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Tanilo

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Las calles del pueblo tienen la perfección en su trazo recto, parece extrañamente como si de antemano alguien hubiera planeado su crecimiento y orientación porque, aunque empedradas, sin luz eléctrica, sin más alumbrado que el resplandor amarillento de los quinqués en la mayor parte de las viviendas, y en las casas de la gente adinerada —que son las menos— las lámparas de gas, se orientan con toda precisión del este al poniente, por lo que en el transcurso del día también el sol cruza a cabalidad la calle. Como calle de Las Flores se le conocía anteriormente, ahora es Serdán. Todo cambia.

Menos Tanilo.

Tanilo pasa ahora por la calle Serdán aun cuando él parece vivir los tiempos de Las Flores, porque no se ha querido desprender de su traje de indio ladino: blanco, perfectible al blanco, calzón holgado y fajín; los huaraches trenzados y el morral de pita que cuelga atravesado al pecho. Pasa Tanilo por las mañanas con sus casi cien chivas y dos perros que seguramente le ayudan a vigilar su ato de animales, que habrán de cruzar la ladera del cerro o la búsqueda de pasto seco o fresco, hasta que el sol, luego de cruzar la calle Serdán, comience a desaparecer en el horizonte.

Ya de regreso, Tanilo al atardecer, cuando la gente abandona sus casas para sentarse a tomar el fresco en el zaguán, volverá con uno o dos nuevos animalillos que a las chivas les han nacido durante el día, allá en los intrincados vericuetos del cerro. Qué gusto habrá de darle a Toña, su mujer, porque Dios bendice la casa y el ganado crece en número. Ahora habrá la posibilidad no sólo de repartir más litros de leche, unas piezas más de queso por hacer o jarros de jocoque, sino también dar atención a las mujeres que han parido a sus muchachos en malas condiciones, sin leche para alimentarlos, y las chivas bien hacen de sustitutas cuando no hay nodrizas.

De todos modos, como los chamacos nacen malos, a saber Dios con qué enfermedades y las madres sin leche, al poco tiempo se mueren. Que el doctor dice que es por la fiebre de malta, por darles leche sin hervir, pero éstos nada más buscan fregar a la gente con sus centavitos por una o dos vacunas. Qué van a saber ellos si todos así nos hemos criado.

La familia de Tanilo no es solamente Toña, su mujer, sino también Juana, la mayor, que a la brava se casó con un ranchero para seguir igual de fregada: escuincles y trabajo, trabajar y joderse todo el día para malvivir allá donde se la llevó. Lo bueno para Tanilo es que no tendrá que darle parte de la propiedad, parte del ganado como dote, ni un solo par de chivas para la leche de sus chamacos. Martina, la otra mujer, tiene cinco años, así que no hay problemas que atender ahora, más que los originados por El Rorrito, su hijo Pancho, que lejos de ayudar con los animales o en el solar —el terrenito que en el cerro le regaló el gobierno—, se la pasa con la Amparo. Él con su risa babosa siempre plasmada en el rostro y ella con una oreja pegada del medio, bizca y con labio leporino.

Y los dos, extraña pareja de enamorados, con veinte años de edad cada uno, cruzan la plaza una y otra vez, no se sabe en qué ritual de no hablarse, no mirarse, no decirse nada pero tomados de la mano, sonriendo estúpidamente.

El Nano es sobrino de Tanilo, pero ese creció aparte, su padre se largó no se sabe dónde luego de morir la madre, hermana de Tanilo. Creció muy independiente, trabajando desde chiquillo, acostumbrado al reto de levantar pesadas cargas. Todo lo que significa esfuerzo físico, ahí está El Nano. Sacar arena en botes de veinte litros; cargar mezcla cuando sale por ahí una obrita de albañilería; sacos de cincuenta kilos, de a dos se avienta en la espalda El Nano para no perder tiempo. Su cuerpo, aunque bajo de estatura, tiene un trazo perfecto, definido en su musculatura, y no pierde oportunidad de entrarle a quien se le ponga enfrente para demostrar su fuerza. Y esté en donde esté, porque no toma ni fuma, con precisión sorprendente cruza la calle —antes de Las Flores—, a la media noche exacta para volver a casa.

