Letras
Tres microrrelatos

Comparte este contenido con tus amigos

Árboles

En aquella remota aldea cada vez había más árboles y menos habitantes. Con frecuencia las personas desaparecían y en sus jardines, huertos o patios crecía un nuevo árbol. Los restantes vecinos siempre buscaban alguna explicación.

—Se ha marchado de vacaciones.

—Fue a casa de su hermana a pasar una temporada.

—Se ha casado con una vecina de la aldea de enfrente, ¿no te acuerdas de la Evarista, hombre?

—Se lo llevaron sus hijos al asilo.

Y así, siempre.

Hasta que la ausencia injustificada de Juan Gómez y el crecimiento prodigioso de un frondoso castaño en su huerta despertaron las sospechas de la jueza recién llegada a su nuevo destino en el juzgado de la villa. Temiendo que algún suceso extraño estuviese detrás de aquella desaparición, abrió una investigación y lo primero que ordenó fue que excavasen en la finca del ausente. Envió allí a tres agentes, que nunca regresaron a rendirle cuentas de sus pesquisas.

La jueza descubrió, sorprendida, durante su visita a la misteriosa finca, que allí crecían tres fuertes y altos abetos en los que ella no había reparado en la ocasión anterior. A pesar de la creciente inquietud que la embargaba, continuó merodeando entre los árboles. Finalmente, enviaron un juez sustituto, ante la inexplicable y repentina marcha de la titular.

En el jardín del desaparecido Juan Gómez, junto a los otros árboles, el quercus robur, o sea roble, sentía unos deseos irrefrenables de impartir a sus congéneres una clase de Derecho Romano.


Gema

En el cementerio Gema se sentía muy sola. Quizá debería hacerse amiga de otros espíritus, pensó. Pero las almas con las que trabó conocimiento eran demasiado mediocres... En aquella situación, la llegada del rubio y hermoso Enrico fue como un regalo del cielo. Poco después, Giulio se le acercó y también comenzó a hacerle compañía. Unos meses más tarde, hizo un nuevo amigo, Ettore, y a éste lo siguió Brunello, casi un año después. Gema ya se sentía mejor. Paseaban juntos por el camposanto, observando el verdor del césped y jugueteando con las florecillas silvestres que crecían aquí y allá. Entonces aparecieron Otelo, Alfredo y Leonardo, correteando y mordiéndose la cola unos a otros. Totalmente feliz, Gema se deleitaba cada atardecer contemplando la puesta de sol con sus siete gatos. Otelo, Alfredo y Leonardo, las tres crías atigradas que un desaprensivo abandonó en la calzada y fueron arrolladas por una furgoneta, se acurrucaban juntos en el regazo de su nueva ama incorpórea.

 

Luces de Navidad

Mientras paseaba por la calle peatonal profusamente adornada para las fiestas navideñas, Olga observaba las luces que iluminaban las fachadas, luces que titilaban, huían, se perseguían entre los numerosos clones de Santa Claus que escalaban hasta alcanzar ventanas y balcones. Había bastantes personas que paseaban, miraban escaparates, realizaban las compras apresuradas de esas fechas. Olga sentía el bullicio de los demás como una alegría artificial.

Poco a poco se fue dando cuenta de que en realidad todo aquello le era totalmente ajeno. En su corazón no había espacio libre para aquellas luminarias. En su corazón sólo había espacio para la oscuridad. Y cuando se halló con aquella terrible verdad, sólo se vio capaz de refugiarse en un banco alejado de las luces, un banco protegido por la sombra de un árbol frondoso. Allí permitió que fluyesen libremente las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos.