como John Clift, ¡cómo me rogó ese muchacho para que me casara con él!, era un bailarín brillante, en cambio tu abuelo era pésimo.

—¿Por qué lo rechazaste?

—Por boba, hijita, me apasioné. De joven el abuelo era muy varonil, con rasgos duros, nariz aguileña, me pareció tan fuerte y el John Clift tan delicado. ¿Te das cuenta de mi mala elección? Al escoger al macho sensual ustedes heredaron sus rasgos duros, y esta naricita que no luce bien en una mujer —me dijo tocándome la nariz cariñosamente—. Si tu abuelo hubiera sido el otro, tu madre habría sido más preciosa y tú un poquito más linda. Sin ofenderte, mi niña, sabes que te lleva mucha ventaja en hermosura. Elige bien a tu esposo, hijita, de preferencia del tipo de John Clift, así te evitarás de un mal deseo.

—¿Cuál?

—Rogar que los hijos no se parezcan al horrible padre.

Estos comentarios no significan desamor de la abuela por su marido, al contrario, desde que murió todos los días habla mal de él. Para ella es una buena forma de espantar a esa sombra dolorosa que le recuerda la ausencia permanente del abuelo. La he pillado llorar más de diez veces frente a su retrato. Respecto al comentario de la belleza estoy de acuerdo, mi abuelo no era el hombre bonito ni delicado. De joven era muy varonil pero mamá y yo heredamos lo menos geométrico de él, la nariz alargada y chata de las puntas. Sin embargo mamá tiene unos hermosos ojos y cabellos oscuros que compensan la nariz, a diferencia de ella, a mí nada me compensa. La abuela posee toda la razón, hasta fue gentil al decirme “poquito linda”. De ningún modo me interesa ser algo guapa. Pura vanidad, estoy a salvo de ella, o tal vez no y escribir mi desinterés de ser bella sea una manera de aliviar mi enojo contra los genes del abuelo que tuve la fortuna o desfortuna de heredar. Además si estamos en la oscuridad todas podemos ser Audrey Hepburn, Marilyn Monroe o Grace Kelly... a oscuras cualquier persona puede imaginarse fácilmente quien le digamos ser. Otra vez ha entrado el aire por la ventana, me gusta, es tan agradable, abro la boca y puedo sentirlo mover en mi cuerpo. Ya no jugaré partidas de ajedrez en el resto de la semana, me ha vencido la máquina en los próximos días. ¿Días, existen realmente? Percibo que nada más son un uso práctico en este mundo de todos los tiempos. Como si necesitáramos ampararnos de algo, una suerte de protección que justifique nuestro vivir en un espacio exacto, o de lo contrario no nos quedaría nada. Casi nadie se queda en la nada, sólo los valientes, yo soy muy joven y prefiero sentir que todos los días son uno, sin diferencia entre ayer o este momento. Un hoy eterno con forma de una gran masa que se extiende y aglutina todos los instantes. Lunes, martes, miércoles, la una de la mañana, las tres de la tarde... ninguna diferencia. La diferencia es posible gracias a la gran capacidad de tejer cada día, cada año con una hora determinada. ¿Pero qué cosas digo? Para mí los recuerdos son como si vivieran ahora, si los menciono vuelven a ocurrir. ¡Un momento! Hay alguien en el kiosco, espero no sea nada grave. Ya, ya está, es mamá. La he cachado como otras veces. Ahí se queda sentada sin hacer nada, mirando los árboles. No la molesto en preguntarle, si lo hago le daría el derecho de hacer lo mismo conmigo cuando voy al kiosco en las tardes y permanezco horas. Además se merece abstraerse del mundo cuando le dé su gana, pues trabaja mucho para mantener este caserón donde vivimos. Mi casa tiene ciento veinte años de antigüedad, mis tatarabuelos vivieron aquí y su enorme fortuna duró hasta la adolescencia de la abuela. Agradezco a mis tatas haber construido el kiosco, es lo más bonito de la casa, se encuentra en la parte más alejada. Es la mejor herencia que pudieron dejarme. Ahí es muy solitario, no se escucha el ruido de los coches, sólo oyes al viento, a las hojas caer y a las ramas de los árboles moverse. Entre otras cosas, el kiosco tiene una historia grabada en el piso que