Letras
Capítulo LXXV
Que trata del más glorioso y nunca como se debe alabado funeral de la Mancha, con otros acontecimientos dignos de escritura y memoria eterna

Comparte este contenido con tus amigos

Dejamos en la segunda parte desta historia al Ingenioso Hidalgo de la Mancha en su lecho, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, donde entregó su espíritu tan sosegadamente y tan cristiano, que su fin hizo que los presentes pusieran en duda la verdad de la locura que lo había acompañado en cuerpo y espíritu, si bien empobrecidos por los fantásticos ideales caballerescos, enriquecedores con sus gracias y vituperios del provecho de duques y duquesas, poetas y autores, malsines y paladines, labradores y pastores, y de cuanto lector en sus horas de cotidiano desvelo dejó mano y corazón en las páginas desta singularísima e irrepetible historia, capaz de alegrar a la misma tristeza y de rejuvenecer el nunca olvidado rostro de la soledad.

Causóme sin embargo gran pesadumbre no encontrar registrado en los cartapacios y papeles viejos que a mis manos habían llegado los detalles que adornaron la sepultura y partida deste mundo del famoso, valiente, discreto y eternamente enamorado caballero de la Mancha, que el prudentísimo Cide Hamete Benengeli, verdadero y único autor desta historia, decidió no incluir en los trazos finales de su pluma, a quien con gran sabiduría y no menor discreción encomendó la respetable empresa de impedir el sacrilegio de los cansados y podridos huesos de Don Quijote, yacientes en paz y armonía, lejos ya y enemigos de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ausentes de la ausencia de Dulcinea, escondidos en algún lugar de la Mancha, de cuyo nombre Cide Hamete nunca quiso acordarse.

El gusto de haber leído tan minucioso y discreto cuento se volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar el fin que, a mi parecer, faltaba a esta tan grande historia. Parecióme cosa inverosímil y fuera de toda buena costumbre que a tan buen historiador le hubiese faltado registrar el funeral de su caballero, cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes, porque cada uno dellos tuvo a su tiempo un funeral que engrandeció los confines de la historia, y no había de ser tan desdichado tan valiente hidalgo que le faltase a él lo que le sobró a sus predecesores. Y así, no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, y echaba la culpa a la fugacidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual, devorando los minutos y consumiendo las horas del gran autor desta historia, le impidió concluir el fin que le dio a la misma.

Sucedió entonces que recorriendo yo un día las calles de Toledo, donde el cielo, caso y fortuna me ayudaron una vez a saciar la sed y a curar el mal sabor que me dejó la interrupción de las aventuras del manchego, alcé los ojos y vi, escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: Aquí se imprimen libros, de lo que me contenté muchísimo, porque hasta entonces no había visto emprenta alguna, y deseaba darle reposo a mis ya cansados ojos que habían vagado sin receso, buscando entre rincones oscuros alguna señal que me indicase que mi búsqueda no estaba destinada al fracaso. Entré dentro y vi tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquélla, lo cual animó mi curiosidad y me hizo acercarme a uno de los hombres que, con cierta gravedad, leía y volvía a leer lo que parecía ser un manuscrito antiguo, lleno de anotaciones y caracteres arábigos, mientras lo traducía en los pergaminos que tenía a su lado. Preguntéle yo que de qué se trataba tan bizarro documento. Respondióme el caballero, no sin cierta frustración, que el manuscrito formaba parte del apéndice de unas memorias que habían llegado hace poco a la emprenta y que pertenecían a un hombre ya entrado en años, moro de nacimiento, que buscaba quien las tradujera a la lengua castellana y publicara bajo el seudónimo C.H.B. Preguntéle yo si se le estaba haciendo difícil la traducción de tan mentirosa lengua, a lo que él respondió:

—Señor, no es la traducción de la lengua que bien ha calificado usted de mentirosa lo que me tiene en tal estado de frustración, pues bien aprendido fui del oficio de la traducción de lenguas, tanto de las grandes lenguas romana y latina, como de las más recientes y no por eso menos meritorias lenguas castellana, alemana y francesa. Es lo bizarro y poco común deste discurso lo que me hace preguntarme si, por el bien de los lectores deste desdichado autor, debo o no incluir este tan innecesario trozo de incoherencias.

