Sala de ensayo
Eugenio MontejoArrimos a un cuento de Eugenio Montejo

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A Magaly Ramírez de Ripoll y a Felipe Márquez

En el marco del Congreso de Filosofía y Literatura 2007 organizado por la Universidad Central de Venezuela, se rindió un homenaje a Eugenio Montejo y al profesor Rafael Cadenas. Durante el brindis me acerqué a Montejo y le dije que estaba realizando un trabajo sobre su cuento “Las velas”; sonriendo, me contestó:

—Pero ese cuento no lo escribí yo, eso lo escribió Tomás Linden, uno de los contertulios de Blas Coll.

Le respondí que él había escrito el prólogo, y además era amigo del escritor de ese cuento, por tanto, yo intuía que el poeta tenía mucho que ver con la historia de “Las velas”. Eugenio Montejo quiso saber qué había encontrado en ese relato. En aquel momento había enfocado el cuento desde la perspectiva que me ofreció un ensayo de Consuelo Hernández titulado Álvaro Mutis: una estética del deterioro. Con ese primer ensayo sobre “Las velas” dicté un taller literario que se realizó en La Guaira.

El poeta Montejo llamó a su esposa para comentarle el trabajo que yo estaba haciendo, y luego me preguntó:

—¿Cómo encostraste “Las velas”?, es una edición de ciento cincuenta ejemplares numerados.

Aunque no lo dijo, sospecho que intentaba recordar si me había visto antes. Era natural que no me recordara porque no nos conocíamos. La primera vez que lo vi (en persona) fue en el aula 201 de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, cuando él, invitado por el Departamento de Literatura Latinoamericana, dio una charla. Respondiendo a su pregunta le conté que Felipe Márquez, el ilustrador del libro, me lo había regalado.

Se mostró muy contento durante esa breve entrevista, luego él y su esposa se alejaron para saludar a otras personas. De Eugenio Montejo guardo el recuerdo de aquella tarde, él sonriendo con una copa en la mano, es la imagen que guardaré siempre de ese orfebre de reminiscencias, portavoz incansable de un mundo oculto por las ruinas del tiempo.

En cuanto al taller literario del que le hablé, resultó un fracaso. Desafortunadamente, la audiencia para la cual fue diseñado ese material no respondió a las expectativas que me había creado. Ninguno de los participantes conocía la obra de Eugenio Montejo, y el cuento no les interesó. El desencanto estuvo acompañándome varios días. Sin embargo, la belleza estética y el profundo contenido simbólico que percibí en el cuento desde la primera vez que lo leí, seguían atrayéndome. Decidí realizar otra lectura, sin plantearme nada, sólo por el gusto de disfrutarlo.

Ese pequeño cuento, que apenas ocupa cinco páginas en el formato en el que fue publicado, se me apareció con una trama más densa, colmado de imágenes proteicas. Esa segunda lectura me impulsó a indagar el mensaje del poeta imbricado en la imagen, en el símbolo y en la palabra poética. Realicé este trabajo con el deseo de vislumbrar otras zonas de sentido ocultas por la cotidianidad, la rutina brutal y el vértigo del tiempo que nos arrastra en una sociedad donde casi no queda tiempo para leer un poema, donde ni siquiera nos percatamos de nuestra existencia. Me aparté deliberadamente de datos históricos, biográficos y cualquier otro que amenazara con alejarme de la magia que flota en el relato de un viejo, narrado con un lenguaje sencillo, profundo, reflexivo y colmado de entrevisiones, que insta a internalizarse en el misterio de la imagen poética.

 

La claridad, lo más claro,
esa luminosidad
eso transparente
opalescente
¿dónde?, ¿en qué espacio habita?

“Lo más claro”, Hanni Ossott.

¿Por qué se recrea un imaginario? Tal vez para espantar la soledad, o para acomodarla en un espacio idóneo donde ella pueda explayarse y germinar interminablemente en los ensueños. Quizá para propiciar un lugar donde la soledad pueda devenir en poema, en recuerdo inacabado, en vida transformándose continuamente. Un imaginario también puede ser una cartografía para acceder hacia regiones que se ocultan en los sótanos de la memoria. En el cuento “Las velas”, Eugenio Montejo retrata a un hombre de setenta años que se alumbra con dos cabos de velas porque el bombillo se ha dañado. A la luz de las llamas nos permite ver la riqueza de su mundo particular, la soledad se infiere a partir de la ausencia de Clara, la luz que alumbraba su existencia, pero el viejo protagonista no hace de esa condición una carga pesarosa, o por lo menos no lo deja ver de esa forma. Él lleva con dignidad su condición de hombre viejo y solo; quizá esa posición ante la vida hace muy difícil especular acerca de la soledad como drama existencial en este ser que nos muestra la historia narrada por Blas Coll.

