Letras
En memoria de Clara

Comparte este contenido con tus amigos

Un paso tras otro te aleja, calle abajo, del hogar vacío. Tu mirada extraña, seca de gozo y de llanto, deambula por la estrechez de la pendiente. Todo el vecindario va caminando contigo, al unísono. Pero tienes la sensación de no conocer a nadie. No recrea tu memoria más escenas que la del día de hoy, cuando él cerró sus ojos y se abandonó al silencio.

Ya sabes que él nunca te pidió nada, que siempre lo dispuso todo, hasta el momento de morir. Porque fue su decisión, como todo cuanto hizo en su vida, en su vida y con tu vida.

Un paso tras otro desciendes por la abrupta callejuela. Un sendero que cobija, en cada palmo, los momentos siempre graves de tu historia. Y pusilánime, acompasas tu andar al luto que tiñe tu traje. Tenías más vestidos, pero te decidiste por el negro. “Día de luto”, pensaste, aunque no sientes dolor. Porque en realidad te regocijas en su muerte; su muerte ha sido tu liberación. Ha muerto el dios, el dios o el diablo, da lo mismo. Hoy, tras comprobar la rigidez de su cuerpo, tu miedo se ha desprendido de su cordón de plata.

Calle sombría, pasos lentos, mirada fija en esa caja oscura que atesora su cuerpo. Tú misma viste cómo le echaban la llave. Te quedaste inválida de pensamiento, estoica de dolor, tranquila de sufrimiento, eso sí, preñada de rabia, como tantas veces.

Dos o tres voces acaloran de pésames tus oídos. Voces de dos o tres vecinas que habitan como espectros sus rústicas casas en esta misma calle. Te han abordado tantas veces en la lechería, en el mercado... Muñecas ojerosas, de pelo recogido y graso, de sonrisa triste y de ojos inquietos. Mujeres presas de otros dioses porque tú sabes que no hay sólo uno.

Cuando os saludáis, preguntáis tediosas por la familia, aunque ellas no te preguntan más que por él. Todas saben que no puedes tener hijos. Él lo dijo. Lo hizo saber hace unos años en la taberna del pueblo y todos lo compadecieron: —Válgame, Dios —redoblaron los hombres—; pobre José —susurraron entre dientes, a tu paso, las comadres.

Y él, labrando en su cara una mueca de fingida inocencia, les juró que aun así seguiría a tu lado, queriéndote. “Buen hombre, hombre bueno”, solían despedirlo tras acabar tu José con sus gesticulosas explicaciones. Luego, cuando llegaba a casa, a esa casa que, como él repetía, “había construido con sus propias manos”, te recordaba lo inútil que eras. Y tú apretabas tus labios y te mordías la lengua hasta que el dolor te empañaba los ojos. Porque sabías que eras tú la pobre Clara, la buena mujer. Porque aquel médico de la ciudad os había dicho que José nunca podría engendrar un hijo. Pero de vuelta al pueblo, te cruzó la cara y te amenazó.

El paso por la calle larga se empieza a acelerar. Oteas cómo la caja se empina descarada hacia la pendiente. El cuerpo pesado de José tiene prisa por llegar. A los compadres se les unta de sudor el campesino cuerpo, pero aun así soportan el peso de tu difunto. Las campanas de la iglesia han empezado a sonar y algunas comadres han abierto sus ventanas y contemplan el paso del sepelio. La tarde bochornosa os acompaña, también, impregnada de sudor y estiércol. El calor fluye en hileras desde las entrañas de los adoquines. Te da la sensación de estar atravesando un sinfín de espejos cóncavos.

—Llora, hija, llora —te susurra alguien al oído. En realidad, aún no ha brotado una sola lágrima de tus ojos, estás segura de que tu llanto se fue secando con el paso de los años. Derramaste demasiadas lágrimas limonosas en esos solitarios despertares hacia el alba, con la que José regresaba de sus quehaceres en el pueblo de al lado. Nunca te ha podido engañar, el hedor a perfume de madama lo delataba. Pero tú, cuando sentías el crujido de la llave en la cerradura, dabas un nervioso tumbo en la cama y cerrabas, pavorosa, los ojos. Entonces, al cabo de un poco, llegaba José al lecho y se echaba sin ningún cuidado; un efluvio asqueroso y sofocante se hundía en tus narices a la par que una ola de rabia se erguía, altiva, en el fondo de tu alma. Hacía mucho tiempo que no te tocaba. Pero eso era un alivio para ti. José te despreciaba porque compartías su secreto. Porque su secreto le estaba minando la vida. Porque no soportaba el peso de la verdad. Pero en el fondo tú sabes que te temía. Por eso, desde que regresasteis de la ciudad, no ha vuelto a pegarte. Pero, aun así, el miedo te tenía totalmente ensimismada. Y suplicabas al Todopoderoso que no llegara nunca el momento de cumplir con el matrimonio.

