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Hormigas en Manhattan

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(A Markus, el viejo Gilbert)

En su recorrido desde el piso 69, el elevador se detuvo varias veces. La oficina que acababa de dejar era un salón inmenso, en cuyo rincón más apartado estaba el estrecho cuarto donde guardaba sus implementos de trabajo. Salió al lobby y detalló con disgusto los murales dedicados al trabajo humano que engalanan el cielo raso. Empujó las puertas giratorias y se incorporó a la multitud en movimiento, al río humano que hablaba por teléfono y agitaba sus manos en el aire. Muchos llevaban un fardo a cuestas, una caja, un maletín, una bolsa, una sombrilla, un globo. Algunos entraban y salían del rascacielos como de la boca de un hormiguero. Atravesó la calle y, desde la esquina de la Lexington con 42, contempló la antena que coronaba el edificio. Acostumbraba mirar esa jeringa portentosa contra el cielo y, luego, buscar entre las innumerables ventanas aquella desde la cual disfrutaba todos los días la salida del sol. La confortaba saber que allá, bajo la tutela de las monumentales gárgolas, había un lugar para ella. Esta vez, sin embargo, era distinto, el supervisor le había anunciado su despido y sólo le quedaba hasta el fin de semana.

Se calzó los guantes y avanzó por la 42. Las agujas doradas del reloj circular de Grand Central Terminal marcaban las nueve y media de la mañana. Podía tomar el tren allí o en Bryant Park, pero siempre, incluso en esos días de frío intenso, iba hasta Port Authority, para regalarse el gusto de ver los avisos luminosos y las inmensas pantallas en la Broadway.

En la terminal de buses, se metió a la tienda donde todas las mañanas compraba su café. Se dirigió a la entrada del subway, deslizó su tarjeta por la ranura de la registradora y caminó por los pasillos subterráneos en dirección a la parada del tren 7. Se detuvo a tomar un sorbo de café, miró las vallas de publicidad incrustadas en las paredes, escuchó las quejas que un anciano negro le sacaba a un saxofón. Alargaba el tiempo de llegada a su cuarto en Jackson Heights porque sentía que ahí, en la ciudad subterránea, en el entramado de túneles, en el lujoso hormiguero luminoso por donde caminaba con un café colombiano en la mano, ella era parte de esa humanidad. Le divirtió la ocurrencia.

—Un lujoso hormiguero luminoso.

La frase saltó de su pensamiento y un hombre se detuvo.

—What?

Se dio a la fuga. Siempre era igual. Sumergida en las aguas de esa muchedumbre, demoraba su tránsito a casa para sentir un poco de calidez humana, pero no aceptaba ninguna interacción. Ella quería conversar. Encantada se hubiera quedado comadreando un buen rato con cualquier desconocido, pero el inglés la intimidaba. Cada vez que advertía en alguien la intención de hablarle, metía la cabeza en algún agujero invisible y huía. Sentía que la lengua era una amenaza, un puño levantado. En esos cinco años había aprendido lo suficiente para cambiar las monedas en el laundry, pedir su café mañanero o comprar la tarjeta del transporte, pero era incapaz de cruzar dos frases completas.

En el tren, miraba a la gente de soslayo, interesada en los rasgos diversos, la policromía de los raros atuendos, los extraños peinados, los tatuajes obscenos. Se bajó en la 74 con Roosevelt, compró la tarjeta para llamar a su madre y se entretuvo en los almacenes de los hindúes. Se deleitaba con las pedrerías y los prolijos bordados, pero no se atrevía a entrar a las tiendas. Siguió por la 72 hasta la Northern Boulevard. En la parte trasera de un edificio descascarado, al lado del depósito de las basuras, estaba la entrada al sótano que compartía con otra colombiana desde hacía tres meses. Con ella se veía muy poco, por el cruce de los turnos de trabajo, y no habían construido una amistad. Zapateó y golpeó la reja, para espantar las ratas que merodeaban las bolsas de desechos. Bajó las gradas, casi corriendo, para no encontrarse de frente con alguno de estos desagradables animales y entró.

