Letras
Cien hortensias para mi corazón

Comparte este contenido con tus amigos

A José Sánchez Lecuna

Aquí se queda, aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el infierno.

Eugenio Montejo. Orfeo.

Recuerdo muy bien que faltaba poco para las dos de la tarde aquel día cuando Jemiba Magpie regresaba a casa. El tráfico se movía con una lentitud exasperante para ella que deseaba volar y encerrarse en su habitación. Ese día no había sido bueno, se había despertado con un malestar ya conocido desde hacía mucho tiempo, un malestar llamado tedio, hastío de hacer diariamente lo mismo, viendo con horror cómo las horas se iban repitiendo sin cambios sustanciales, sin sorpresas, sin asombro. Esa mañana, al despertarse, fue hasta la ventana y se quedó un rato viendo los primeros reflejos del sol que reventaban poco a poco entre nubes rosadas y coquetonas en medio de un cielo lejano; ella sintió un poco de tristeza, sin saber por qué. De mala gana fue hasta la cocina y encontró a su madre atareada preparando el desayuno. Al ver a su hija, le dio los buenos días con una sonrisa y, sin perder tiempo, le recordó a Jemiba que la tía Alicia estaba de cumpleaños.

—Esta noche nos vamos a reunir en su casa. No se te ocurra inventar ningún cuento como el año pasado, porque a mí me da mucha pena estar diciendo embustes —le dijo.

Jemiba detestaba esas reuniones familiares donde se repetía siempre el mismo rito de sonrisas y besos forzados, de diálogos entrecortados por risitas y fingidas muestras de admiración por todo cuanto se dijera. En realidad, no quería ir a ningún lado esa noche porque había comenzado a leer un libro sobre la Victoria de Samotracia, y esa historia la sumergía en un tiempo sin edad, en un tiempo de diosas y estallidos hipnóticos de brazos trizados. La maestra Jemiba Magpie no quería desperdiciar ni un segundo, para poder hundirse en la lectura con el rostro dorado por el olvido.

Salió de la casa con aire resignado, sabía que una parte de ella naufragaba en una locura incurable, era una parte enferma de piedad. Esa parte loca veía con lástima la biblioteca llena de polvo, sus pobres anaqueles vacíos, y los comparaba con su vida miserable. Cada día era una página amarillenta, con letras borrosas o chorreadas, carcomida por polillas nocturnas; su vida estaba llena de páginas que no se podían leer, de páginas que no decían nada.

A veces imaginaba que moría clavada en el limonero del patio, traspasada por sus espinas enormes, y eso le producía una zozobra terrible. Si ese malestar perduraba mientras estaba en la escuela, buscaba cualquier excusa para castigar a sus estudiantes, esos bichos malévolos que se burlaban de ella, esos engendros adolescentes que la comparan con un ratoncito asustado. Tenía cinco años trabajando como maestra en la escuela local, comenzó allí poco después de haberse graduado en la universidad, no tuvo más alternativas. Sus padres decidieron su destino mucho antes de que ella naciera. Su papá fue durante muchos años el director de la escuela donde ella perdía el mejor tiempo de su vida haciendo algo que nunca le gustó, y su madre estaba orgullosa de haber sido una de las fundadoras de esa prestigiosa institución. Ellos decidieron ponerle esos ridículos nombres que la convirtieron en el blanco de las burlas en la universidad. Sus padres decidieron encerrarla en aquella jaula sellada por un aburrimiento que hacía metástasis en cada segundo que pasaba. Ellos decidieron que su piel se fuera muriendo hasta que llegara el marido perfecto, un marido que nunca iba a llegar porque ella parecía un ratoncito asustado.

El automóvil de adelante comenzó a moverse muy despacio. Poco a poco la larga hilera de autos se fue moviendo y Jemiba respiró hondo. Mientras rodaba vio a su derecha un vivero que exhibía una gran cantidad de flores azules. Nunca las había visto, a pesar de que pasaba por esa carretera todos los días. Cuando llegó a su casa, su madre estaba en el jardín regando las plantas, y Jemiba fue a saludarla como siempre, entonces pudo ver seis vasijas con flores azules, como las que había observado en la carretera.