mamá mandó a inscribir antes de mi nacimiento. Ella acostumbraba leérmela en vez del cuento de hadas, luego me llevaba a la cama. Cuando no lo hacía, no podía dormir, lloraba y gritaba sin parar hasta que me llevaran ahí y me contaran el cuento del piso. Este lugar ha estado siempre conmigo. Lo siento como otros brazos pero no delicados y suaves como los de mamá o la abuela, sino fuertes, seguros, protectores. ¡Qué tarde es! Las cuatro de la mañana y aún sin poder dormir. Bueno, tendré todo el día para descansar pues no iré a la universidad. El domingo deberé levantarme temprano, ir con mamá y la abuela a misa de siete de la mañana. Los domingos son un ritual, nos levantamos a las cinco, desayunamos a las seis treinta, caminamos rumbo a la iglesia, la señorita Geni (una soltera de sesenta años) nos saluda con los buenos días mientras barre afanosamente la banqueta de su puerta. En el trayecto encontramos al dueño de la panadería llamado don Gregorio (un señor de sesenta años con el cabello lleno de canas), él nos ofrece tomar una taza de chocolate cuando la misa termine. La verdad es que mamá y yo sabemos que a don Gregorio le gusta la abuela, en varias ocasiones que aceptamos el chocolate, no para en adular su porte, elegancia, fineza y majestad belleza. Ella ríe con desparpajo y no le incomodan los comentarios, al contrario la halagan nada más. Otras veces también la he visto frente al retrato del abuelo, le habla como si estuviera vivo y le dice enfáticamente que ella lo ama a él y es impensable en considerar propuestas amorosas a tales alturas, cuando faltan menos años para alcanzarlo en la tumba. Respecto a mí, tengo un número cero en admiradores que salgan a verme cuando voy a la iglesia, tampoco un amor a quien rendirle cuentas de mis sentimientos. A cambio de esas emociones, me gusta imaginarme sola pero con mi vestido de novia, caminando en un suelo lleno de flores rumbo al altar; si es temporada de buganvilias, cuando sus pétalos cubren las calles, yo puedo concretar mi imaginación: cierro los ojos, camino lento y parsimoniosamente, me agacho, recojo pétalos y los tiro sobre mi cabeza, mamá y la abuela ríen, empiezan a entonar a coro “tan, tan, tatatán, tan, tan, tatatán”. Sólo que algunas veces me he sentido apenada pues justo cuando me siento soñada entre flores, con mi vestido blanco, el coro, el señor Elías sale de su casa y ve todo el teatro armado. Al percatarme de su presencia, me hago la desentendida, miro por otro lado y camino rápidamente. La abuela ha dicho que el señor se contiene la risa por respeto, sobre todo a mamá. Así es, ella igualmente rompe corazones. Don Elías está loco por mamá, él busca las oportunidades para verla en la carnicería, en la panadería y cuando la saluda le sonríe tímidamente con las mejillas rojas. En seguida la invita a comer, mi madre cortésmente se niega y se negará. Este pobre señor es bastante horrible, la abuela acostumbra a decir: “Ni imaginar cómo saldría mi nieto si te casas con él, suficientes errores tenemos con el mío en haberme casado con tu padre”. El comentario es una broma, aunque sea muy feo estoy segura de que si mamá quisiera, valoraría que este señor moriría en hacerla feliz. Ella no está interesada en nada del amor, pareja o como se le llame. Actúa como si la oportunidad del amor estuviera extinta. Dice que su felicidad soy yo y está completa. Cuando yo no esté a su lado, ¿ella se partirá en la infelicidad? No me crean, sólo bromeo, siempre estaremos unidas. En realidad la pregunta sirve para llegar a una conclusión: estoy incompleta. Es difícil explicar este sentimiento. El amor de mamá y la abuela siempre es total (aquí viene el pero), pero necesito de algo diferente; no, no me refiero al novio apasionado. Quiero tener alguna noticia de mi padre ausente. ¿Quién fue, cómo vivió? He llegado a creer que nací por el espíritu santo o mamá fue a un banco de semen para cumplir el sueño de maternidad. El que haya sido mi papá, está presente