Su cuarto estaba al fondo y tenía por ventana un rectángulo de 30 por 50 centímetros, que la nieve taponaba algunos días de invierno. Apenas terminaban las nevadas, salía a palear la nieve acumulada, a abrirle camino a la luz del sol. Así trataba de hacerle el quite a la persistente sensación de vivir en una tumba. Corrió las pequeñas cortinas. En la calle, un hombre esperaba que el perro hiciera sus cosas en el rectángulo de hierba. Pensó que sería bueno tener una mascota. Recordó a Copito, su perro. Era blanco, como la nieve recién caída, y tenía manchas negras, como la nieve sucia. Extrañaba sus cariños y sus juegos. El sueño empezó a embotarla. Se recostó en la cama. Tomó el calendario y trazó una cruz sobre el 25, en el mes de febrero de 2009. Escribió 1.654 en la casilla y lo guardó en la caja, sobre viejos almanaques llenos de cruces y de números. Números que eran como lápidas. 1.654 monumentos mortuorios que la separaban de su Cali, el lugar en que anhelaba volver a vivir y donde estaban todos sus afectos. Cumplía ese rito funerario apenas entraba a su habitación. Después llamaba a su madre.

Preguntó por los hermanos. Al otro lado de la línea, se alargó el silencio.

—¿Pasa algo malo, mami?

—Nada grave, hija.

—Mamá.

Usó el tono que no admitía engaños.

—Lo de siempre, las hormigas no nos dejan tranquilos.

Sólo entonces recordó que su madre le había insistido con el tema de las hormigas y la necesidad de poner un piso de cemento. Las imaginó fabricando sus túneles en el subsuelo de la casa, haciendo surcos en las paredes, metiéndose en los armarios, invadiendo la cocina. Se figuró a su hermanito saltando a medianoche, llorando por las picadas, buscando el alivio de la ducha. Su madre trataba de erradicarlas echando agua caliente en la boca de los agujeros y bañándolas con insecticidas, pero nada servía. Se avergonzó. Había dilatado el asunto porque quería mandar el suficiente dinero para que de una vez hicieran el repello, pusieran la baldosa y azulejaran los baños.

—Consiga una cotización y yo le mando la plata, mamá.

La madre le dijo que ya le había dado el presupuesto de don Jeremías, le recordó la cifra.

—Mañana le pongo el dinero.

Un incómodo silencio la inquietó.

—¿Qué pasa? No se ponga otra vez a quedarse callada. Dígame qué ocurre.

—Es que...

Notó el desespero en su voz.

—Es que Efraincito está muy picado, las piernas se le hincharon por las mordidas.

—Llévelo al médico, mamá.

—Está bien, hija —respondió con voz ahogada.

Ese gasto recortaba de nuevo los precarios ahorros. Llevaba años soñando con juntar lo suficiente para regresar y poner un negocito que le dejara tiempo para la universidad, pero siempre surgía algo. Primero fue la vivienda. Con su dinero, la familia hizo la casita propia en Agua Blanca, con piso de tierra, paredes de ladrillo y techo de teja. La madre le había mandado fotos. Después siguió el bautizo de Efraín, el funeral del padre, el abogado para su hermano, los tratamientos médicos de la mamá.

Calentó sopa y comió viendo la televisión. Se quedó dormida. A las siete de la noche fue al supermercado a comprar víveres. Iba a la tienda en las noches de todos los días. A veces, Jesús, uno de los empacadores del supermercado, terminaba su turno y la acompañaba a casa. Él le decía cosas agradables, la llevaba al cine, la había invitado a bailar. Se portaba bien y a ella le gustaba, pero no lograba zafarse del corazón la mordaza de la censura familiar.

—Negro, ni el teléfono —vociferaba el padre.

Imaginaba los desprecios de los parientes. A una tía abuela suya la habían encerrado en un convento por sus amoríos con un negro. Los tiempos habían cambiado, pero la familia no transigía.

—Claro que ya estoy grande y puedo hacer lo que me dé la gana —se dijo sin convicción.

Pronunció el nombre que deseaba para sus hijos, con el apellido de Jesús:

—Ada Luz Carabalí, Gonzalo Carabalí.

Lo hizo en voz alta, con una risa maliciosa. No sonaba mal. Había tenido pocos pretendientes en New York y todos terminaban tratando de meterle la mano entre las piernas antes de que ella se acostumbrara a su presencia. Jesús parecía diferente. Le agradaba su olor, le gustaba cuando la llamaba por su nombre, le hacía falta su compañía. No estaba de turno y regresó a casa sin el alivio de su voz.

