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Poiesis: la poesía como representaciónPoiesis: la poesía como representación

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Toda poesía refleja lo que el alma no tiene

Pessoa

Dar al poema toda la plenitud, toda la redondez que le haga valerse por sí mismo, alcanzar un valor y una significación de donde no quepa salirse a riesgo de hacerlo también del poema. El sol, o la luna, o la flor son un todo universalizado en sí mismos y su secreto y belleza derivan de la silenciosa unidad que les distingue. Así las palabras anudadas durante la noche y que constituyen un sencillo poema al amanecer: una sencillez dictada, al modo de un instinto, por el corazón y por la inteligencia.

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¿En el espejo está el primer verso, ese que nombra y anuda a todos aquellos que le van a prestar oído? ¿Está la palabra que ha de descorrer el velo? ¿Está, esperando, la voluntad que ata o distingue al solitario a expensas de sus dudas? ¿Hay, en el espejo, alguna razón explícita de benevolencia, de denuncia, de asombro, de pretensión, de esperanza?

Sin embargo, el espejo conforma un paisaje vivido ante el que el silencio resulta necesariamente interesado. Allí están el río y el árbol, la casa, el irreverente sentido del amor. Allí están el proyecto y la desconfianza, la noche, la certeza, la memoria.

Cada espejo es el final, para la poesía.

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¿La palabra como palabra de amor? Acaso sí, pero no tanto elaborada en función de lo amado, sino elegida valorando su posibilidad de amar. Es decir, la palabra elegida ya equivale a un acto de amor, por cuanto ha sido valorada por sí misma y, siendo distinguida, ya es objeto de una cierta adoración. Pues de ahí vendrá el amor en el discurso poético.

Quiere esto decir que el acto amoroso emana de la claridad y la belleza (incluso el silencio implícito en alguna de ellas) de las palabras que hemos ido eligiendo hasta anudar el poema como un canto que, aun sin un destinatario elegido con premeditación, será un canto de amor.

Ni ascender ni descender más allá del silencio discreto en que guardan su calor las palabras. Y de ahí seleccionar, ponderar aquellas que han de servir para expresar lo que la inteligencia y el corazón desean.

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La noche despierta. El símbolo del rostro que piensa. El gesto que ofrece seguridad y compañía. He ahí una de las certezas más firmes con las que cuenta la soledad. Un bien. Un argumento para vivir: para confiarse al día.

La noche es la dama que acoge con tanta nobleza al que aguarda, que resulta difícil sustraerse a la tibia seducción de su mirada: algo que pudiera propiciar el amor. (¿Tal vez el verso?).

No serían en vano las palabras si apareciesen, pero apenas acuden al aire porque casi todo es innecesario cuando lo que convoca es el sentimiento que alía todo eso que es complementario entre sí.

La noche reposa las manos tranquilas, sentada a la orilla del mar, cuando juegan, libres, las estrellas, y la duda reposa porque quien vive es la sonrisa, lo distinto.

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Hay una pluma que anota y corrige y se demora con el pensamiento, que es el mirar silencioso del poeta. El mirar como un atributo y una deuda. El mirar como un don.

¿Pudiera cobijarse la supuesta creación que se atribuye al poeta en el mirar?, pues a partir del mirar nuevos mundos surgen o sugieren o decaen hasta dar paso a la plenitud del vacío que subyuga a quien ha prestado sus sentidos para percibir, para apercibirse.

¿No se transforma en muchos mundos distintos el mar al mirarle? ¿Y qué decir de la montaña que guarda la nieve todavía, cuando ya ha florecido el almendro en su ladera? ¿Qué del barco abandonado, del gesto del niño perdido, del temblor que precede a la palabra amorosa, de la mano impidiendo inútilmente el transcurso del río?

Mirar para encontrar, para elegir, para olvidar: tal como es la memoria al hombre.

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El cuerpo desnudo: el inicio, la mutabilidad, el destino del agua en el olvido... El cuerpo desnudo es el agua desnuda: propicia el ansia, la deliberación, el deseo del tacto; sentir, alterar, entrar en ella y ser tomado por ella.

¡La primera palabra del poema siempre está desnuda!