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Ilustración: Justin BakerLa posibilidad de un auténtico volver

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Bastarían las sentencias de unos pocos poetas para negarnos al ejercicio improbable de nombrar algo, de verter al lenguaje de las palabras algo que no es susceptible de ser nombrado; esto es, nuestra experiencia de asombro frente al mundo, como dijera Wittgenstein.

Sentencias como aquella de Rilke, de que nombrando lo matamos todo. Pero en cuya esencia irónica —irónica en la medida en que son verbalización del asombro resignado de alguien, del poeta mismo— cobra validez el ejercicio de la enunciación; pues señalando su distancia con el mundo, el lenguaje se hace mundo, objeto del mundo, y la distancia que antes era se acorta, cobrando el lenguaje entonces realidad. “Las cosas se vacían y los nombres se llenan”, dice Octavio Paz, “entre mis labios el árbol desaparece mientras lo digo y al desvanecerse aparece: míralo, torbellino de hojas y raíces y ramas y tronco en mitad del ventarrón, chorro de verde bronceada sonora hojosa realidad aquí en la página”.

Y acaso al término de todo sólo quede ese universo: el universo brevemente pergeñado en el papel: “el residuo verbal”, según Paz, “lo único que queda de las realidades sentidas, imaginadas, pensadas, percibidas, disipadas... y que aunque no sea sino una combinación de signos, no es menos real que ellas”.

Pero la poesía no es tanto el poema cuando ya descansa sobre el papel, sino ese instante mínimo de revelación o epifanía en que el mundo abre las piernas y quedamos, con júbilo y temor adolescente, frente a aquello que siempre se nos mantuvo velado. Experiencia que Montejo nos describe como un sueño, en el cual recibimos de la mano de la poesía que nos visita “una flor o un guijarro, algo secreto, pero tan intenso que el corazón palpita demasiado veloz. Y despertamos”.

Es sobre esa visión que escribimos. Y por el miedo frente al NUNCA MÁS del mundo, que compite con el deseo del OTRA VEZ del hombre. Es para dar cabida —amarrándole un hilo a la pata del tiempo— a ese deseo romántico de verlo correr en círculos y, como escribiera Gómez Jattin en una pared, creer de nuevo en el pasado como punto de llegada. Rescatar del instante que pasa, raudo como una noche sin sueños, sobresaltos y estupores que volvemos poema, aun cuando lo menos poético resulte ser esto que finalmente escribimos: retazos de vida que intercalamos a la vida como quien alterna dos piedras para avanzar a través de un arroyo. Porque si en el poema, el agua del mundo ha quedado detenida, es para hacerla bebible. En palabras de Chantal Maillard, “para que el agua envenenada pueda beberse”, y atender a esa poesía de la vida, que ocupados en vivir, no vemos. Rescatar de aquel torrente fragmentos de mundo que nos pertenecen, y cuya ausencia intuimos en nuestro afán repentino de retener en los pulmones la esencia toda de una estancia, el hálito y el perfume de todas las mujeres que pasan. Untándonos con aquella visión como una pomada duradera a los sentidos. Distinta de la memoria en la medida en que es ahora realidad dispuesta. Fragmento fijado de mundo. Habitable siempre. Poético quizás.

En lo que dura la poesía el hombre no envejece, y el mundo es un filón inagotable de experiencia y sorpresa. Por la poesía, el mundo, desviado de su cauce natural, se multiplica, y sucesivas porciones del mismo pasan a reposar sobre el papel tranquilas. Nos hallamos entonces frente al poema. Frente a la posibilidad de un auténtico volver, de un bañarnos dos veces, incontables veces en el mismo río.

Detenidos en el tiempo, es posible entonces contemplar la luz serena que vimos en una madrugada del ayer, desde los ojos que alguna vez tuvimos, y por antonomasia tendremos siempre.