Letras
Asunto pecaminoso

Comparte este contenido con tus amigos

Es pecado lo que provoca remordimientos. Y mi primera contrición fue por amor, causa de mi alejamiento de Dios. Renuncié a rezar para agradecer los alimentos y dejé de orar antes de dormir sólo para no invocar al Todopoderoso, al extremo de borrar de mi mente toda plegaria aprendida. Así, al no escuchar Dios mis padrenuestros y avemarías, éste no recordaría mi pecado y, en consecuencia, el infierno no sería para mí.

Recuerdo que mi madre pidió al párroco que me aceptara como su ayudante, éste aceptó a condición de que yo asistiera a clases de catecismo. Las lecciones fueron tediosas; lo más agradable era ojear una edición ilustrada y añeja de Historia sagrada que el padre usaba como libro de texto.

Y allí en esas largas horas donde nos persuadían de andar por el buen sendero, conocí a Viola, niña por la que me condené al infierno. Era flaca y tímida, tan delgada y pálida que el párroco la comparaba constantemente con no sé qué santa y la ponía como ejemplo a seguir. Su dedicación para aprender plegarias, los modos de persignarse, la genealogía sacra y demás cosas, hicieron que algunas niñas la envidiaran y los niños la usaran para sus burlas: jalaban sus trenzas, ensuciaban sus vestidos, le ponían apodos. Y yo, por un extraño motivo, la defendía retando a golpes a sus agresores, porque ella bien valía unos cardenales en mi rostro: era bonita como la santa que decía el padre. Viola comenzó a tomarme en cuenta, pasé de ser un niño más a uno que buscaba para confiarle cómo se le había ocurrido el nombre para su muñeca y compartir aquellos chicles cuadrados y macizos como rocas, llamados Canguro, peligrosos para la dentadura de leche.

Sin embargo, había algo más poderoso que el simple hecho de compartir un nexo que mezclaba el cariño con una congénita vocación materna, pues el juego favorito de Viola era ser madre exigente y cariñosa con sus muñecas y conmigo, muñeco ventrílocuo y dócil. Gracias a este juego aprendí a rezar y a dar rienda suelta a mi sentido de dependencia que con mi madre y Viola era fundamental. Pero aun había algo más. Su rostro de virgen antigua, carita en constante desamparo, su timidez durante las clases y abnegación para soportar las burlas de los demás niños.

Y yo, a pesar de gozar privilegios por ser monaguillo, no escapé al veneno de las bocas infantas. Era muy flaco y dueño de una nariz en constante sudoración, además de mis nulas aptitudes para los juegos físicos, como el fútbol, el tochito, el burro dieciséis y sus variaciones que, ahora sé, hacían más salvajes sólo para humillarme. Escasas veces me aceptaron en sus juegos, no les quedaba otra opción mejor; deseaban joderme, verme llorar. Mi cuerpo terminaba devastado, jamás flaquearon mis ojos. Esta clase de sacrificios los toleré para demostrar a Viola que era igual o más rudo que mis compañeros de juego. Pero ella, estoy seguro, los interpretaba como penitencia que yo me imponía para acercarme a Dios.

En vísperas de la ceremonia de comunión, mientras repasábamos los rezos y la historia bíblica y tratábamos de memorizar los mandamientos, un niño, el que siempre encabezaba juegos y riñas, comenzó a jalar las coletas de Viola; ella soportó con santa paciencia, lo que sí no toleró fue que el niño arrebatara su Biblia para botarla en el suelo. Su llanto fue afónico, desconsolado, y los pelos de sus trenzas se pegaban a las mejillas húmedas; sorbía su desamparo mientras me veía, implorando auxilio. Yo, niño enclenque, me acobardé ante la implacable gordura y apoyo que tenía de su parte el niño gandalla. Pujando valor, hice disparatadas comparaciones de su obesidad, esto lo enfureció y sin más dejó ir su peso sobre mí, literalmente me hizo una plancha con el más puro estilo alevoso de luchador rudo; lo que resentí y casi me noquea, no fue su peso, sino el choque de mi espalda contra el suelo, que me sacó por algunos segundos el aire. Como pez fuera del agua, traté de jalar todo el oxígeno posible, manoteaba para despegar de mi humanidad al mantecoso gandalla; mientras iba recuperando fuerzas y tomaba conciencia de mi situación, traté de ubicar a Viola, de ver un poco de su agradecimiento por mi martirio, pero ella no estaba... Lo que hice a continuación ya no fue por ella, sino por mi salvación. Debía escabullirme, salir del emparedado en el que yo era principal ingrediente; pataleé, arañé. Mordí, jalé pelos, orejas, trataba de asirme de algo que me salvara, así que comencé por apretar algo con esa furia que sólo se obtiene con la desesperación... lejos de alivianar el peso en mí, éste se hizo más compacto. Sólo escuchaba los resoplidos y entrecortados insultos de mi agresor; el solo verlo, amoratado de coraje, aumentaba mi angustia y la fuerza en mis manos para seguir apretujando aquella cosa gorda y fofa.