—Qué casualidad, acabo de ver flores azules en el vivero y pensé ir el sábado para comprar algunas —dijo.

—Son hortensias —respondió su madre, mientras levantaba una de las macetas—. Las compré hoy en ese vivero, es el único que las tiene, son de una nueva especie que están cultivando.

Jemiba inclinó su rostro hacia las hortensias para olerlas, pero tuvo que apartarse muy rápido al sentir un cosquilleo violento en la nariz, y ladeó la cara para estornudar.

—No tienen una fragancia fuerte —dijo su madre extrañada, pero siguió arreglando los macetones sin darle mayor importancia a la reacción de su hija.

Una ráfaga de estornudos sacudía el cuerpo de Jemiba, que comenzó a correr hacia el interior de la casa para lavarse la cara. —Debe ser el polen, debe ser alergia —se dijo para tranquilizar su razón que ya había penetrado en una zona de alarma. Llegó a la cocina, sintió sus mejillas empapadas de lágrimas. Una picazón en el interior de la nariz la horadaba como un cincel aniquilante. Los estornudos se sucedían uno tras otro; angustiada comenzó a echarse agua en la cara, pero sintió que se ahogaba, intentó respirar por la boca, y el inconfundible sabor de la sangre le inundó el paladar. Un repentino calambre se fue apoderando de su espalda y en cuestión de segundos se extendió hasta el estómago. Jemiba quiso gritar, pero percibió, con los últimos rastros de conciencia, que los sonidos se estrangulaban en su garganta. Las fuerzas la abandonaron; una imagen de flores azules cruzó rauda por su mente.

Recuerdo muy bien que su padre la encontró en el piso de la cocina, y comenzó a gritar como un loco, en cosa de minutos su mujer también estaba allí, llamando a la hija por su nombre mientras la sacudía enérgicamente. Los vecinos acudieron y alguien llamó a emergencias. La maestra Jemiba ingresó al hospital veinte minutos después en un estado de coma profundo que se mantuvo durante tres días. Los padres quedaron deshechos cuando el médico les dijo que su hija había muerto. La autopsia no reveló nada, tampoco los innumerables exámenes que le practicaron durante ese tiempo espantoso (eso lo sé, con la seguridad de quien ha sido testigo de hechos que, aún hoy, me asombran). Colocaron el cuerpo en un ataúd blanco, como corresponde a una virgen, y la madre, con las manos temblorosas, puso cien flores de hortensias sobre el pecho grisáceo de su hija.

Jemiba Magpie sintió pena por sus padres; era una compasión mustia y pesada, sintió piedad por las pobres manos de su mamá que se afanaban en un ir y venir con sus dedos fríos y tembleques. Como en un trance, Jemiba sintió la aspereza de los tallos lastimándole la piel, ella no quería que se interrumpiera el bienestar que la inundaba en ese momento; quizá por eso, la compasión se fue esfumando y todo comenzó a desaparecer.

“No tengo densidad”, se decía en su mente, ¿o era su mente quien le hablaba en susurros? “Me siento tan bien deslizándome por este destello incipiente que se pierde debajo de algo o pasa entre algo. Me escurro en medio de vapores azules que huyen o se escurren igual que yo. No quiero volver, no quiero sentir otra vez esas manos que parecen gelatinas sobre mi pecho. No quiero ver ese cielo de ceniza, ni las nubes malva destrozándome la mirada. Me desplazo sin gravedad por recuerdos encrespados, retazos que vuelan en el viento oloroso a canela, vago hacia ninguna parte. Una sacudida no me permite seguir vagando, ya no hay cielos malvas, pero hay un recuerdo de algo difuso, algo muy suave: son tus besos lánguidos muriéndose en mi boca que los aguanta, los retiene”.

