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Sucinta

Finos hilos entrelazados mordiendo la brevedad de un suspiro; sucintas cadenas que simulan la eternidad. Sucesión azarosa, irrepetible, única. Colección, collage, conjunto; yo también me incluyo, me excluyo, soy. Etéreo halo que se entreteje sin pausa salmodiando libertades, enlazando incertidumbres, hilvanando fragilidad. Vago y divago en las callejuelas estrechas de una expiración constante, un ir y venir al oscuro fondo de mí misma para salir con la cara limpia y la espalda expuesta. Pido permiso para permanecer.

 

Declaración

Aquí estoy, resumida, contenida, breve, que no exacta; imprecisa, rodeándome ampulosa e inútilmente con madejas vencidas de cabello humedecido en tinta indeleble, envuelta en disertaciones bizcas, huida en alientos fríos de sentires congelados. Me rodean lánguidos escalofríos, espantapájaros que asustan leves presunciones de musas indulgentes.

Habito un conciliábulo errante, carpa desgastada que alberga veredictos postergados en burocracias íntimas, juicios demorados por cambios de jurisdicción, cual dóciles médanos a voluntad del viento.

Eludo y olvido. Amago con desaparecer pero no sé cómo. Levito en hipótesis perecederas que me hacen ver estrellas arriba y abajo al despertarme el frío cemento; si alguna vez lo consiguiera fresco y la amnesia viniera más tarde... podría dejar testimonio formal de mis experimentos en lengua materna, estampar el llanto fugaz de una estrella igual de breve, traducir lo que me dijo Orión, apoyó Neptuno y rebatió la Luna, mujer al fin; pintar la sonrisa disimulada de Marte cuando algún artefacto le hace cosquillas al recorrer su vasto territorio escarpado esperando ver con ojos inapropiados lo que sólo se puede ver con el tercero, reproducir la nota exacta que se produce cuando un abrazo se aferra a una espalda, graficar el beso urgente, ya de bienvenida, ya de despedida, paso de testigo que se dan las estaciones en los equinoccios, señores del clima puntual; grabar el sonido satisfecho de una barriguita cuando se sacia el hambre injusta, documentar el legendario escarceo de la Mar camaleona con el tácito Cielo cual asíntotas castigadas que irán a juntarse sólo en la eternidad.

Un cornetazo grosero extingue el devaneo profundo en el que me sumerjo cual éxtasis religioso, ya sea improvisado o a mi antojo, que más sabe el diablo por viejo... Un sorprendido fiscal de tránsito hace el levantamiento de una accidentada mujer que esta vez cayó sobre un carro del año, nunca se ha procurado seguro, y siempre, redondeando a mayor, sale perdiendo.

 

Barrer el desierto

Hay un desierto que me visita de noche, un lugar abierto que encierra fobias dementes recién embarcadas en camellos insomnes.

Provoca constreñir la luna llena para menguar tanta noche, barrer de madrugada los restos arenosos del vacío, limpiar los grumos del silencio infiltrado que murmura maldiciones en el bautizo de una esperanza, y servir la mañana de aperitivo para que dos cuerpos enteros se hablen al tacto.

 

Groseras ansias

Se me despuebla la boca de sabores banales, mi lengua es un rotundo fuego en arrebol esgrimiendo expresiones que apuñalan la comedida tranquilidad de las buenas costumbres.

Hay una saña traviesa rondando mis huellas neonatas, una esquirla incómoda en mis dedos, que tanto contuvieron el calor de tu cuerpo en el fragor de batallas perdidas, solemne claudicación a un poder innegable e intangible.

Me disuelvo en insomnios repetidos. Un arrebato pertinaz envuelve la límpida penumbra en que se resbalan los restos de días exhaustos, abandonados a su suerte; escombros incómodos para un presente incierto, un tiempo demorado en dudas desteñidas de tanto habitar terrenos baldíos.