Preguntéle yo si podía leer algunas líneas que ya tuviese traducidas para la satisfacción de la curiosidad que su discurso en mí había despertado, y entregándome el manuscrito entero ya traducido me dijo:

—Tome usted este manuscrito y haga con él lo que a su santa voluntad e impertinente curiosidad plazca, pues no creo que exista alguien que provecho alguno encuentre en la lectura de semejante vituperio.

Con el manuscrito en manos, salí de la emprenta y me senté a la sombra de uno de los árboles que adornaban la plaza que se encontraba justo al frente del desgastado edificio. Mucha discreción fue menester, queridísimo lector, para disimular el contento y la nostalgia que recibí cuando, con lágrimas en los ojos, leí las primeras líneas de lo que aquí, en medio del palpitar de mi emoción infantil, se refiere.

Pocas fueron las pompas con las que se llevó a cabo el funeral de Don Quijote, ahora bajo el nombre de Alonso Quijano el Bueno. Su cuerpo, ya sin la armadura que, siendo su segunda piel, lo había protegido en todas sus múltiples y valerosas aventuras, menos en aquella que lo despojó poco a poco de su locura, y que será por siempre la envidia de cuantos caballeros recorran los nunca olvidados caminos de la andante caballería,

que de la muerte despierta,
con cada sueño que nace,
en la locura del caballero,
que se convierte en amante

fue llevado a la sala mortuoria, en la que, en medio del llanto de Sancho, sobrina y ama, fue envuelto y colocado en un ataúd de tosca madera, hecho especialmente para él, pues su figura, que parecía habérsele alargado gracias a los innumerables artificios propios de la muerte, soberana legítima de la vida, se rehusaba casi como si aún estuviese viva, a encontrar descanso en los ataúdes diseñados para cobijar cuerpos de estaturas convencionales, buscando quizás hacer justicia a la grandísima, generosísima y valerosísima alma que hace poco había dejado de albergar. Finalmente, rodeados de muchachos y acompañados del ama y de la sobrina, cargaron el liviano cuerpo Sancho y Sansón Carrasco por un lado, el cura y el barbero por el otro, y llegaron al cementerio donde los vecinos aguardaban con ojos preñados el cuerpo del manchego, porque verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que Don Quijote fue Alonso Quijano, a secas, y en tanto que fue Don Quijote de la Mancha, fue siempre de honesta condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuanto le conocían y le trataban.

Cuenta Cide Hamete que hasta Rocinante y el rucio, cuya amistad casi humana se había engrandecido en medio de los desvelos de la tragedia, parecían llorar las lágrimas que caían de los ojos de quienes contemplaban el descenso apacible y silencioso del ataúd de Don Quijote hacia la sepultura que cegaría por siempre cualquier rastro de locura que se hubiese escapado del discurso mortal que Don Quijote se hizo a sí mismo, en el último combate entre la locura y la razón, en el que la razón, aprovechando la momentánea distracción de la locura, le encontró con tan poderosa fuerza, que dio con ella por el suelo, dejándola eternamente inconsciente.

Se debatían el cura y Sansón Carrasco por resolver quién debía dar el discurso de despedida frente a la tumba del manchego, ya cerrada con el sudor del barbero y los sollozos de Sancho, que se rehusaba a abandonar a su señor, manteniéndose fiel a su promesa de seguirlo hasta que los separara la pala y el azadón, y aun cuando la pala y el azadón habían hecho ya su parte, era tal el sufrimiento del escudero, que la lealtad por su amo parecía impulsarlo a seguirlo más allá de los confines de la propia muerte.