—Renata, Renata, ¿me oyes?, abre los ojos, eso es, muy bien, vamos, inténtalo de nuevo, ¿puedes verme? ¿Me ves?

Abrí los ojos y traté de asentir con un leve movimiento de cabeza, pero al hacerlo, un dolor terrible subió por mi espalda hasta estrellarse en mi nuca. Veía la figura borrosa de un médico, ¿y quiénes eran los otros? Sus voces se dejaban escuchar en un murmullo apagado, ¿por qué hablaban en susurros? ¿Por qué me llamaban Renata? No distinguí las otras figuras que se movían por la habitación, pero pude apreciar siluetas blancas que se mezclaban unas con otras. Intenté seguir las palabras del médico, y con un balbuceo ronco, dije “no Re-na-ta”.

—Renata, sí, muy bien, ya te sentirás mejor —respondió el médico, mientras me observaba las pupilas con una linterna muy pequeña.

—No so-y Re-na-ta —repetí tercamente, batallando por pronunciar mejor cada sílaba.

Mi voz sonó gutural, la percibí casi inaudible, como un gruñido bajo. El doctor acercó su oído a mi rostro y me preguntó suavemente: “¿Si no eres Renata, quién eres?”.

—Je-mi-ba, Jemi-ba Mag-pie —dije respirando con dificultad, como si de repente el aire comenzara a escaparse y me dejara así, con la boca abierta, buscándolo para tragarlo, para meterlo dentro de mí otra vez.

El doctor me veía con una mirada penetrante, pero un sonido intermitente llamó su atención, él se desplazó con paso ágil hacia la máquina que soltaba su silbido de metal. Cerré los ojos agotada por el esfuerzo y por las preguntas que se formulaban en mi mente: ¿quién es Renata? ¿Soy Jemiba o Renata? El doctor regresó junto a mí y comenzó a darme explicaciones que flotaban por la estancia, como pelusitas casi transparentes.

—Bien, bien, Renata, verás, te voy a poner nuevamente este aparatico para que respires mejor. Eso es, mucho mejor, ¿no es cierto? Ahora escúchame, tuviste un accidente, te golpeaste la cabeza, pero ya estás mejorando y pronto te repondrás del todo. Es normal que no recuerdes tu nombre ahora, no te angusties por eso, ¿eh? Ya pasará. Allá afuera están tu esposo y tus familiares, están esperándote, no se han despegado de tu lado desde que ingresaste aquí. Ellos te quieren mucho, Renata.

“¿Esposo? ¿Qué pasa? ¿Por qué todo se me confunde?”, las voces se mezclan con los gestos, todo se vuelve celaje. Me hundo otra vez en regiones vaporosas, pero escucho la voz del médico. “Vamos a repetir esos exámenes”.

Se me han confundido los días, pero sé que han pasado varios desde aquél en que olí las hortensias de mi madre, es decir, mi antigua madre, porque ahora tengo otra. Ésta es una señora muy alegre que se esmera en su maquillaje. También tengo una hermana, todos me tratan con tanto cariño que, a veces, me abruman, aunque en verdad esto me gusta mucho.

“La recuperación va viento en popa, mira qué linda está”. Así dice el doctor, y ese hombre que está a su lado es mi esposo, eso es lo que me han dicho. Él me mira con amor, siento vergüenza de mi nariz tan corta y sonrosada como la de un ratón, pero él se acerca y besa mis manos.

“Mi amor, qué alegría tan grande, no sabes lo feliz que me siento”, escuchar su voz profunda y tenerlo a mi lado fue mi sanación. Recuerdo muy bien el día en que me levanté de aquella cama por primera vez, las revelaciones del espejo, las palabras de la enfermera.

—Buenos días, señora Renata, hoy es un día especial, le voy a dar una ducha en el baño. El doctor nos autorizó para que la movilizáramos por la habitación, así que ya se acabó el aseo en la cama, ¿está de acuerdo, se siente con ánimos para hacerlo?

