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Bajo la piel del árbol

Lo vi nacer en la cuna que le preparó
un labriego de mi tierra,
bajo un pródigo firmamento.

Tomó toda la luz, la voz de la luna,
lo preñó de sueños cuando era un niño de frágil tallo;
Crecimos juntos, nuestro origen fue la tierra ancestral,
la herencia húmeda del río que nos fortificó,
que nos hizo fecundos.

Sabemos de la noche andina
porque en el oído de nuestras almas
se quedaron para siempre,
los espíritus sagrados
con sus voces míticas,
nuestros antepasados, los poderosos,
los cabales, los heroicos Muiscas.

Tengo la misma edad del árbol,
la misma geogenia, la igual armadura de sueños,
somos hermanos de suelo, de cuna, de viento,
de paisaje, la vida nos marcó una distancia en espacio
pero crecimos paralelamente, nos sabíamos hermanados,
nuestras pieles se forjaron con la misma necesidad,
bajo la misma intemperie a golpes de soledad y de silencios,
porque a él lo plantaron, como a mí me concibieron, lejos del camino, solitarios a merced de la lluvia, bajo la dádiva de luz de los soles andinos, en la ruta donde los pájaros no anidan.

Soy hermano de un árbol que aún me habita la memoria,
que percibo en pie, venciendo valeroso el paso de las estaciones,
solitario entre el cielo y la tierra.

Y siento que mis sueños viven aún bajo la piel del árbol.

 

La casa

Por ella, como si fuera una ciudad,
Caminábamos descubriendo el mundo,
para entonces gobernado por los abuelos,
habitantes de comienzos de siglo,
aferrados a la tradición de la cruz y de la espada.

La casa era el país familiar,
el útero que nos resguardaba del mundo,
sus corredores, como avenidas, se llenaban de luz
y por entre el barro moldeado de sus tejas,
entraba vagabundo el viento,
con noticias frescas desde el páramo.

Las mañanas olían a pan y a esperanza,
en nuestros juegos infantiles,
imaginábamos la casa como un enorme barco
atravesando el océano desconocido de los días.

Las tardes se vestían de grises
y entraban por la ventana cargadas de rumores,
de silbos, de olores a tierra fecunda;
se abría el portón y un desfile de mulas
traía los frutos de la tierra;
los arrieros llenaban con su algarabía la tarde,
y convertían la casa en una enorme plaza,
era el festival de la cosecha.

Los corredores, como nuestros sentidos,
se mezclaban con el olor de la papa,
del fique, del sudor de la mula y del arriero,
y corría el café como un río por las gargantas secas,
hasta que una a una las mulas y los arrieros,
salían a terminar la jornada.

Entonces venía la noche y entre el claroscuro de luna y los tenues bombillos, la papa tandada, se hacía montaña, pasaje, recodo, esquina, fantasmas, leyenda, mito;
la casa, era entonces, un mundo mágico,
el viento cantaba, y, en los oídos infantiles,
su canto se transformaba en música de ocarina,
de sirena, en lenguaje, ese que hoy hemos olvidado,
que sólo es nostalgia y añoranza,
ese que jamás conocerán nuestros hijos.

 

El río

Cruzó por nuestras vidas lavándonos el tedio;
fue la ruta por donde mandamos al olvido las penas,
allí, en sus calles de agua,
en sus pozos,
que eran nuestras glorietas,
nos volvimos peces, conocimos el poder de sus aguas,
el encanto de correr libres, desnudos como árboles
construyendo bosques encantados,
compartiendo la destreza de atravesar a nado
su cuerpo transparente;
sobre su caudal,
quedaron nuestras primeras lágrimas,
esas que salaron sus aguas,
que pintaron sus espumas con el tenue color de las tristezas;
parte de la infancia aún navega en su corriente,
y sigue tiritando en la memoria, nuestro cuerpo al viento.

Bajo los rústicos troncos que hicieron de puente,
Lo vimos pasar muchas veces, con su traje enfurecido de invierno, soportando la condena de golpear con más fuerza las piedras, hasta hacerlas sonar adoloridas, hasta mover su entraña;
lo vimos vestirse de cristal en los diciembres,
de frágiles coronas de eucaliptos en los mayos,
y también de lunas conquistadas ya por la osadía de los hombres.

En sus orillas aprendimos a caminar de la mano de los pensamientos, a saber, que en el fondo, la vida, es sólo un afluente del mar del silencio, del olvido.

 

Hombre baldío

Todos se han alejado de la mesa de mis sueños.
Mi padre habita plácido su morada en el viento.
Mis parientes andan ocupados fabricando realidades.
Mis amigos de infancia
pasan por mi lado, tercos en su silencio,
impecablemente distantes.
Mis hermanos de locura se han curado,
son estupendos ciudadanos.
Mis hijos perfeccionan sus alas,
buscan un estado superior al de mis sueños.
Mis viejos amigos han muerto.
Mis colegas han cambiado su método de vida,
Ahora, especialistas y doctores en indiferencia.
Mis pocos amores apagadas voces en el tiempo.
Mis asuntos han ido perdiendo su importancia,
pero yo he ganado al fin mi identidad.
Mi identidad de hombre baldío.

 

Primavera

Con tinta de estrellas,
sobre el viejo muro de piedra,
hemos escrito la palabra primavera,
que en el lenguaje de los hombres
significa florecidos para siempre.

 

Plegaria

En cada niño muerto nazca una flor
para poblar de colores el desierto
En cada niña muerta nazca un sol
para inundar de luz el mundo
En cada hombre muerto nazca una luna
para inundar de canciones la noche
En cada mujer muerta nazca una estrella
Para repoblar el cielo asesinado
Y desterrar para siempre a los violentos

 

A bordo de ti

Quiero desnudar cada palabra,
abrazarte con mi lenguaje en fuga,
restañar nuestra ausencia,
pincelando el horizonte de tus sueños;
vagar enloquecido por tus poros
percibir en ellos la voz del viento,
bajar corriendo por tus senos
y como ágil bandera blanca,
arder en el incendio de tu bosque.

 

Funeral

La tarde es llanto.
De espaldas
es llevado un hombre
al sitio del olvido.
A empujones
llega la noche.
Entre sollozos
pasa el cortejo.
Y rema indiferente
la luna entre las nubes.