Preparó la comida, se metió a la ducha, se vistió, prendió la tele, comió. A través del ventanuco miró hacia la calle. El viento levantaba polvo de nieve y hacía piruetas sobre los techos de los autos. La gente caminaba rápido, casi corría, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos del abrigo. Cuánto le gustaría que alguien viniera a su casa, que le dijera adiós antes de salir para el trabajo, que le diera un abrazo de bienvenida en las mañanas, que la acompañara durante las comidas. Pensó en Jesús. Volvió a la televisión. Empacó algo para comer a la madrugada y llenó de tinto el termo. Se asomó a la calle. Regresó a la cama y cambió el canal. Eran las nueve de la noche y sólo saldría para el trabajo a las doce. Tenía tres horas por delante y no encontraba cómo gastarlas. Se paró frente a la ventana. Imaginó su rostro visto desde la calle, tiznado por la oscuridad, apenas una sombra recortada en un rectángulo detrás del césped. Limpió el vidrio empañado y se vio en Cali. Allí era ella a plena luz, era el sol y la piscina, era la piel canela y lisa. La Sucursal del Cielo le decían a esa ciudad de la añoranza. Alguien que había padecido un invierno en Nueva York la habría bautizado.

Tomó el tren. A esa hora no había mucha gente. Se bajó en Port Authority a las doce y diez, con tiempo de darse una vuelta y pasar por los teatros, por el museo de cera, bañarse en la corriente de luz de Times Square. Esa era una de sus escasas alegrías. El alegre chapoteo en esa cascada luminosa la animaba, sentía que era parte de un milagro. A la una en punto, como todos los días de esos meses, salió del ascensor y entró en la oficina. Limpió los escritorios, pasó la aspiradora, sacudió los archivadores, brilló los teléfonos, pulió los ventanales. Sólo interrumpía su tarea para tomar café, contemplando la ciudad a través de la ventana, y para comer. Nada la distraía de sus obligaciones. Era un tiempo sin pensamiento y sin memoria, sin preocupaciones ni nostalgia. A las siete empezaron a llegar los empleados y ella se metió a limpiar los baños. A las nueve se cambió y buscó el ascensor, la calle, el subway. Entró al hormiguero subterráneo, pensando que no había visto nunca hormigas en Manhattan. Regresó a su casa repitiendo el recorrido del día anterior, el camino que sus pasos habían trazado durante más de un año.

Llamó a la mamá, pero no le contestaron. Le marcó a una vecina y ella le informó que se habían ido para el hospital, que a Efraincito lo habían tenido que llevar de urgencia por la picadura de las hormigas. La asaltaron imágenes espantosas de su hermano hinchado, tiritando de fiebre, gritando hasta morir.

Cuando era niña, su mejor amigo había muerto por la picadura de las hormigas. En un potrero cercano habían aparecido pequeñas montañas de tierra removida y ese se convirtió en el sitio preferido de los muchachos. Les encantaba patear los nidos y ver cómo los ejércitos de hormigas salían al ataque. Los que no corrían rápido se ganaban las picaduras y la burla de los amiguitos. A veces se ocupaban en ahogarlas echándoles agua con una jeringa o las escupían para verlas patalear bajo el peso de esa burbuja espesa. Su padre le había prohibido muchas veces que fuera a los hormigueros porque las hormigas enfurecidas podían ser peligrosas, pero ella se olvidaba de hacer caso. Ese día Amparo había mudado su primer diente y se entretenía usándolo para destriparlas. Cerca de ella, Carlitos trataba de taponar con piedras pequeñas la entrada a otro nido. De pronto, el muchacho dio un brinco y corrió desesperado, gritando y palmeándose el cuerpo en actitud de loco. Ella se fue a casa. Su padre la llevó al velorio del niño y la obligó a verlo en el ataúd, para que aprendiera lo que les pasaba a los niños desobedientes.

Pensó en su padre, muerto tres años atrás. Era la hija mayor y no fue a enterrarlo porque, si salía, no podría regresar a los Estados Unidos. Tenía 22 años la última vez que lo vio, en el aeropuerto. Él vestía la camiseta verde de su amado Deportivo Cali y un bluyín desteñido. Efraín no había nacido. Su padre no quería que viajara, pero la situación económica era cada vez más difícil y la enfermedad lo había disminuido. Cuando se abrazaron los dos, sintieron que esa era una despedida definitiva.

La imagen de su hermano se fundía con las de su padre y su amigo en una sola muerte. Su cerebro era un vórtice. Intentó comunicarse muchas veces. En el hospital no le dieron información. La desazón la enloquecía. Trató de imaginar a Efraín, por las fotos que le enviaba su madre, pero le resultó imposible. Se asomó al agujero que hacía las veces de ventana. La gente seguía en sus afanes y en su indiferencia. Nadie advirtió el rostro mojado en lágrimas que, desde el tragaluz de un sótano, anhelaba un abrazo de compasión.