Él dice que es la hora en que salen a volar las brujas y como asegura que ya antes las ha visto, no pierde la esperanza de algún día aventarse a una para hacerla su mujer. Dice que cuando atraviesan el cielo, así como uno ve las estrellas fugaces cruzar el espacio en la noche, hay que rezar un padre nuestro y si se puede un rosario completo, al tiempo de ir haciendo nudos con un lazo, un pañuelo o con lo que haya a la mano y no dejar el rezo hasta que la bruja caiga.

—Las he visto... —dice—, porque probó de esta forma y luego la belleza de la mujer, de pelo rubio, largo, su piel blanca, sus formas descubiertas, lo embelesaron tanto que dejó de rezar, idiotizado casi, a punto estuvo de caer en su trampa y él mismo dice que queman a la gente para luego tragarse pedazos de carne en un ritual, durante uno de sus aquelarres. Cuando se dio cuenta de su error, la belleza de la bruja esa se trastocó en una horripilante vieja decrépita que desapareció volando, echando carcajadas.

Año con año, en el tiempo de lluvias, el río crece y el pueblo se inunda. Tanilo cruza la calle el sol cruza la calle el agua del río cruza la calle. Los dos ríos se encuentran: el Lerma y el Guanajuato, se hacen uno solo al sur del pueblo y lo aíslan. Por un lado el cerro donde pastan las chivas de Tanilo y los otros dos lados, como en un triángulo, son agua. Así es cada año y así ha de ser siempre porque desde niño Tanilo así lo recuerda y ahora, con su andar de viejo, nada ha cambiado desde entonces.

Tampoco sus hermanos han cambiado hasta la fecha: Chente, retador cruza a nado el río que arrastra animales muertos y ahí en la presa, solo, cuando no nadando, sumergido en las aguas amarillentas, sucias, parado en la ribera del canal que separa las aguas del pueblo y del río, mirando a la lejanía, perdido o lloroso, recordando que ese es el río que se llevó a la madre de los tres: Tanilo, Chente y El Pajarito, el menor de los hermanos.

Un río crecido y una casa de adobe que se desplomó con su madre adentro. Su padre, un viejo borracho y las dos hermanitas que ayudaban a su madre en los quehaceres de la casa. El Pajarito sigue el curso del padre y así como Chente se la pasa en el agua, retador, pidiendo en lo interno no que las aguas le regresen a su madre, sí a la espera de que también a él se lo lleven. El Pajarito hace lo mismo en el agua: borracho.

Pero a Tanilo estas cosas ya no le importan porque creció con ellas, vive con Dios y ha envejecido con esos problemas sin poderlos resolver. Sabe que Toña su mujer estará contenta cuando vea los dos nuevos cabritos que a las chivas les han nacido en la ladera del cerro y ella sabe que tendrá el dinero extra con la venta de leche, del queso y hasta carne para comer si decide matar una de las cabras viejas.

Dos o tres veces otros chiveros han encontrado en la ladera del cerro cuerpecitos de chivo recién nacidos, pero con dos cabezas, o con cabeza de hombre apenas formándose, deformes, extrañas y repulsivas. Tanilo rechaza esa versión, dice que es envidia que le tienen por su enorme propiedad, porque él sí ha sabido hacer fortuna con sus animalitos, así que lo que dice la gente, es lo que menos le importa.

Y no ha faltado quien amenace con acusarlo de estarse aprovechando de las chivas para calmar sus calores de hombre viejo, sus urgencias a falta de mujer porque Toña ya no quiere hijos, interesada más en que el número de chivas crezca que en satisfacer a Tanilo, así que a éste, cuentan, lo han visto apareándose con las chivas allá en el cerro.

Envidias, habladurías dice él y está seguro de que no va a morir de viejo, ni desbarrancado en el cerro o por la mordedura de una cascabel o de una hocico de puerco, de esas culebras que tanto abundan en el cerro, o quién sabe si con un tiro de carabina en el pecho por andarse metiendo en las cosas de Dios.