Letras
El laureado es él

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Isabelita camina casi por toda la casa limándose las uñas sin tropezarse con nada; a veces, inclusive, hablando por el teléfono inalámbrico que aprisiona entre la mejilla y el hombro. Puede pasar por la cocina y bajarle la llama a la hornilla, ponerle el pie derecho a un coleto para limpiar algo o apagar un bombillo. Puede que también abra la puerta y reciba una correspondencia, asintiéndole al cartero que es como decirle “sí, gracias, hasta la próxima”.

Pero Isabelita piensa que su mundo es ordenado, simétrico, limpio, que, en fin, es el mundo verdadero. Ella lo defiende a capa y espada, manteniéndolo separado del mundo de su esposo el escritor, el laureado, aquel hombre cuyo nombre y apellido figura en cualquier casa, tal vez del mundo, pero seguro en esta parte del mundo.

Cuántas veces no se ha preguntado Isabelita si su esposo le agradece que ella le mantenga una casa decente, que todo funcione adecuadamente, mientras él escribe lo que ella en un tiempo llamó “mamarrachadas”, aun cuando su estudio sea un montón de ceniceros llenos, papeles por doquier, libros apilados desordenadamente, libros abiertos, hojas con noticas, ropa de cualquier tipo en cualquier lugar y pare usted de contar.

¡Escritor, no joda!, susurra Isabelita cuando pasa frente a la habitación del laureado con el premio nacional y pega un hedorcito a tabaco mezclado con gases intestinales que ella llama “peos de fumador” y dice ¿cómo es que en este país y en este mundo premian a este cagón?, “¡escritor, no joda!”, vuelve a susurrar y le lanza un toque final a la uña del dedo índice que termina de limar.

“¡Fíjate tú!”, le decía en una ocasión Isabelita a una vecina, “¿tú alguna vez has visto a un escritor que aparece en algún acto público con la esposa?, claro que no, ni él quiere que sepan que su mujer es una atorrante que tiene un cerco en toda la casa para que él no se la cague, ni ella quiere que lo vean con un tipo que siempre tiene una barba de dos días, con el paltó con una mancha de grasa, la corbata puesta con la camisa sin cerrar en el botón del cuello y los dedos amarillos de nicotina, por sólo decir lo más evidente”.

Pero, ¡ojo!, esto que explico de Isabelita en relación con su marido el escritor no quiere decir que todo sea color de hormiga, claro que no, si no, ¿cómo se explica que haya recorrido medio mundo con él y hayan comido y bebido con estadistas, príncipes, líderes políticos, sociales o religiosos, premios nobel de no sé qué vaina, reinas de belleza, que se hayan montado en carros lincoln negro con algún presidente y se hayan hartado de cualquier cosa típica a la orilla de un río africano o se hayan retratado con dirigentes indígenas del Perú o de México? Lo que dice Isabelita es qué carajo es lo que hace que le den o le hagan todas esas cosas a un señor que lo que hace es estar todo el día escribiendo lo que ella llamaba “mamarrachadas” y ahora no llama de ninguna manera, que le paren tantas bolas por escribir simplemente lo que está viendo y que sólo él lo escribe porque nadie más está pendiente de esas tonterías.

“Está bien, sí, entiendo”, dice Isabelita cuando alguien le reprocha que ella se exprese así de un escritor, laureado por lo demás, que cualquier día de estos aparece como premio nobel de literatura que es lo único que le falta, “lo que quiero decir”, expresa ella, “es que este señor tenga las cuentas bancarias atiborradas de dinero y ande en un vehículo que es un cagajón, que la casa donde vivimos es casa porque yo la mantengo así, que los sacos que usa tengan un manchón de grasa acumulado por años de no mandarlos a la tintorería y que uno no se los puede ni tocar, ¡no joda!”.