aquí, en mí, en mamá, hasta en la abuela, como un secreto a voces. Sé de ese alguien que evitan nombrar cuando estoy presente. Las he visto discutir quedamente, incluso con señas. Si tan sólo se dieran cuenta de que mientras más innombrable, más sólido se vuelve aunque ya no les pregunte. En tantas ocasiones lo hice indirectamente, les comentaba los nombres de los papás de mis amigas, luego callaba esperando que llenaran el silencio con el nombre del mío. Luego aprendí a vivir como si él fuera un sueño, real mientras dormía e ilusorio cuando despertaba. Varias noches soñé que por fin mamá me diría la verdad pero justo cuando abría la boca, la abuela me despertaba. Hasta en los sueños ellas intervenían. Lo más eficaz fue pensar en él como actor de película, podía escoger al más guapo y cuando me aburría de uno, elegía otro. Un tiempo fantaseé que mamá tuvo un amorío con Cary Grant, uno apasionado e intenso, del cual fui resultado. No hubo compromisos, sólo momentos fugaces, de ahí su vergüenza de contarme la verdad. Yo la hubiera entendido, el señor Grant era uno de los hombres más bellos. Él tenía una boca delgada y larga, el labio inferior grueso, lo cual lo hacía misterioso; los ojos entornados y cobijados por unas largas pestañas, sus bellas manos grandes para agarrarte cuando cayeras desmayada al verlo. Cualquier desliz con el señor Grant está justificado. ¿Quién podía resistir su seducción? Si yo hubiera tenido un hijo de él, me sentiría orgullosa y agradecida. De todos modos, este cuento me aburrió a los tres meses, junto con el señor Grant. Montgomery Wayne fue el segundo de la lista. Simplemente lo adoré. Él tenía un aire de fragilidad, inocencia, su cabellito rubio, ojos grandes y expresivos, boca delgada y dura, parecía un macho inocente. En esa ocasión supuse que el señor Montgomery había perseguido a mamá varios meses, ella le tuvo miedo al principio y lo rechazó. Él con su fuerza de macho no paró en acecharla como auténtico cazador hasta que encerró a la presa en la jaula. Ella se enamoró totalmente, Montgomery la engañó. Era casado y al saber del embarazo, la abandonó. El señor macho inocente se comportó como adolescente irresponsable... qué triste por mamá. El final de esta historia me fastidió como la de Grant, esta vez la imaginación me pareció muy cruel. Así que los siguientes años James Dean fue mi padre indiscutible. James, el joven rebelde e inmaduro, el que fumaba el cigarrillo como desafío, con la cabeza ligeramente echada hacia arriba como preguntando “¿cuál es tu problema?”, a la vez que echaba el humo a la cara en afán retador. Seguramente los dos eran unos jovencitos cuando se conocieron. Muy jóvenes para razonar cuando las hormonas los hizo prisioneros entre los árboles de un parque solitario. Sólo bastó esa vez para ser concebida por una pareja inexperta en el uso del preservativo. El resultado, el mismo de muchas historias, una jovencita nerviosa que buscó apoyo en James Dean. El otro, como perfecto joven inmaduro, se asustó y la mandó a la “goma”. Le dijo: “Soy muy egoísta y no perderé mi tiempo cuidando y educando a un bebé. Estoy muy joven, la vida es muy bella para atarse y sufrir con un pequeño vampirito que me chupará toda la energía”. La pobre chica se fue desconsolada, muerta en llanto, con la preocupación de cómo diablos iba a mantener, cuidar y educar una criatura sola, sin trabajo y sin estudios suficientes para ganar un salario decoroso. Desde ahí el amor de un hombre ya no existió para ella, a cambio, el amor materno la inundó por entero. Fin. Al analizar esta situación, justifico a Dean, su comportamiento es normal, apenas era un jovencito tonto, las mujeres maduran pronto, los hombres se tardan demasiado. Mamá estaba más preparada para educarme. Gracias a Dios que no ayudó el otro, su contribución hubiera empeorado las circunstancias. Estúpida explicación, ¿no?, pero la imaginación y el sueño es lo único que he tenido como padre y ambas aún me satisfacen.