El narrador nos habla de un hombre que se internaliza en sus recuerdos, o en uno en particular y, de esa manera, disuelve las fronteras entre la realidad que lo circunda con su manto inaccesible, manto tieso de la utopía, lleno de paradojas que no resuelven lo contingente. La realidad recreada en “Las velas” es una dimensión en la que el protagonista se bambolea en el vaivén de su memoria. Desde ese recuerdo invocado, nos cuenta su propia historia de amor, la cual se funde con el imaginario al que alumbran “Las velas”. El personaje hilvana algunos retazos de sus evocaciones y relata en dos tiempos su condición ante la contingencia. Lo hace sin afectaciones, recorriendo los bordes de la existencia sin una razón pragmática, sin objetivo concreto, porque nacemos sin saber para qué lo hemos hecho. “Las velas” es un boleto al Olimpo íntimo del viejo profesor jubilado que utiliza la poesía y la mitología como vehículos para espantar la muerte, que no obstante se sospecha en cada rincón, solapada en la historia de una mujer irreal, alguien que desapareció con una blusa azul y los cabellos húmedos. Un pequeño apartamento es el territorio donde habitan diosas, reinas y heroínas de poetas enamorados.

La luz y la sombra son dos condiciones opuestas, según nuestra lógica racionalista, pero Eugenio Montejo toma ambos elementos y los va modelando a través de una narración, como si fuera una arcilla suave, que toma formas precisas en las manos del artista. La luz que emanan las velas y la sombra que ellas mismas proyectan sobre las cosas, se conjugan lentamente con el ritmo de una historia de amor, que sirve de motivo para que el poeta nos muestre otras zonas de sentido ocultas en los meandros del ser.

Había bajado a comprar pan más tarde que otros días porque, cuando regresó, tras subir jadeante los tres pisos, ya había oscurecido. Buscó la llave en el bolsillo del viejo impermeable y abrió como pudo la puerta. Por fortuna, un movimiento automático como ése no le exigía demasiada vista a sus ya bien corridos setenta años. Una vez dentro, con igual automatismo trató de encender la luz de la pequeña habitación que le servía a un tiempo de cocina y estudio, pero el bombillo se había fundido. Fue entonces cuando murmuró con estupefacción, casi con reproche: vamos, Cintia, no me dejes a oscuras (Montejo, 2005: 11).

Cintia es el nombre que el viejo le da a la luz, no a un tipo de luz particular como se le revela cuando las llamas se agotan, sino a todo tipo de iluminación eléctrica. El nombre de Cintia evoca a la amada e infiel musa de Propercio, aunque también es otro apelativo de la diosa Artemis, quien a veces es llamada Cintia por su lugar de nacimiento en el monte Cinto en Delos.

De esta manera la Cintia que acompaña y alumbra al viejo narrador de “Las velas” es diosa y mujer mortal, inspiradora de poesía y pasiones que arrastran a Propercio a buscar en la palabra poética un código para expresar la fuerza de su amor, y en el viejo de “Las velas”, para encontrarse a sí mismo acompañado eternamente por Clara. El viejo ruega a Cintia que no lo deje en la oscuridad, perdido en la negrura que le oculta los grabados de Afrodita. Pero Cintia no lo acompañará esa noche, y él se acompañará sólo con dos cabos de velas para encontrarse en medio de la penumbra con un retazo de su pasado, quizá el más importante o el más querido de sus pedazos de tiempo. Su narración se va hilvanando con la invocación a sus dioses familiares, tejiendo un puente que permite adentrarse hacia otra orilla poblada por los recuerdos exiliados en su memoria.