Tuvo la exacta conciencia de cuánto odiaba las hormigas. Ellas la alejaron del hombre que había amado en el pasado. Recordó con nitidez cuando cumplió los 17 años. Gilberto la había invitado de paseo a Santander. Suplicó por semanas el permiso del padre hasta que, un día antes del viaje, lo consiguió. Recuerda con detalle la conversación porque fue la única vez que lo desafió:

—Es mi último año de colegio y nunca he salido de la ciudad.

—Quien anda de prisa pronto tropieza —sentenció el padre—. Esos Rangel a toda hora quieren es andar metiendo la mano y como le está pagando el viaje...

—Yo sé hacerme respetar, papá, ya no soy una niña.

—Raro es el regalo tras el que no se esconde algo malo —respondió el padre.

Odiaba cuando él se ponía a recitar refranes, le parecía que estaba hablando con otra persona, que no era su padre sino un ser ajeno y burlón.

—No seas malpensado. Ese muchacho no es sino buena gente —terció la madre.

—A la hora de la quema se verá el humo —ironizó el padre.

—Entonces, déme usted el dinero.

El hombre se humilló. Lo que ganaba escasamente cubría los gastos básicos de la casa.

—No me celebró los 15, nunca me ha dado dinero para los paseos, no salgo a ninguna parte, no hago sino estudiar y usted cree que yo no necesito divertirme.

No encontró palabras para responder. Trató de salir, pero ella lo enfrentó:

—Si no me da el permiso, me voy sin él.

Advirtió la decisión en los puños apretados, en el rostro descompuesto por el llanto. Nunca antes se había atrevido a levantarle la voz.

—Está bien, Amparo, haga su voluntad.

Sólo la llamaba por el nombre cuando estaba furioso, pero a ella no le importó.

El Domingo de Ramos llegaron a la meseta de Ruitoque. Aunque el autobús era cómodo, estaba molida por más de veinte horas de camino. Gilberto le había hablado maravillas de Santander, de sus paisajes y su gastronomía. Le había dicho que estaban en cosecha de hormigas culonas. A ella no le animaba mucho la idea de comerse esos bichos, pero deseaba ver el apareamiento descrito con tanta pasión por su novio. Descansaron y al día siguiente fueron a lo de las hormigas. Gilberto se integró al festín y las capturaba apenas iniciado el vuelo nupcial, pero ella se quedó absorta con la música que producían las alas en su ascenso al cielo, con su danza erótica. Las veía subir a la altura de las copas de los árboles, trenzadas, copulando en pleno vuelo. Imaginó su primera experiencia sexual así, alada, aérea. La hormiga Gilberto y la hormiga Amparo danzando al son de la música producida por los agites del amor. La avergonzó su pensamiento inmoral y bajó el rostro. A sus pies, se extendían miles de hormigas muertas, montones de alas desprendidas, centenares de hormigas desaladas. El novio advirtió su palidez y le explicó que los machos las fecundaban por dos o tres minutos y luego caían al suelo, fulminados por el vigor de su propio sexo. Entonces, las reinas fecundadas se arrancaban las alas y fundaban nuevos nidos. Le dio una terrible impresión la imagen del cementerio que se tendía a sus pies, mientras las sobrevivientes, con sus abdómenes hinchados por la única cópula que tendrían en su vida, inventaban un camino a casa sobre los cadáveres de sus funestos amantes. Algunos soldados subieron a sus pies y la mordieron con ferocidad. Recordó a Carlitos. Huyó. Los demás escogieron las hembras, las llevaron a casa, les cortaron las cabezas, les arrancaron las alas, las desmembraron, las echaron en una cazuela, las pusieron a fuego lento y les rociaron sal. Gilberto se empachó de hormigas. Ella no comió. No lo besó nunca más.

Por fin, a las cinco de la tarde, se pudo comunicar con su madre. Ella le dijo que el niño estaba bien, que había hecho una reacción alérgica, pero se había recuperado. La presión en su pecho cedió. Corrió a poner el giro y regresó a casa. Estaba extenuada. Se durmió.

