Letras
Cenizas

Comparte este contenido con tus amigos

La ceniza que se apila en las manos del crimen deja visibles rastros de violencia y sangre en el recuerdo de la víctima. El cuerpo, yerto y mustio en la alfombra, bajo la diáfana sombra de la lámpara testigo del asesinato, parece moverse con apacible lentitud. Cada movimiento produce en este desconocido ser un dolor agudo, una mordaz repetición de su rápida extinción. Esa inmovilidad propia de la muerte se niega a desvanecerse, a borrarse de la imagen, a ceñirse a su extraña aparición, y se entrega sin remedio a posar para el espectador, que parece aturdido observando aquel deplorable cuadro, desde el otro lado de la puerta. No tiene deseos de entrar, de volverse cómplice de algo que quizás no cometió, de ser señalado como el artista de la obra más perversa de la historia, pero la voluptuosidad, esa temible compañera, le incita a que se embriague con esa lluvia negra de lamentos y súplicas al cielo, que yacía a estas horas de la noche en la contemplación fatal de la eterna condena de la soledad.

Temeroso aún de lo que le esperaba, abrió por completo la estancia silenciosa. Era su entrañable habitación, esa que había decorado con tanto ahínco años atrás. Todo parecía en orden, sólo le incomodaba ese cuerpo extraño al costado de su cama, esa materia gris que destruía por completo la estabilidad del ambiente, su ambiente. Sus antiguas pinturas, que aún permanecían agarradas a la dócil pared, parecían haber sido violadas y torturadas en su ausencia, habían sido arrancado de su centro los colores, y esa perfecta armonía de guturales matices que tanto le conmovían. Algunas hojas esparcidas en el suelo habían tenido un final similar, castradas de toda conciencia y vida, fueron convertidas en simples memorias de algún otro pasado. Sus libros fueron pisoteados una y otra vez, dejando sólo carátulas invertidas, frases perdidas y cuentos sin final. Su biblioteca fue destruida con flechas críticas, con presagios olvidados, con agua de rosas muertas, con ignominias crueles y desleales.

Suspiró. Sus hermosos perfumes, sus ignotos aromas, sus mórbidas creaciones fueron vaporizadas con grácil ironía, fueron desterradas de aquellos frascos secretos de alucinaciones perdidas o de sentimientos frágiles, hacia el vacío infinito del mundo exterior. Las ventanas se retorcían de angustia, abriendo un portal de dudas y secretos, éstas que habían sido encarceladas en el inmenso devenir de la costumbre, se debatían en confusa melodía de si cerrarse o abrirse para siempre. Empezó a llorar, sus lágrimas buscaban intentar sanar estas heridas, que penetraban incesantes su corazón. Sus incontrolables jadeos, sus continuos desfallecimientos le obligaron a sentarse al otro costado de su cama, el cual detestaba por sentirse demasiado cerca al límite de lo material, que era el muro que se levantaba inquebrantable como un rectángulo de acero, y que lo envolvía misteriosamente en un círculo cerrado de formas paralelas y amorfas.

Abrió los ojos. Sus espejos bañados en obscuro barro, rotos y ciegos, miraban con sincera extrañeza su figura, que se disolvía en pérfidas sombras y reflejos lejanos de la luces de la ciudad. Se incorporó con gran esfuerzo, había perdido su compostura, su agilidad, su exiguo aunque orgulloso ímpetu. Suspiró una vez más y en pasos cortos pero firmes, tomó la decisión de descubrir el rostro de aquel cuerpo que expelía sin miedo un aliento de fuego y arena, de silencio y torpeza. Gritó al verse sorprendido, al darse cuenta de que aquel cuerpo no era un cuerpo —aunque tuviera esa forma tupida y calculada—, era un recuerdo de algo que nunca fue, que nunca conoció, que nunca será y, de pronto, cuando brotaba de sus ojos la última lágrima de sangre de la noche, descubrió sin estupor que había cometido un crimen, que las cenizas que, posadas en sus manos, hervían en ondas de odio y rencor, eran la prueba fehaciente de la estúpida osadía de haberse fumado su alma.