La enfermera es muy amable y siempre ríe cuando habla. Sí, quiero ir al baño, aunque mis piernas están débiles y adoloridas, pero puedo caminar despacio, apoyándome en la enfermera. Cuando llegamos al cuarto de baño me detengo casi sin aliento, frente a mí está un espejo, la enfermera se ríe otra vez y me dice: “No se preocupe, señora Renata, su cabello volverá a crecer muy rápido, hubo que rasurarle la cabeza para operarla, pero incluso esas marcas se minimizarán y el cabello se encargará de ocultarlas totalmente”.

Pero yo no veía mi cabeza, ni la cicatriz como un camino colorado que la surcaba de punta a punta. No, yo miraba por primera vez a Renata, veía su imagen que se reflejaba en el espejo, apoyándose en la enfermera. Renata no se parece a mí, ella tiene un rostro hermoso y una nariz perfecta. Vi su cuerpo, que ahora es mío, y comprendí por qué él la ama, por qué dice: “Mi amor qué alegría tan inmensa tenerme de vuelta conmigo”.

—Estoy naciendo —dije, y la enfermera se echo a reír.

—Sí, señora, así es, cuando llegó aquí estaba prácticamente muerta.

—¿Cómo fue?

—¿Cómo fue qué? —preguntó ella a su vez.

—El accidente —le dije, quería escuchar otra versión. Ricardo, mi esposo (qué raro me sonaba decir mi esposo), me contó algunas cosas, pero noté que lo hacía con mucho cuidado, como si estuviera ocultando algo. Hoy, después de tres años, sé que lo hizo por temor a revivir en mí el espanto de aquellos momentos que jamás he podido recordar. Confieso que eso me decepcionó bastante, me refiero al hecho de que no hubiese un secreto que Ricardo guardara con celo, sino algo tan simple como el temor de impresionarme con una historia que para mí no significaba nada porque, a decir verdad, eso le había ocurrido a otra persona que no era yo.

—Ah, bueno —respondió la enfermera—, según los periódicos y lo que ha contado su esposo, usted descubrió el lío con las flores y recibió llamadas amenazándola con matarla, pero siguió protestando para que las sacaran del mercado, porque son flores tratadas con unos químicos que afecta las vías respiratorias, y hasta el cerebro. El día que ocurrió el accidente usted iba hacia El Malecón para participar en otra protesta, pero su auto se salió de la vía y rodó por uno de los farallones que abundan en esa carretera. Ahora sabemos que su carro fue chocado por una camioneta que lo empujó hasta al barranco. Usted tuvo mucha suerte, ¡si hasta parece un milagro!

La historia del accidente era casi la misma, mi liderazgo como activista ecológica y las amenazas que no tomé en cuenta. Ricardo me contó con detalles mi trabajo, ¡qué cosas tiene el destino!, yo que jamás he tenido la valentía de enfrentarme a nada, ni a nadie, que todo me da miedo o vergüenza. Sólo me he enterado por los periódicos que la muerte acecha a muchos militantes del medio ambiente. Sin embargo, de pronto soy nada más y nada menos que una activista de la línea dura, bueno, era, porque no recuerdo nada de esas luchas. ¿Será cierto que sólo soñé las vivencias de Jemiba Magpie y en cualquier momento recobraré mi memoria?

Después de tres años mi memoria sigue siendo la de Jemiba Magpie, no tengo la más mínima idea de cuál será la memoria de Renata. Pero todos creen que “volveré a ser la misma de antes”. Todos están muy seguros del orden que impera en el mundo, de la realidad inquebrantable del mundo, y eso me da miedo. ¿Cómo puedo estar segura de que no soy un espejismo de Jemiba Magpie o una pesadilla de Renata? ¿Qué pensaría Ricardo si supiera que cada día me reinvento para él? Por cierto, siempre me habló de plantas, pero no dijo en ningún momento que fueran flores, ¿qué flores serían esas por las que estuve a punto de morir?

—¿Qué flores eran esas? —le pregunté a la enfermera.

—Hortensias, señora Renata, ¡y qué lindas se veían!, hortensias azules.