Debo decir que el día de la fiesta, después de cuatro horas interminables de baile, comida, besos, abrazos, sonrisas, despedidas “Gracias por venir”, me escabullí del ruido de la música y me fui al solitario kiosco. Ahí fue donde lo vi, al hombre de traje gris. No apareció de repente, su llegada fue poco a poco. Llegué corriendo al kiosco con todo y mi vaporoso vestido de tules rosados, una vez ahí di gracias a Dios estar sola, el poder respirar paz, silencio. El aire de esa noche era igual al de ahora, suave, hasta aromático, traía consigo el olor a madera, el de las hojas verdes de los árboles. Me fue inevitable aspirar profundamente para que ese olor se quedara en mí. Luego, al expirar el aire, me sentí alegre y revitalizada, la fiesta me había quitado demasiada energía con su ruido insoportable. Después me senté y comencé a leer la historia grabada en el piso. El aire invadió el lugar con un aroma a durazno cuando leí la última línea. Miré a todos lados, no vi nada que pudiera originar ese olor. Después observé una pequeña y redonda niebla frente a mí, se agrandaba y adelgazaba cuando el aire la golpeaba. El aire esculpía a la niebla como si fuera arcilla, dando forma a un hombre, vestido muy elegante, traje gris y corbata azul. Era muy alto, su cabello se veía hermoso, sedoso, del color precisamente del durazno. Su piel era bronceada, cejas castañas y abundantes, tenía unos dulces y delicados ojos marrones que me observaban con ternura. Nos miramos demasiado hasta que se acercó, se inclinó ante mí, tomó mi mano y la besó. Después comenzamos a bailar un vals, los acordes musicales estaban en nosotros. Tarareábamos el mismo ritmo, el hombre me conducía entre pasos lentos por la circunferencia del kiosco. Me sentía tranquila y apoyé mi cabeza en su pecho mientras respiraba su olor a durazno que se impregnaba en mí. No sé cuánto tiempo estuvimos bailando, recuerdo haberle preguntado su nombre, quién había sido, le dije que deseaba saberlo todo. El hombre río fuertemente, continuó deslizándome entre pasos delicados, no sin antes dirigir su mirada al piso y guiñarme el ojo. Entendí que mis preguntas las respondería por mi cuenta, nadie vendría a soplármelas al oído. Suspiré resignada, lo abracé y cerré los ojos. Al volver a abrirlos el hombre se había esfumado, me descubrí bailando sola abrazada al aire. Mamá me observó en esa postura, no preguntó nada, me jaló y dijo que no debía irme y dejar plantados a los invitados. Al término de la fiesta le conté lo sucedido con el hombre de traje gris. Se quedó impávida, ni siquiera un fantasma la asustó para revelarme algo sobre mi procreación. Definitivamente el aparecido es mi padre, no sé su nombre ni su historia con mamá. No obstante ya tengo algo de información, no fue un James Dean pues en algo le interesé, considero una proeza haber cruzado el más allá para verme. Me aliento con el día en que sabré la otra porción de verdad. Escucho pasos por la escalera, es mamá, ya entró a la casa y se va a dormir. Es mi turno. De tantas veces que he mencionado al kiosco, me han dado ganas de ir. Iré descalza, quiero sentir la hierba húmeda bajo mis pies. Ni pensar a qué hora me levantaré hoy, son las cinco de la madrugada. Mi amado lugar, no podría compararlo con ninguno. Puedo revivir el vals con el hombre de traje gris con sólo cerrar los ojos y bailar, bailar como si navegara en el mar, como si flotara entre nubes o el viento me acunara, volverme una hoja que vuela por el cielo, uno, dos, tres y vuelta; uno, dos, tres, cuatro y vuelta, uno, dos y tres, uno, dos y media vuelta, uno, dos, tres, vuelta entera, uno, dos, tres, cuatro, cinco y un ladrillo está fuera de su lugar. Uno, dos, tres y veo un hoyo bajo el ladrillo removido. Uno, dos, hay unas cartas ahí. El baile se concluye. Lo siento, romperé la privacidad de alguien, es irresistible la tentación de abrir esas misivas. Son cuatro. La primera es un poema amoroso dirigido a mamá. La segunda carta la escribe ella a su novio, le relata los pormenores de la próxima boda en el verano. La tercera es la respuesta del hombre, le dice estar impaciente y emocionado por la llegada del matrimonio. La cuarta misiva es de la Fuerza Aérea del país, informa sobre el accidente del muchacho y su penosa muerte. Todo esto ya lo sabía, la historia grabada en el kiosco es el resumen de las cartas. De modo que las he leído desde pequeña. Un piloto aviador enamorado de una bella chica que le corresponde. El hombre estaría lejos por unos meses, regresaría en el verano. Esa época del año se alargó indefinidamente por que el piloto abandonó este mundo en forma de luz, no sin antes prometer volver de alguna manera. La novia lo esperaría sin llorar y nombrarlo, de lo contrario él no volvería. En el lugar donde ahora estaba el hombre era intolerable la tristeza, si alguien del otro mundo la transmitía, el afectado quedaría encarcelado en dicha tristeza. “La novia aún lo espera, un día regresará”. Mamá solía terminar la lectura del cuento con esas frases. Ella viene aquí para nombrar a papá y desquitarse de las veces que no lo hace frente a mí. Aquí grita su nombre en silencio, tal vez espera alguna respuesta. Ya la tuvo, su tristeza no encarceló a papá, la voz de su pensamiento melancólico lo condujo aquí y él pudo llegar a bailar conmigo. Se ha prendido la luz de la sala. Es la abuela, me ha visto desde la ventana. Con estas cartas ellas deberán contármelo todo sin excusas. Me dirijo a la sala, la abuela seguramente me espera.