Acudía el cura a los prodigios de su fe, argumentando que no había mejor cobijo que el de la religión para despedir a tan santo caballero. Respondía el bachiller, tan enfrascado en la discusión como su contrincante, que Alonso Quijano, en todos los días de su vida, había tenido tan buen dominio de las artes del discurso y la palabra, que no había mejor despedida que aquella en la que las letras le hacían honor a su más fiel admirador. Recordábale el cura que fue la última voluntad del manchego de morir como cristiano, alejado de la mala influencia del arte de la caballería andante, que había pervertido la razón de tan alto caballero a través del flujo reprochable e incontrolado de las letras. Molestábase el bachiller y argumentaba que no se debía de hacer a las letras responsables de la mala selección que dellas tuvo el ingenio del hidalgo, y que prueba ideal dello sería permitirles a las buenas letras darle el adiósal caballero, restituyéndole el estatus de conocedor y erudito momentáneamente arrebatado por la inverosimilitud de los ideales de la caballería.

En tanto que los dos iban en estas pláticas, Sancho, que había estado escuchando con gran atención los argumentos de los dos caballeros, aún con lágrimas en los ojos, se colocó en el extremo opuesto del lugar en el que el cura y el barbero proseguían su discusión, y con estas palabras, habló con el corazón, y fue su discurso tan lleno de ternura, y tan abundante en sentimiento, que conmovió a aquéllos cuanto lo oyeron a tal extremo que hasta la religión y las letras, desde la cima de su arrogancia, descendieron para honrarlo con su humildad e inmortalizarlo en su memoria.

—Levántese vuestra merced, señor mío —dijo Sancho entre sollozos—, levántese de esa tumba, despiértese de ese sueño eterno al que llaman muerte y agarre su armadura y véngase conmigo a buscar nuevas aventuras. Véngase señor que los molinos por fin se han convertido en gigantes, véngase, que cien leones nos acechan y no hay caballero que los combata. Véngase, que Montesinos lo llama desde su cueva para que lo desencante. Véngase que el buen Clavileño nos espera, para remontar los cielos y desbarbar doncellas. Véngase, que caballeros y vizcaínos, y labradores y pastores, lo buscan desamparados para que defienda sus penas y celebre sus alegrías. Mire, yo le prometo que si usted se levanta, yo le consigo mil ínsulas y mil gobiernos, y mil ejércitos de caballeros andantes para que usted, el más valiente, el más famoso y el más discreto, desfaga con ellos agravios, instruya pupilos y huérfanos, ampare viudas y reviva doncellas. Levántese mi señor, que ya no hay espejos ni lunas que lo maltraten, y si por su mal los hubiere, ¡cuerpo de mí! traspásenme el cuerpo con puntas de lanza buidas, atenácenme los brazos con tenazas de fuego, que yo lo llevaré con paciencia, para que usted mi señor siga en pie frente a la derrota, con la más alegre y la más briosa de las tristes figuras. Levántese señor mío, que mi señora Dulcinea del Toboso ya salió de su encanto labradoresco, y lo espera ansiosa, sonriendo con sus blancas perlas, acariciando sus dorados cabellos, guardando sólo para usted el resplandor esplendoroso de su belleza. Levántese amo de mi alma, y pueble al mundo con los cachorros de su coraje, siembre las semillas de la caballería para que florezcan en los prados de tantas y tan perdidas almas, que se dejan morir, sin más ni más, sin que nadie les mate, ni otras manos les acaben que las de la melancolía y el pesar de verse vencidas antes de entrar al campo de batalla. Apiádese de Rocinante, que tan solo se queda en este mundo cobarde. Escuche mi señor, desde la tierra en la que está, cómo llora su ausencia este su pobre caballo, y cómo la llora mi rucio con él, que igual de desamparado se encuentra. Hable con mi señor Dios, que todo lo ve y todo lo puede, y pregúntele con sus palabras elegantes si le puede devolver a la tierra de los vivos, que aquí lo recibo yo en su caída. Mire señor que con usted estuvo mi suerte y la mejor de mis malandanzas, seguirle tengo, somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, y le seré fiel hasta que usted y no mi señor Alonso Quijano se me muera, porque yo no sé quién es ese Quijano al que toda esta gente llora. Yo le lloro a usted, a mi señor Don Quijote, al Caballero de la Triste Figura, al Caballero de los Leones, a usted y sólo a usted, que se me perdió en ese sepulcro y ahora no sé cómo sacarle. Véngase señor, véngase conmigo, que ya no quiero estar solo.