Y las noches son un caldero profundo cocinando a fuego alto un maridaje de gestos obscenos, un caldo de cultivo de bajos instintos. Cada noche una intoxicación, un diagnóstico fallido, un desierto infinito labrado en la ironía, una pesadilla tridimensional donde no salen las palabras de auxilio.

La rabia en torbellino lanza muecas de espanto en exhibición indecente, exige, como espíritu en trance, alcohol para el cuerpo, que le queme las groseras ansias de reclamarle al mundo, por qué carajo es que no estás.

 

Lugar común

Concurrir a la cita que tiene dispuesta la tarde pensativa es un hecho obligado. Me manda traer el macerado; eso que queda de mí después de mi religioso entierro nocturno en líquidos espirituosos. Y yo voy, sumisa, entregada al encuentro inevitable con extractos de mí, con una esencia que se resbala pesadamente como la savia de un tronco herido, a reconocerme en olores íntimos, en sabores instintivos, como cuando salgo a tu encuentro con un beso de bienvenida y desde tu vientre mi olor empecinado me saluda de vuelta o cuando me besas y tu lengua sabe a una estancia previa en mi pezón; pero si yo te beso primero inesperadamente una parte del cuerpo sin haberme antes tocado ni un pensamiento tuyo, te juro que también sabes a mí y esa confusión me invita cada vez a concebir hipótesis dementes y realizar experimentos no autorizados en tu anatomía. Y cómo me dejas desahogar el delirio de estar viviendo, recorrer a mi inusual ritmo un camino prestado con unas zapatillas incómodas, recostar el cansancio oblicuo en tus noches sensatas, seguirle el juego antojado a mi imaginación, mirar atónita una brújula atorada en un único destino posible, tú; y tú queriéndome enseñar otros mundos; mientras me desviste tu boca cálida y gentil, vas repitiéndome con paciencia de santo; norte, sur, ¿este? ¿o... este?, y no hay forma de rehuir este alud adjudicado al único filántropo postor, voy a ti inequívocamente; el bastón es sólo un apoyo... Nuestro destino, amor, es un lugar común...

 

Lluvia

La lluvia huele a limón, a brote de sonrisas, a pancita de bebé. Se cuela por todos lados una brisa íntima que juega con los sentidos, pule esquinas olvidadas, enciende viejas ilusiones, cosquillea suspiros adormecidos y provoca terribles ganas de apretar con los pies desnudos, las gordas nubes cual racimos generosos de uvas de vendimia.

La lluvia sabe a juvenil nostalgia, a café recién colado, a beso robado, a cuento de hadas, a carcajada imprevista, a sinfonía del cielo, al orgasmo primero.

Esta lluvia que no sale de mis ojos, baja por la nariz y se detiene en los senos —que se quede un poco, no hay apuro, lo presiento—, si el reloj se detuvo hace rato porque con un relámpago se escapó el tiempo. Agradece el vientre reseco la humedad, las caricias y los besos; convulsas carcajadas coreografían un baile nuevo; más abajo hay colapso, desborde y renacimiento. Los muslos, esmerados anfitriones, planifican horas locas, desvisten viejos pudores, inventan dialectos.

Escucho a cada gota de agua decir su nombre al caer al suelo, escucho los loros que se refugiaban en mi cabeza partir a un sitio más seco —lo sentimos, dicen—, y yo me alegro. Escucho al sol roncar como trombón sin mucho esfuerzo, los romances en el gallinero, a los empapados niños girar siguiendo los pasos invisibles que marca el cielo, a las hojas de los árboles susurrar las inclemencias del tiempo, a la tarde caer rendida a los pies del sueño, a un grillo barítono, nuevo talento. Escucho a lo lejos la voz queda de un pequeño trueno avisando que no hay más lluvia hasta febrero.

¡Ay, Dios mío! ¡Sálvame! ¡Llévame! ¡No me dejes reseca, sin sueños! Yo me inmolo gustosa porque sé que cuando caiga la próxima lluvia, Tláloc, néctar de la Tierra, renaceré, sin más remedio.