—Muy bien, abuelita, a las dos les seguí el juego varios años. Es suficiente. Aquí hay cuatro cartas, estaban bajo un ladrillo del kiosco. Todas sabemos cuál es el contenido de ellas.

—¿Qué deseas saber?

—La otra parte de la realidad.

—Cuando tu mamá tenía catorce años, íbamos de vacaciones a un pueblo cerca de la playa. Ahí conoció a tu papá, era el hijo del vigía del faro. Fueron novios hasta el final. Ellos se veían todos los veranos, ¡cómo disfrutaba ese par junto al faro!, me regocijaba verlos enamorados. Crecieron, estudiaron y continuaron la relación. Tardaron en comprometerse pues papá quería darle lo mejor a mamá. Esperaron hasta que se recibió de piloto aviador. Él inició su ciclo de vuelos, luego programaron la boda para el siguiente verano. Como sabrás la boda nunca se realizó, tuvo un accidente, algo falló en el avión y se nos fue. Nunca encontraron el cuerpo. Tu pobre madre sufrió tanto y yo con ella, también lo quise mucho. Sin embargo la muerte trajo vida, felicidad, ella se dio cuenta de que estaba embarazada, dieron frutos los atardeceres de sus veranos junto al faro. Pensamos que eres el renacer de él, no está muerto. Tu papá vive contigo, no hay historia, este cuento es algo simple, no hay nada, lo milagroso es verte como la imagen de ese hombre en ti. Creímos más conveniente callarnos y un día te dieras cuenta, por eso de niña ella te leía la historia que ya sabes.

En este momento el sueño de mamá no es profundo, algo la despertó y baja las escaleras. Le muestro las cartas sin ninguna emoción. Ella permanece estática, quiere abrazarme pero no sabe cuál es mi ánimo, enojo, furia o comprensión. La abuela prefiere irse a la cocina. Yo me siento en el sillón. El silencio ha petrificado a mamá. No lo puedo negar, disfruto de su reacción. Mucho tiempo estuve en ese estado, con el corazón esperanzado en saber, que detrás del silencio imperturbable hacia mis preguntas, pudiera resplandecer la verdad por su boca. Ahora sufre lo mismo que yo. Me río fuertemente, sé que eso la dejará más contrariada. Al observar justamente su rostro de asombro, río aun más. Es agradable el silencio de las palabras con la risa. Ella no quiso ser cruel y ahora lo soy con toda la intención, aunque no aguanto más y le digo sí con la cabeza, como señal de comprensión. Me levanto, la abrazo y llora, mientras me ofrece incontables disculpas.

—Sin llorar, mamá, estoy contenta pues él siempre ha estado aquí —le digo, y veo a la abuela espiar por la ventana de la cocina, luego salir rebosante de alegría. Se detiene enfrente de mí, contempla las paredes y dice:

—Se ha derramado —así es, mi padre se ha escanciado libremente entre nosotras sin una gota de sombra, con toda la claridad de una luz perpetua.