Todo terminó cuando el sacerdote y algunos niños me quitaron de las manos el cuello del gordo gandalla que, desvanecido, recibía respiración de boca a boca del párroco... Cuando todo estuvo calmado, Viola fue a verme al penitenciario para consolarme y explicar su ausencia durante la pelea: al ver mi desesperación y segura derrota, fue en busca del padre para que me ayudara. Pero gracias a mis extremas soluciones, casi estrangular al gordo, tuve que cumplir penitencia de mil avemarías y padrenuestros con un ladrillo en cada mano y los brazos extendidos para aplacar mi ira. Habiendo cometido varías infracciones a los mandamientos, yo era candidato perfecto para el infierno y todo por Viola, por querer a Viola, por ser novio de Viola, por defenderla. Pero ella me consoló. Dijo que para lograr el absoluto perdón debía cumplir la expiación impuesta por el clérigo y luego confesarme y comulgar como todos los niños el día de la primera comunión, que era al día siguiente.

Tuve pesadillas en las que veía imágenes de Doré, como la del desgraciado que lucha por despegar sus miembros del fango mientras se transforma en árbol, o aquella en la que está un hombre descabezado que aferra su propia testa en actitud retadora y donde la cabeza pareciera a punto de amonestar a Virgilio y Dante que, horrorizados, ven el espectáculo... en escenas así y otras más me vi, anticipación de mis castigos por la mala acción del día.

Todos olorosos a jabón y loción, bien peinados y con la inmaculada blancura de sus trajes, sentados en la primera fila del templo, aguardaban el inicio de la misa. Llegué retrasado. Como yo era el monaguillo oficial, tuvo que aplazarse la ceremonia unos minutos. A diferencia de los demás niños, yo debía hacer labor: ayudar al padre y hacer lo propio para merecer la comunión.

Quizá no estaba bien peinado o vestido con corrección, o mi rostro lucía estragos del desvelo, que era lo más lógico, pero Viola al verme hizo una mueca. Tal vez adivinó mi falta, así que traté de poner el rostro de candidez angelical que exigía la ocasión. A medida que transcurría la misa, la notaba más angustiada, buscando insistente mis ojos; yo fingía abstraerme en mis faenas. Sus ojitos, vidriosos de lloro, en cualquier momento soltarían su agua; tanta era su aflicción que no soporté verla y mucho menos estar a su lado, como prometí: comulgaríamos juntos.

Pero las promesas se consuman inevitablemente si la religión está involucrada, una fuerza firme te orilla a hacerlo y por más que eludes, más a punto de cumplir se encuentra uno. Así, cuando la mayoría de los comulgantes pasaron, el clérigo me conminó a hacer lo mismo: tuve que tomar lugar en la única fila de niños y tras de Viola.

—¿Te confesaste, verdad, sí te confesaste? —preguntó Viola con un hilo de voz cargada de beatitud, no pude responder más que con un gesto bienhadado.

—¿No lo hiciste? —casi gritó y con sollozos e hipando para contener el llanto remató:—. ¡No quiero que vayas al infierno, los demás dicen que no te confesaste, que no te vieron hacerlo..!

—¡Lo hice...! —dije no muy convencido.

—Yo te creo pero si no lo hiciste, la hostia se pega en el paladar y estás condenado, para siempre...

Y fue lo último que escuché de ella. Yo sólo repetía en mi mente y suplicaba a la Virgen y Cristo, a Dios, no por obvias razones, sino para que las hostias se acabaran antes de mi turno. Y estaba seguro de que sucedería, pues yo llevaba en los bolsillos de mi pantalón un considerable hurto de ellas, ya hechas moronas por la angustia de llegar al infierno. Pedí perdón a los santos por hurgar bajo sus túnicas y les prometí hacer miles de penitencias si me concedían esa gracia, además acudiría a misa los domingos y permanecería de monaguillo hasta que el párroco deseara... Pero los santos son de palo cuando quieren ser vengativos.

La hostia se aferró como sanguijuela, mi lengua luchó por despegarla; mi terror al averno, a la venganza divina, sacó mis lágrimas. Viola, estoy seguro, notó mi angustia y mis sollozos, pues en cuanto tragué el pan sagrado, buscó mi rostro como para encontrar pureza o tormento. Yo sólo deseaba consuelo y ella me ofreció un mohín que no supe si aprobaba o censuraba, no sabía si acercarme a ella para confesar todo y así quizás obtener el perdón absoluto; sin embargo, jamás percibí en su cara ni escuché de ella algo que invitara a arrimarme.

Y entonces sí lloré, sin recato, sin importarme las burlas de los demás. Lloré por ella, por mí, por Viola que me quería y luego ya no...