Sintió música afuera y abrió la puerta. Había un asado familiar. Le ofrecieron cervezas, le acercaron una silla, le hablaron con cariño. Bajo la imponente bóveda estrellada, la luna rodaba como una bola de billar. Gilberto la invitó a bailar, se apretó a su cuerpo y ella sintió la presión de una erección. Su padre pareció darse cuenta y se acercó con ánimo pendenciero, movió sus antenas y las hormigas empezaron a salir por la puerta del sótano, a brotar de las paredes. Atacaron al novio, lo mordieron con furia. Ella lo vio desaparecer bajo una montaña de insectos agitados. Amparo trató de correr. Las piernas no le respondieron. Jesús llegó en su auxilio, la tomó de la mano y trató de escapar con ella, pero las mandíbulas feroces lo redujeron, lo empujaron al estrecho agujero. Ella se quedó paralizada escuchando sus gritos de dolor y padeciendo los esfuerzos que él hacía por mantenerse de este lado de la vida.

Los golpes en la puerta la despertaron. Miró el reloj, eran cerca de las diez de la noche. Nunca dormía hasta esa hora. Jesús quería saber por qué no había ido al supermercado. Ella estaba feliz de verlo, lo hizo entrar, le preguntó si la acompañaba a cenar. Mientras él fue a comprar una botella de vino, ella se duchó, se perfumó y se vistió su mejor ropa.

—Estás muy bella. Siempre estás hermosa —le dijo mientras le acariciaba el pelo húmedo.

Se sonrojó. Deseó besarlo, pero era incapaz de tomar la iniciativa. Destaparon el vino, brindaron, comieron. El reloj avanzaba y ella quería detenerlo. Era la primera vez que tenía un invitado, que se tomaba una copa de vino en la intimidad de un cuarto con un hombre que la hacía temblar como una adolescente. Jesús le tomó la mano. Ella sintió un corrientazo lento en todas las extremidades. Le dijo que tenía que irse para el trabajo y él se ofreció a acompañarla.

Le gustó verlo bajo las luces multicolores de Manhattan. Él le ayudó con los oficios. Compartieron la comida y se recostaron en el antepecho de una de las ventanas para contemplar la salida del sol. Se miraron con ternura, se besaron, se abrazaron. Amparo sintió que su vida había sido un largo aplazamiento y lloró en silencio. El sol atravesó los ventanales del piso 69, en el emblemático edificio de la 42ª street, y se multiplicó en sus lágrimas. Pronto empezaría a llegar la gente. Jesús fue a esperarla en una banca de Bryant Park. Regresaron al cuarto. Conversaron hasta dormirse.

Al atardecer, despertó y lo vio a su lado. Decidió que ella también podía ser feliz, que ese hombre era el camino buscado desde hacía tantos años, desde su rompimiento con Gilberto. Le dijo que la habían despedido, por la crisis económica, que esa era su última semana de trabajo y debía buscar uno nuevo. Le habló de su hermano preso, de Efraín, de la madre, del padre, de su permanente deseo de volver a Cali, del aplazado sueño de estudiar y ser una profesional. Él le contó su vida, las dificultades de esos nueve años en New York con el propósito de ahorrar el dinero para regresar a Colombia y comprarse un taxi. Ya tenía suficiente y le sobraba para una casita. Quería viajar antes de primavera. Se sintió otra vez desamparada y no pudo contener el llanto. Le preguntó por qué le decía todo eso, por qué la había besado, por qué la había ilusionado para después decirle que se iba. Jesús le confesó su amor irrenunciable y le propuso que se fuera con él, que se casaran en Cali y compraran una casa.

—Yo manejo mi taxi y vos montás tu negocio y te ponés a estudiar.

—No me puedo ir, tengo muy pocos ahorros y mi familia necesita de mis giros, no puedo dejarlos sin amparo.

Él le ofreció que su madre y hermano vivieran con ellos. Ella lloró. Quería decirle que sí, pero no tenía valor para esa audacia. Una cosa era su romance en New York, en la clandestinidad de una ciudad que nunca le perteneció y jamás lo haría, y otra era en Cali, con su familia, sus amigos. Intentó lavar la loza, pero él la detuvo. La besó, con pasión. Una confianza nueva la invadió. Sintió que todo podía ser afrontado mientras su cuerpo fuera esa liviana fortaleza. El deseo abrió todos los seguros que había conservado durante sus veintisiete años de existencia. La llevó a la cama. Con delicadeza, le quitó la blusa y la acarició sin prisa.

No sintió mariposas, como decían sus amigas del colegio, sino hormigas, hormigas que se metían en su clítoris, le hurgaban la vagina, le comían las entrañas. Su cuerpo era el luminoso hormiguero que Jesús horadaba como un oso glotón. Levantaron el vuelo nupcial. Imaginó los cadáveres en la sábana. Sintió los estertores de la hormiga Jesús consumiéndose en sus jugos seminales y se desgarró por dentro mientras las luces se apagaban en todos los agujeros de Manhattan.