Isabelita dice que su esposo el escritor, laureado como dicen, le arrecha no porque le pegue los mocos a las condecoraciones que con tanta pompa le dio cualquier cabrón de esos que gobiernan, sino porque estos señores lo condecoran a él pero ni siquiera nombra a los que escriben en su país y a veces hasta los meten presos, o lo usan como amuleto, digo yo amuleto, para ganar elecciones, que a lo mejor no han leído ni una letra de lo que su marido escribe comiendo maní o comiendo chicharrón y tomando cervezas, dejando toda aquella casa olorosa a mierda cada vez que se pea (ella alcanzó a oír a una camarera en Roma que salió de la habitación diciendo que ese “signore era un fetente di merda”) y todo ello porque este tipo escribe lo que se le ocurre.

“¡No me vengas con pendejadas!”, le decía en una oportunidad Isabelita a un amigo de la casa, “no creas que yo soy una ignorante, ¡coño!, está muy buena toda aquella tediosa pero útil narración sobre los sertones en La guerra del fin del mundo o algo así, de Vargas Llosa, y ni qué decir de las vivencias de los Buendía en Macondo, verga, imagínate por un instante cualquiera de los episodios del Quijote, pero qué sabe la gente de las esposas de esos escritores (y en voz baja Isabelita añade: “o de los esposos de las escritoras”), ¿sabe la gente lo que fastidian y para qué demonios viven?, ¿tú lo sabes, acaso?”.

“Te digo”, continúa Isabelita con el amigo de la casa, “primero, no entiendo por qué le dan tanto dinero por escribir algo que por muy bueno que sea (y hace un gesto con el dedo índice y medio de ambas manos que significa “entre comillas”) no es para tanto real y luego el dinero no se lo gastan, no se afeitan; para qué tanto dinero para un despistado que se fotografía con un tipo que pescó un tremendo pez espada en una competencia y el titular del periódico no reseña lo que el pescador se fajó para sacar ese bicho del mar, sino que lo importante es que el pendejo del pescador posa al lado del escritor cabeza de gallo; beben ron en una taguara de mala muerte con gente que se hincha porque el sitio lo frecuenta el escritor equis, pero los tipos lo que hacen es jugar lotería y hablar mal del gobierno que sea; además, hay que rogarles para que te hagan un cariñito, parece que como que conviven con las mujeres que inventan en sus relatos, o sea, en pocas palabras, no viven”.

El otro día Isabelita se puso como una fiera pero prefirió no decir ni pío, porque su laureado esposo le preguntó que de qué era que se había graduado el hijo mayor del matrimonio, “¡qué bolas!”, añadió moviendo la cabeza, y ya el año pasado, en medio de una reunión familiar celebrando el cumpleaños de la menor hija de la pareja —“el muy cara de culo”, sentenció ella en su oportunidad—, le preguntó que cuántos años cumplía la muchacha.

“Estos tipos viven en otro mundo”, también se le oyó decir un día, “no saben cómo es que harán para llegar a una ciudad cualquiera del mundo, desde llamar por teléfono para reservar el boleto de ida hasta pagar el taxi que los trajo de vuelta a casa, pasando por trámites de aeropuerto y reservaciones de hotel; hay que recordarles el nombre de cada personalidad que les da la mano, así sea una estrella de cine cuyo afiche durante años le ha pegado mocos o le ha tirado montones de ceniza de cigarrillo, no, mi hermano, este esposo mío casi no habla, una vez confundió a Camilo Sesto con Maradona y hasta lo felicitó por el gol de la mano de Dios contra Inglaterra, explícame, ¿para qué vive un tipo así?, se leen los periódicos y los enrollan y los botan y no dicen ‘esta boca es mía’ para nada y después meten todo lo que leyeron en un cuento o cualquier cosa de esas, no comparten, comen con cubiertos si hay y si no con las manos y se limpian con la parte de atrás del pantalón para que no se note, que por supuesto que sí se nota, y se limpian la boca con el papel de envolver que suena cuando se restriega la barba de dos días, no entiendo, no, definitivamente no”.

Isabelita piensa que estos señores como su laureado esposo se mueren temprano de tristeza o tal vez renuncian y se van a vivir dentro de sus letras y con esa gente que describen en las mismas, que es la gente que mejor les cuadra, pero ella no va a continuar dándose mala vida, piensa que cualquier día de estos se larga, total falta no le hace, pero ni de casualidad que se va a meter en las cosas que él escribe para comprobar si él allí vive como gente.