La lectura permite inferir que el hombre atrapado en aquella noche sin luz, fue haciéndose un mundo aparte en su apartamento, es allí donde trastoca lo cotidiano y lo vuelve maravilloso al nombrarlo de otra forma. Los hilos conductores que tejen la historia dejan entrever una correspondencia con los románticos. Su presencia se siente como un flujo de otra luz que se filtra, sigilosa, en el imaginario del viejo. Sin embargo, éste no exacerba los poderes de la imaginación, su vida no está regida completamente por “La loca de la casa”, como diría Santa Teresa de Jesús, sino por unas vivencias que él sabe equilibrar con la sofrosine griega, ese legado tan querido por el personaje. Esos instantes le permiten renunciar a la sordina opaca y embrutecedora de la realidad para acceder a otros lugares más ricos en posibilidades, donde lo imposible deja de aparecer como un espectro arrogante. Es un universo donde Cintia se aleja para que surja Clara y disipe la sombra de la habitación con la llama azul que brota del corazón de la vela. El viejo soñador de imaginarios, que conoce el extravío de la noche, invoca a Clara con un ritual cargado de un erotismo sagrado que la recuerda como a una diosa. La condición de soledad que mantiene el profesor jubilado, viviendo en un mundo recreado por él, es un espacio donde sólo caben la evocación y la poesía. Gastón Bachelard, el filósofo de la fenomenología que estudió profundamente los imaginarios, dice en su ensayo La llama de una vela: “La llama de una vela convoca a los sueños de la memoria. Nos brinda, en los lejanos recuerdos, las imágenes de noches solitarias” (Bachelard, 1975: 39).

Esta imagen del soñador convocando recuerdos se ajusta a ese solitario personaje que Eugenio Montejo nos describe en “Las velas”. Los recuerdos vuelven por veredas marcadas o ensanchadas por la luz titilante, y las voces de su imaginario se dejan escuchar en el chisporroteo de las llamas danzarinas. Los recuerdos surgen desde un pasado recreado para dar cuenta de las cargas que la memoria guarda en los pliegues de eso que llamamos olvido. Según la narración, por un azar el viejo se quedó sin la luz eléctrica que le proporcionaba el único bombillo de la habitación donde vivía. Llevado por la necesidad de alumbrarse recurrió a las velas. Esto significa, en principio, que no recreó ese contexto romántico intencionalmente. Sin embargo, el cuento revela a un soñador, un artífice de imaginarios que esa noche descubre otra cualidad de la luz. Siguiendo los pasos del personaje, podemos atisbar una conciencia que conmueve, al dejarnos ver el desamparo del ser humano dentro del mundo.

No necesitaba hablar en voz alta pues vivía solo en ese pequeño apartamento desde hacía muchos años. O tal vez por eso mismo sentía frecuentes deseos de darles voz a sus pensamientos y a sus secretas invocaciones. A tientas, en la oscuridad, decidió abrir la nevera para que la luz del interior lo ayudase a encontrar las velas. Cuando localizó al fin el asa de la puerta dijo, ya casi al abrirla: dame luz, mi buena Euterpe (Montejo, 2005: 11).

Invoca a Euterpe, una de las musas, que según Pierre Grimal tiene por atributo la flauta. La magia de nuestro personaje convierte a la nevera en una musa que puede rasgar el velo oscuro que cubre aquel territorio mítico. El personaje apostó por un universo que él mismo podía nombrar desde la poesía. Con la luz que proyecta “Las velas” vislumbramos otros significados que apuntan hacia la condición del ser humano, que, como señaló Hölderlin, se encuentra en el desamparo: “El hombre es un dios cuando sueña, un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, se queda ahí como un hijo malogrado, cuyo padre lo echó de la casa, contemplando los miserables céntimos que la compasión le dio para el camino” (Hölderlin, 1998: 25).

Las correspondencias que se desprenden de “Las velas” demuestran la profundidad del entramado con que ha sido tejido el argumento que, en principio, aparece como una narración de estructura simple y equilibrada, como afirma Eugenio Montejo en el prefacio del cuento. Uno de esos hilos que tejen la trama nos conduce por el imaginario mítico del viejo profesor, y permite ver cómo un hombre es capaz de nombrar su propio mundo a través de la poesía y la mitología, al mismo tiempo que mantiene una conciencia que le proporciona la plenitud y rompe los reducidos espacios de la realidad concreta.