Este fue el discurso que Sancho dio, entre sollozos y suspiros, y fue tanto su dolor, que si la muerte hubiese tenido corazón, se le hubiese estremecido al punto de revivir a Don Quijote y rescatarlo de los lazos de su regazo, dejándolo libre para que, junto a su fiel escudero, siguiera llenando páginas de riesgosas y sabrosas aventuras. Pero no fue este el caso, y por ello cuenta Cide Hamete Benengeli, prudentísimo escritor desta historia, que fue tanta la tristeza de Sancho, que su sufrimiento se convirtió en locura, y la noche del funeral de su amo, cargó al rucio y a Rocinante de muchas y variadas provisiones, y partió sin que nadie en el pueblo se diese cuenta, y se internó en los bosques que rodean las tierras de la Mancha. Ahí dice el autor desta historia que todavía vive, bajo el nombre del pastor Pancino, y que cada noche sale en busca de su amo, a quien ahora llama el pastor Quijotiz, con Rocinante y el rucio siguiéndole fielmente los pasos. Cuenta también Cide Hamete Benengeli que las aventuras del pastor Pancino son comparables a las de Sancho el escudero, y que, si la muerte fuese tan gentil y le concediera más años de vida, él mismo se iría detrás de tan admirable personaje, acompañándolo en su búsqueda desesperada de amo y de autor, y le satisficiera al menos en la segunda destas tan respetables y tan humanas necesidades.

Lo que escribe Cide Hamete a continuación, ¡oh queridísimo y pacientísimo lector!, va más allá de todo extremo de la razón y toca los límites de la magia y la fantasía, a tal punto que ha trastocado mi propia cordura, y no es sino después de haber controlado los numerosos temblores que se apoderaron de mi cuerpo y de mi mente, que puedo revelar las últimas palabras de la pluma mora.

Cuenta Cide Hamete que, luego de que todos los vecinos se despidieron de la sepultura del hidalgo, una sombra se fue acercando en silencio hacia el extremo desde el cual Sancho había dado su tan sublime despedida. Tal sombra pertenecía a un hombre cuya edad oscilaba entre los setenta y los ochenta años, enjuto, delgado e inmovilizado de la mano izquierda, que permaneció inmóvil sobre el lugar en el que la última pala había depositado el último montón de tierra fresca y que correspondía al sitio donde yacía la cabeza del ingenioso caballero. Y es en este momento, ¡oh sabio y fiel lector! que Cide Hamete cambia el discurso de su historia, y con estas dulces y aun resonantes palabras, me dice así:

—Esta sombra es la tuya, ¡oh querido e ingenuo traductor! que entre calles vacías perseguiste y buscaste la voz de la pluma que creó la historia de mi tan querido hijo, sin intención de dañarlo ni de herirlo con falsos recuentos y desgastada imaginación. A ti y sólo a ti te entrego el glorioso final desta sin igual historia, esperando que en tus palabras se inmortalice el eco de mi empresa, nacida de Don Quijote, creada por mí, y escrita por ti. A ti, que ahora te debates entre la razón y la locura, pisando firme el inestable terreno fertilizado por la imaginación de mi olvidado hidalgo, te pido que escuches las voces mías y las de él, y resucites en el corazón de tus lectores con tus palabras nuevas, que son mías también, como tuya es mi historia, el arte de la caballería andante, que no es más que el simple y tan despreciado arte de encontrar el valor para soñar con pasión, y amar con locura. A ti te entrego, a través deste tan inesperado epílogo, para que hagas dél lo que mejor te plazca, el más grande misterio de la palabra escrita, que es el poder, siempre buscado y jamás encontrado, de hallar en los océanos inmensos de la literatura ajena, gotas diminutas de la realidad propia. Vale.