Durante vuestra vida en común, las mañanas se presentaron ajenas a tu conciencia. En realidad nunca un día fue mejor que otro. Todos se te antojaban ahora como una secuencia casi infinita. El desayuno, café negruzco y caliente, tostadas saturadas de manteca y algo de jamón. La compra, el monólogo dialogado de siempre, con las personas de siempre y en el mercado de siempre. La labor y la merienda unidas, y luego, a la vejez de la tarde, la llegada de José, sucio de tierra de campo. La cena triste y calmosamente lenta; casi siempre caldo de ave, unos huevos duros, una barra media de pan moreno y algo de vino. Y pronto, los ágiles pasos hacia la alcoba y la oración diaria invocando al profundo sueño, que te dispensaba del mandamiento de la carne. Y al canto del gallo, la misma historia.

La plaza se asoma risueña de palomas que picotean ávidas las pocas migajas que los viejos les regalan de tarde en tarde. El portal de la iglesia, como una gran boca, aparca a bocajarro sus porticones de hierro forjado para engulliros a todos. El paso del cortejo unánime y rápido se acerca al santuario de las aves. Las palomas desertan la plaza. Los viejos quedan solos. Las campanas retruenan, medio ensordecen tus oídos. Contemplas cómo el arca de José se coloca ante tus ojos. Los compadres apuran el paso. Algunas viejas, que de toda la vida las has visto de negro, aguardan en la puerta del templo. Mosén Mateo te observa desde ese corro de gallinas que ya, con el rosario en las manos, se adelantan al rezo.

Rosa, tu amiga del alma —según ella—, se abraza a ti como una culebra. —No somos nadie —oyes que delira. Y os dirigís la culebra y tú hacia el párroco. Mosén Mateo te abraza también y la garganta eclesiástica os engulle a todos hacia el interior. Las campanas enmudecen.

Te has sentado en un banco. Mosén Mateo empieza el sermón. Algunas flores cubren la caja de José. Nunca una fragancia igual había emanado de su terruda piel. El calor tapona todos tus sentidos. —Ha enloquecido; pobre Clara —se susurra en la iglesia. —Hasta que la muerte os separe —había augurado antaño el mismo Mosén Mateo. —Bendita tú eres entre todas las mujeres —por primera vez comprendes. Y tímidamente se convulsiona en tu rostro una ligera sonrisa.

El beso de Rosa te despierta del ensimismamiento místico. Tus ojos resplandecen de dicha. El sermón se ha acabado y el cuerpo de José pronto descansará bajo las flores.

Has llegado a casa y te has sentado en la vieja mecedora de José. Las paredes aún conservan su aroma, has pensado, un olor a estiércol y a queso. Luego, te has levantado y has subido lentamente los peldaños de la escalera que va hacia la que fue, durante demasiados años, vuestra alcoba. Una sonrisa extraña se acomodó en tus labios desde esta tarde. Reclinada en el lecho blando, se te ocurre pensar que mañana te irás de allí. Rellenarás de ilusiones aquella maleta blanca que guardas, con gran cuidado, desde el día en que llegaste al pueblo para casarte con José, y subirás al tren en la aldea de al lado. Pero pronto esos sueños se dispersan y te das cuenta de que ya no eres la chiquilla de antes, y de que no estás dispuesta a encontrar un nuevo amor que te demuestre, otra vez, que sigues sola.

Te levantas, bajas por la escalera y entras en la cocina. Al pasar frente a su ventana te percatas de que el manto negro de la noche ha cubierto los campos. En silencio, enciendes el fuego del hornillo y pones a calentar un cazo con caldo que te servirá de cena. Esta noche ya no tienes miedo.