En el tercer párrafo del cuento penetramos por primera vez en pasado del viejo profesor. Desde esa voz que atraviesa los tiempos, nos cuenta cómo comenzó a escribir otra vez, y su narración se convierte en un metarrelato cuando nos percatamos de que ese presente donde se queda sin luz, en realidad pertenece a un cuento que él estaba escribiendo hace mucho tiempo atrás. De esta manera el pasado y el presente se conjugan en un solo tiempo. La escritura de este hombre se percibe como una fuga hacia otra parte y, mientras se desliza en una trayectoria de tinta y de papel, va transformando sus escenarios en un movimiento constante. Mediante esta hábil estrategia Montejo demuele la dicotomía entre el pasado inexistente, inapresable, fantasmático, y el presente manifestándose en la incesante actividad de los segundos que se desplazan raudos.

En “Las velas” el presente se transforma ante nosotros, se metamorfosea en las sensaciones que se pueden experimentar en un instante. El viejo fija las emociones como una suerte de fotografía y las convierte en recuerdo, en poema, en fórmula mágica que le permite acceder a esa dimensión atemporal, convocar las musas y demostrar que el tiempo es una falacia, un recurso para no volvernos locos, un salvavidas para no naufragar en el absurdo. El viejo profesor, mientras escribe su relato, se vale de la memoria para evocar al amor perdido, y demuestra que la palabra sirve para describir, pero no para sentir.

Clara es una enigmática mujer de la que sólo sabemos que asistía a las clases del viejo profesor y entra de manera furtiva en su vida, en forma de música, según la metáfora que usa el narrador para describir ese estado ideal del enamorado. La música es una característica de la poseía de Montejo, aquí el poeta mediante la voz narrataria, la muestra con una fuerza sublime, capaz de arrastrar a un hombre hacia un mundo desconocido. Julia Kristeva afirma:

Que la música es el lenguaje del amor, lo saben los poetas desde la noche de los tiempos, para sugerir que el enamoramiento producido por la belleza amada es trascendido —precedido, guiado— por el significante ideal: sonido en límite de mi ser, me transfiere al lugar del Otro, sin sentido, hasta perder el sentido (Kristeva, 2000: 31-32).

En un momento fuera del tiempo ocurre la consumación del amor que ata irremediablemente a ese hombre que ahora relata su historia. En un poema titulado “Mi amor”, Montejo escribe: “Mi amor que seguirá cuando yo me vaya, con otra risa y otros ojos, como una llama que dio un salto entre dos velas y se quedó alumbrando el azul de la tierra”. Magnífica analogía entre este fragmento del poema y Clara con su blusa azul, saltando desde el pasado a través de la luz de dos velas para continuar como un acorde inefable en el imaginario del viejo.

Esas instancias que acuden al llamado del personaje se integran, fusionando el pasado y el presente. Sin embargo, el narrador nos deja ver que sólo puede apresar fragmentos, pedazos que constituyen sus recuerdos y van apareciendo en una danza interminable e incoherente. Ese mundo atemporal, teñido por el erotismo, va apareciendo lentamente alumbrado por la luz de las velas, por Clara que emerge del baño como una Afrodita moderna con los cabellos húmedos: “Con la hoja dentro de la máquina, apenas llevaba escrito en la página hasta aquí, hasta el nombre de Euterpe, cuando Clara se me acercó, los cabellos empapados aún, recién salida del baño”.

La mujer es aquí, según nuestra lectura, otro símbolo para nombrar la nostalgia y la persistencia del erotismo sagrado. La imagen del erotismo que se nos presenta es fragmentada, huidiza, quebrada por la luz del sol que ilumina el rostro de Clara. Ella es una figura que surge poco a poco y se queda para siempre alumbrando con su luz azul al viejo de “Las velas”. Esa musa se vuelve melodía y seduce al viejo sacándolo de la indolente vida que él llevaba, como lo confiesa en su relato. “Cumplía con mis clases mirándome vivir, dejando que los hechos se ordenaran unos a otros por sí solos, con la mínima interferencia posible de mi parte”.

La poesía y el amor son irracionales, ambos se expresan con el críptico lenguaje del alma. En el cadencioso relato se intuye un desplazamiento de la razón cartesiana que deja libre a la intuición, y ésta guía la existencia, permitiendo sospechar que a la vuelta de la esquina se puede tropezar con una órbita secreta de su misterio. La nostalgia que se percibe en este cuento revela el deseo de apresar los recuerdos, delata una conciencia ante lo transitorio de la existencia y sus actos. Esta pequeña historia de amor señala al acto amoroso como un instante fracturado, inapresable, mientras la vida se desliza como un momento en el espacio.

