Letras
Soledades

Comparte este contenido con tus amigos

La estatura trágica no depende ni del saber ni de las hazañas
sino del sufrimiento.

Harry Levin.

Imponderables

La temporada no mostraba las características de un verano intenso, pero aquella noche hacía sudar hasta el último rincón de la ciudad. Voces confusas y algún que otro aullido en las calles rayaban con desprolijidad el silencio noctámbulo. Ramón pensó con satisfacción que se dormiría instantáneamente porque había sido un día largo; creyó finalizada su función, como cada vez que el día ya no tenía utilidad, ni objetivo visible; y se tiró despreocupadamente en el sofá del living —también era el sofá del comedor... y del dormitorio... y de la cocina. Se trataba, claro, de un mono-ambiente.

Una música y un olor a café, más bien, el recuerdo de estas sustancias fácilmente recuperables, lo distrajeron de la posibilidad de cerrar los ojos y simplemente dormir. Pegó un salto, se encontró de inmediato prendiendo la hornalla y la radio, sintonizó de una vez, y de pronto... una voz común pero inconfundible y limpia sugería las maneras de convivir en paz con el sexo opuesto. Gracias al cielo, se trataba del último fragmento del programa que precedía a la transmisión de la tanda de canciones que él se proponía esperar. Esa voz intrusa se consumió felizmente con el primer sorbo de café; de manera que empezó lo mejor de la noche: uno tras otro, uno por uno, cada tema lo escuchaba con intensidad. Hacía aproximadamente dos años que oía ese paquete musical y no lo aburría en lo más mínimo. Todo lo contrario, era un hombre que necesitaba de la costumbre, y aquélla era su predilecta por ser una decisión propia y no una imposición; además, sentía un vínculo misteriosamente incondicional por ese artefacto. A decir verdad, la radio para Ramón había sido siempre más que un simple objeto: una compañía complaciente, una compañía en soledad.

Si bien Ramón no era un joven muy sensible, su pesimismo radical le hacía pasar momentos de extraña sensación. Un tipo atormentado, para decirlo con pocas y justas palabras. Consideraba su desempeño diario como la ingrata evidencia de su fracasado destino. Un sujeto común que se pretendía perdedor con el único objeto de matizar con colores definitivos su existencia. Lo cierto es que no le iba tan mal por la vida: trabajaba, había estudiado la carrera de contador público aunque sin finalizarla; y ese mérito o desgracia le proporcionaba la oportunidad de adquirir oficios medianamente remunerables, no obstante, carentes de grandes presiones en los roles que ejercía con frecuencia. En el presente, era encargado de la facturación y otras tareas secundarias en una empresa de automotores. En cuanto a su vida social, generalmente no se daba con nadie; actitud premeditada que le permitía conservar las dos cosas más importantes que manifestaban —a su juicio— la dignidad humana: el respeto (o falta de confianza, o temor, no le importaba la diferencia) y la autosuficiencia.

Pasaron los días, y las noches de verano fueron sucediéndose con increíble similitud: cenaba, una ducha, el pijama y relajarse en el sofá. La radio. A veces, podían ocurrir modificaciones: cena, sofá, radio (se dormía con la ropa del día, y —hay que decirlo— sin bañarse); incluso había noches en las que no cenaba. Sin embargo, siempre: la radio y el sofá.

Por algún motivo inusual, cierta vez llegó más temprano al departamento; entonces, como todo sucedió “antes” que de costumbre, encendió la radio en la mitad del programa de la voz consejera o mediadora de disputas domésticas, según el caso. La perplejidad hizo que se detuviera sin reacción en aquel momento extraño; o quizá, una línea entrecortada del tiempo permitió que se filtrara un ruido ajeno al puñado de sonidos de sus noches reiteradas.

Se trataba de una oyente condenada a 10 años de ama de casa:

—Me siento vacía y sola, aunque me gusta estar sola. Entonces, pienso, no debe tratarse de un problema concreto de soledad porque en realidad me siento muy sola cuando está mi marido en casa. De lo contrario, al menos estoy conmigo. Es algo. No me gusta vivir el matrimonio de esta manera. Cuando me casé tenía ilusiones... o miedo a estar sola. Ahora no tengo nada.

Después de esa modulación débil, apenas audible, la locutora dijo un sinfín de pavadas que ni vale la pena recordar. Sin embargo, Ramón ya no pudo dejar de oír el programa: cada noche, al regresar de la rutina impuesta, repetía la rutina elegida. De modo que comenzaba con el programa de radio para finalmente relajarse con la tanda de canciones. Pero si antes el paquete musical era un buen motivo para resucitar algún que otro suceso penoso de su vida y permitirse sufrir —estoicamente sufrir— ahora, en cambio, repasaba mentalmente cada palabra que la voz frágil, y por momentos descompuesta, había proferido minutos antes (esta voz femenina salía al aire todas las benditas noches).

 

Una decisión

Últimamente Ramón andaba, se movía con el sobrepeso de raras intenciones. Hacía días que venía cargando con una sensación indescifrable que descalabraba su personal esquema diario. Ese viernes no se pudo concentrar lo suficiente en la oficina, y tampoco en el banco, ya que olvidó allí su documento de identidad. En el camino de regreso chocó a un perro desgraciado que huía de vaya a saber qué enredo barrial. Detuvo el coche, sintió una pena infinita por ese bicho moribundo, pero mecánicamente continuó su camino ya que se le hacía insoportable pensar en la posibilidad de perderse el programa.