Según Georges Bataille, el erotismo surge ante la conciencia terrible de la muerte, porque ese instante de supremo gozo, de no razón, de caída en un abismo de ebriedad donde no interviene el pensamiento y somos gobernados por una fuerza que nos rebasa, es análogo a la disolución de la vida. El erotismo no niega la muerte, sino que la reafirma al asumirla en la extinción del Otro y del propio Yo que se disuelven en el frenesí de un instante irrepetible. En esos movimientos del amor, bien sean delirantes o sosegados, se advierte el ritmo de la cadencia erótica y su carácter sublime vinculado con la poesía. El enamorado asume el erotismo como un hecho que pertenece al reino de lo sagrado, lo vive como misterio que se desvela en un instante de arrebato donde se disuelve la presencia y sólo se presiente una instancia enajenada. Esa pequeña muerte no significa la desaparición física, sino la anulación del cuerpo que se disgrega en la turbulencia del éxtasis de los amantes. Octavio Paz, en La llama doble, lo dice de una manera muy hermosa:

Nuestra pareja tiene cuerpo, rostro y nombre, pero su realidad real, precisamente en el momento más intenso del abrazo, se dispersa en una cascada de sensaciones que, a su vez, se disipan... Los sentidos son y no son de este mundo. Por ellos, la poesía traza un puente entre el ver y el creer. Por ese puente la imaginación cobra cuerpo y los cuerpos se vuelven imágenes (Paz, 1997: 11).

En esta reflexión de Paz volvemos a encontrar la imaginación enlazada al erotismo y la poesía, que remite al inicio del cuento con la invocación a las musas, diosas del canto y de la música. ¿Qué significa esa imagen melódica que Montejo establece como eje de su narración? ¿Quién entona una melodía que hace seguir a su intérprete? ¿Clara o el viejo solitario? Sospechamos que es el protagonista quien nos ha guiado a través de su historia para mostrarnos la vigencia de las musas expresándose en la llama de una vela. Tanto la música como la luz son símbolos muy fuertes que evocan la idea de nacimiento o renacimiento. El viejo narrador nos conduce hasta recintos donde lo sagrado emerge suavemente, conectándonos con una dimensión de nuestro ser. El ritmo se nos aparece no sólo como un elemento estilístico, sino como el medio que usa el poeta para internalizarse en las zonas inéditas de su propio mundo íntimo.

Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa, la literatura u otra... Ese balanceo, ese swing en el que se va informando la materia confusa, es para mí la única certidumbre de su necesidad, porque apenas cesa comprendo que no tengo ya nada que decir” (Cortázar, Rayuela: capítulo 8).

El ritmo que el viejo de “Las velas” ha convocado desde el inicio del cuento nos va mostrando cómo su narración parte de un movimiento que se origina en medio de la oscuridad y va tomando forma hasta desvelar el imaginario que ese hombre ha construido. Su mandala, su Centro, es Clara, él lo recorre a través de la escritura y una historia que nos envuelve con el mágico brillo del rito y el culto a las Madres, alumbrado por “Las velas”. Desde esta lectura, el imaginario del viejo profesor se convierte en mandala, dibujo misterioso que encierra respuestas para quien sepa interpretarlo. Eugenio Montejo nos deja en “Las velas” un ritmo que se deja escuchar en la penumbra, una invitación a seguirlo en un viaje hacia el Centro que nos constituye. Según Chevalier y Gheerbrant:

En todas las civilizaciones, los actos más intensos de la vida social o personal van acompañados por manifestaciones en las que la música desempeña un papel mediador, para ampliar las comunicaciones hasta el límite de lo divino (Chevalier y Gheerbrant, 1995: 739-740).

El deseo de vivir y experimentar nuevamente la plenitud de la existencia surgió en el mundo del viejo porque Clara introdujo desde el comienzo algo parecido a una esperada melodía que, “una vez reconocida, me era inevitable seguir”. Ya había escuchado antes los compases del erotismo, pero evidentemente, también había perdido su equilibrio, o dejó de escuchar ese ritmo que invita a la conexión con lo divino. El viejo sólo nos muestra algunas trazas para esbozar un pequeño retrato de Clara. “En fin, ya he comenzado a borronear algunos papeles como éste, apenas principiado, que ella ojeó al salir de la ducha. Para animarme, sin duda, dijo que Cintia es un nombre hermoso. Creo que lo es, pero tal vez ella no sospeche que, para mí, mucho más hermoso es el tono de voz con que lo dice” (Montejo, 2005: 12-13).

Esta conmovedora confesión encierra en sus palabras un canto al amor como rito, al compromiso y respeto hacia el ser amado, un culto que se ofrenda a las deidades en la intimidad de un altar particular, en este caso, un apartamento que Clara prefirió por pequeño y elevado. Hay un dios que no se menciona explícitamente en el cuento: Dionisos, pero que aparece solapado en la forma del erotismo. Su presencia se delinea con más fuerza en la búsqueda de liberación. Alain Daniélou, en su excelente trabajo sobre Shiva y Dionisos, afirma que el culto a este dios griego desencadena las potencias del alma y del cuerpo (Daniélou, 1987: 22).

El viejo profesor que nos narra esta historia asilado en su Olimpo particular, lo hace manifestando un gran respeto por los dioses, nos habla desde esa parte irracional que llamamos alma, desde su conexión con lo divino. Hasta ahora hemos hablado de un imaginario poblado por deidades que un viejo recrea, tal vez para espantar la soledad, Pero, tomando en cuenta el aspecto irracional que hemos mencionado, no podemos dejar de preguntarnos, ¿lo imagina realmente o lo experimenta? El poeta y el escritor capaz de tomar las metáforas, analogías y correspondencias que brotan de alguna parte de su ser, participan de la imagen poética y la experimenta como vivencia irracional, en correspondencia con lo mágico-religioso.

Es cierto que nuestro protagonista no ha dicho en ningún momento que es poeta, pero ha recreado un imaginario donde la analogía y el carácter mágico-religioso están presentes; mostrando sin ambages su fondo irracional expresado en la metáfora y en la imaginación. Estas instancias poéticas surgen de la profunda oscuridad en la que Cintia ha dejado al viejo. ¿Acaso todo el cuento no es una metáfora que remite a la oscuridad como fase fundamental por la que atraviesa el alma antes de renacer en el mundo de la luz? La historia del viejo remite al mito de Psiquis, quien busca a Eros atravesando la oscuridad del Hades para superar las pruebas que le ha impuesto Afrodita, diosa de la belleza y la sensualidad a quien el viejo rinde un especial tributo y la nombra de distintas formas. “No era extraño que pasara más de una mañana contemplando, por ejemplo, alguna preciosa imagen de Afrodita. Varios años atrás, cuando aún lo retenía la rutina docente, escribió a modo de pasatiempo una larga monografía sobre la diosa de la belleza. Un pasatiempo o tal vez una premonición de sus postreros días” (Montejo, 2005: 13-14).

¿Por qué una premonición de sus días postreros? ¿Qué presentía el viejo profesor? Quizá intuía sus últimos años en la soledad de su modesto apartamento rodeado de la extraordinaria belleza de las diosas, compañeras solidarias del ser que las sabe intactas, diosas eternas, como lo expresa el poema de Montejo: “Vuelve a tus dioses profundos; están intactos, están al fondo con sus llamas esperando; ningún soplo del tiempo los apaga”.

El viejo, ayudado por Euterpe, pudo encontrar un cabo de vela en una gaveta, con éste encendido pudo ubicar otro más. Lentamente las tinieblas que envolvían al apartamento ceden un poco ante la luz emanada de las velas que nuestro protagonista pudo encender. El texto nos dibuja un espacio en penumbras porque la luz de las velas no es suficiente para iluminar totalmente el apartamento. De esta forma se da una conjunción de luz y oscuridad y propicia la atmósfera para que Astarté, la sombra del viejo, se presente, más dinámica y más intensa, tanto que el cuarto parecía pequeño para ambos. Octavio Paz dice, en La llama doble, que “Príapo en erección perpetua y Astarté en jadeante y sempiterno celo acompañan a los hombres en todas sus peregrinaciones y aventuras” (Paz, 1997: 18). Aunque este aspecto sexual no es el caso del viejo profesor, insertamos la cita porque él es un conocedor de los mitos, y sabemos que ese componente erótico se nos presenta nuevamente en esta deidad femenina, que según Federico Revilla es:

Diosa semita del amor y la fecundidad, pero también de la guerra. Esta ambivalencia, relativamente frecuente, al menos en estadios antiguos de la evolución religiosa, sugiere el sabido paralelismo que los griegos expresarían mediante Eros-Thanatos... Era inevitable su posterior identificación con Afrodita (Revilla, 1999: 52).