Sintonizó la radio.

La escuchó a ella.

Se enamoró, así, llanamente... se enamoró como si tomara una decisión irreversible. Es muy difícil saber qué fue exactamente lo que hizo que aquella costumbre acabase en amor; tal vez las palabras de la mujer, ese viernes, fueron más elocuentes que nunca:

—Por momentos, imagino ser una canción melancólica. Una larga, larga canción triste llenando muchos espacios y muchos tiempos, por siglos. Pienso que la poesía o la letra de un tema están hechas de ruinas humanas...

Ruinas humanas. Ramón se detuvo en ello al oír la tanda de canciones; pensó y comparó su vida a una ruina que todos los días intentaba restaurar mediante actividades, pormenores, gestos, costumbres. Tal vez por identificación, por compasión o... por error, se sintió definitivamente enamorado.

Pasaron muchas noches. Pasaron otras cosas también. La ciudad de color papel madera (matiz del otoño) sobrevino al fin. Ramón continuaba con sus quehaceres y llegada la noche, habitaba el mundo de otra manera.

Cierta vez tomó la segunda decisión (enamorarse, la primera). Después de meditar el asunto, y volverlo a reflexionar del derecho y del revés, se sintió plenamente seguro para llevar a cabo lo decidido: quería encontrarla; hallaría a esa mujer aunque le costase una irracional búsqueda por toda la ciudad. Debido a que su orgullo no le permitía ser sencillamente franco y llamar a la radio para preguntar lo necesario, prefirió averiguar los datos por su cuenta y así dar con ella como si se tratara de una de esas casualidades que, con la mano disimulada en destino, provocamos.

Noche tras noche hizo anotaciones mientras oía la voz que nacía del artefacto para morir en el aire y resucitar en su imaginación. De esta manera, fue dibujando las probables coordenadas que enmarcarían el barrio de la señora, luego, las referencias en torno al lugar de residencia propiamente dicho y por último, el nombre de Leticia —cómo diablos dio con éste, es la parte más complicada de adivinar. En total, la averiguación le costó seis meses: feliz primavera para Ramón.

Un día como cualquier otro, él amaneció muy alegre y muy dispuesto. Telefoneó a la empresa para avisar que se encontraba enfermo por lo cual —con todo el pesar del mundo— no asistiría al trabajo. Eligió la mejor de sus prendas, se perfumó (tenía el mismo perfume hacía aproximadamente 12 años, siempre olvidaba usarlo), y cuando estuvo en el coche, puso la radio para informarse de lo que sucedía en el país y así recordar que el mismo día en que se inundó Victoria, algunas zonas de Rosario y más todavía... ese mismo día, él, Ramón Fernández, habría de ser un hombre feliz.

Ya estando en el supuesto barrio de Leticia, su corazón empezó a latir como una bomba de tiempo. Pensó en renunciar al objetivo de conocerla y volver a su departamento, a su sofá, a su balanceada constancia; pero desoyendo esas fobias ancestrales continuó hasta dar con la probable casa. Una vez allí, detuvo el coche, bajó la ventanilla, se fumó cinco cigarrillos consecutivos. Tras permanecer unos minutos en ese estado, sacudió la cabeza y profirió un “Máh síííí”, simple gesto que al parecer fue suficiente para barrer de un tirón la angustia que lo inmovilizaba.

Pero un instante antes de tocar el timbre, una voz grave y masculina a sus espaldas, lo sorprendió entonando la interrogación:

—¿Lo puedo ayudar?

—Eeeh... si, qué tal... eeeh. Mire, hace unos días conocí a Leticia. Vendo perfumes por catálogo y ella me encargó unos cuántos... para regalar, supongo —mientras decía cada palabra improvisada veía cómo se transfiguraba con velocidad grotesca el rostro del desconocido.

—¡¿Quién mierda sos?! ¡¿Quién te ayudó a ser tan pelotudo?! —el tipo se le acercaba acorralándolo, al tiempo que ensayaba puñetazos en la pared—, no pensás contestar, pelotudo. ¡¿Sos pelotudo vos?! PELOTUDO.

Cada grito rebotó en la cara de Ramón, ahora, tremendamente desencajada.

—Pero, señor, por favor... cómo se pone así... yo sólo...

Definitivamente ese fue su último intento, ya que el hombre irrumpió en un llanto desolador. Desorientado, Ramón corrió a pasos gigantes y torpes en dirección al auto —tropezando con un cantero— y alcanzó a oír al otro vociferar como un animal desgarrado que la bendita mujer había fallecido hacía ya dos meses y nueve días.

Manejó con furia durante horas; dio giros brutales por esquinas desconocidas hasta que sintió que debía regresar al ínfimo hueco de su departamento: sólo allí podría recuperar el control sobre las cosas (o a lo sumo sobre sus cosas). Entre tanto, comprendió sin desearlo siquiera que el programa radial era una repetición del pasado, es decir, grabado; y entendió también, que él, Ramón Fernández, era un infeliz sin desgracias propias.

Al llegar a su departamento, tomó un arma que guardaba en el viejo ropero, se detuvo expectante, como si algo estuviera a punto de estallar, permaneciendo así un largo rato: petrificado, de pie en medio de la habitación, sin pensar en nada. En nada. Con una especie de ceguera profética penetró los objetos que lo rodeaban: sofá, mesa, cocina, la radio. Suspiró y... disparó.

Aquel mismísimo día, Ramón Fernández compró un moderno televisor.