Federico Revilla nos dice que Astarté fue identificada con Afrodita; más arriba acotamos que el viejo rinde una apología a la diosa griega de la belleza y el amor; tributo doble al nombrarla una vez más en su aspecto semita. ¿Todas estas diosas son luminosas? Evidentemente en uno de sus aspectos sí, pero tienen un lado oscuro; Eduardo Cirlot, en su artículo sobre la sombra, recurre a la tesis de Carl Gustav Jung, y afirma que Jung denomina sombra a la personificación de la parte primitiva e instintiva del individuo (Cirlot, 2005: 424). A la sombra, como figura oscura que proyecta el ser humano, se le ha otorgado un papel fundamental a través de las diferentes culturas, porque representa al alma.

En la noción de alma reencontramos el carácter irracional que domina la narración. En este caso ligado a la sombra, que el viejo ha bautizado como Astarté. ¿Es ella la representación de su alma? ¿Otro yo? ¿De qué manera se vincula la sombra con Afrodita y Clara? Astarté, transfigurada en sombra que acompaña perennemente al viejo, también puede ser una forma de recordarle su otra parte clara. La luz y la oscuridad, dos expresiones distintas de una misma condición, y en “Las velas” se convierten en metáfora, mostrándonos una vez más ese fondo irracional que alimenta al poeta con sus analogías y correspondencias. Astarté, su sombra, también es Afrodita, su pasión, y ambas se conjugan en una danza para dar nacimiento a Clara, quien encarna el amor ideal y se transfigura en su musa mientras le hace compañía, luego en la ausencia se torna en luz que lo alumbra en la negrura de la soledad.

El viejo trata de contar una experiencia límite que marcó su existencia con la soledad y el amor, pero el lenguaje no le sirve para explicar la profundidad que encierra cada uno de esos universos subjetivos. ¿Cómo podemos describir la soledad? ¿Hay palabras para describir la experiencia amorosa? No. Por eso el poeta, el escritor y el enamorado, recurren a la imagen poética, sólo ella puede tender un puente entre esa instancia abstracta, atomizada, sin rostro ni perfiles, colmada de sensaciones y ritmos ditirámbicos, y nuestra realidad concreta, llena de nombres, colores y palabras que se traicionan en cada acto de habla porque jamás nombra la esencia del amor o la soledad, la médula que produce las emociones y sensaciones es ignota.

Quizá, al no poder nombrar al reino del alma, llama a su amada con un nombre tan simbólico como Clara. El mismo protagonista no necesita nombre para presentarse, él es un hombre anónimo enfrentándose al lenguaje monstruoso del mundo para nombrar y nombrarse en una falacia perenne y rutinaria. El viejo es nadie como Odiseo encarado a Polifemo, es un hombre enfrentando la nostalgia, amante insaciable de la belleza.

 

Bibliografía

  • Bachelard, Gastón. La llama de una vela. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela. 1975.
  • Bataille, Georges. Las lágrimas de Eros. Tusquets Editores. Barcelona, España. 2000.
  • Chevalier, Jean, y Gheerbrant, Alain. Diccionario de los símbolos. Editorial Herder. Barcelona, España. 1995.
  • Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Ediciones Siruela. Barcelona, España. 2005.
  • Cortázar, Julio. Rayuela. Plaza & Janés Editores, S. A. Barcelona, España. 1999.
  • Daniélou, Alain. Shiva y Dionisos: la religión de la Naturaleza y del Eros. Kairós. Barcelona, España. 1986.
  • Grimal, Pierre. Diccionario de mitología griega y romana. Paidós. Barcelona, España. 1979.
  • Hölderlin, Friedrich. Hiperión. La muerte de Empédocles. Fondo Editorial de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela. Caracas, Venezuela, 1998.
  • Montejo, Eugenio. Poemas selectos. Bid & Co Editor. Caracas, Venezuela. 2004.
    —. Las velas y cinco poemas. Ejemplar número 21. Editorial Exlibris. Caracas, Venezuela. 2005.
  • Paz, Octavio. La llama doble. Amor y erotismo. Galaxia Gutenberg. Barcelona, España. 1997.
  • Revilla, Federico. Diccionario de iconografía y simbología. Ediciones Cátedra. Madrid, España. 1999.