Sala de ensayo
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, en 1967.
El espejo y las imágenes
Prescripciones y hábitos en la escritura garciamarqueana

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Ninguna imagen es, en todo caso, un espejo virgen,
porque ya se halla en él previamente
la imagen del espectador.

Del libro La lectura de la imagen,
de Lorenzo Vilche

Uno

En una entrevista concedida en mayo de 1996 al programa radial Viva FM, Gabriel García Márquez le recordaba al periodista Roberto Pombo una frase de su maestro William Faulkner: “El escritor no escoge los temas, sino, por el contrario, los temas escogen al escritor”.1 Casi treinta años antes, en una charla con la periodista Pati Hili, Truman Capote sostenía que “si una idea es lo suficientemente buena, si de veras le pertenece a uno, entonces no se puede olvidar: lo acosará hasta que la escriba”. Y agregaba: “(Esto ocurre porque) la humanidad individual del escritor, su palabra o su gesto frente al mundo, tiene que aparecer casi como un personaje que entre en contacto con el lector. Si la personalidad es vaga o confusa o meramente literaria, no sirve. Faulkner, McCullers, son escritores que proyectan su personali­dad de inmediato”.2

Cuatro siglos antes de que García Márquez diera vida a Cien años de soledad, y Capote a su novela de no ficción, ese trastocado personaje creado por Miguel de Cervantes Saavedra, en un diálogo con su amigo Sancho Panza, afirmaba que “cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte procura imitar los originales de los más únicos que cabe; y esta misma regla corre para los demás oficios”.3 Cuando a principios de la década del sesenta, Ángel Rama leyó La hojarasca, dijo que “quien había escrito esa novela, sin duda había leído a Kafka, Joyce, Woolf, Hemingway, Mann, pero sobre todo a Faulkner, y aspiraba al mismo nivel de eficacia artística, al mismo concepto exigente y moderno de una rigurosa escritura que dejara atrás el epigonalismo reinante y el provincianismo (...) de la novelística colombiana”.4

Martha L. Canfield, profesora de la Universidad de Nápoles, aseguraba en un ensayo sobre la obra del Nobel colombiano que “no es fácil encuadrar las características que definen el estilo de García Márquez porque ese estilo, además de inconfundible, es complejo”.5 Si damos credibilidad a lo expresado por Faulkner y repetido por el novelista costeño sobre la dicotomía tema-autor, y le agregáramos la relación formulada por Truman Capote entre la personalidad del escritor y sus textos, entonces tendríamos sólo parte de los elementos que confluyen en aquello que la señora Canfield ha denominado un “estilo inconfundible y complejo”. Otra parte de los componentes de esa unidad estilística estaría representada en las afirmaciones del personaje cervantino y en los comentarios de Ángel Rama, suscitados por la lectura de la novela iniciática del escritor colombiano. Pero, aun así, nada de lo anterior podría definir a grandes rasgos lo que es en realidad el estilo de Gabriel García Márquez ni de ningún otro fabulador.

Toda escritura es esencialmente ideológica, aseguraba Roland Barthes. Y la ideología es quizá el elemento que rige la forma de pensamiento y, por lo tanto, las actitudes de un grupo social en particular. Esto determina sin duda la posición que adoptarán los individuos sobre ciertos temas y la manera de darle solución a los problemas de la vida ordinaria. John Fiske afirmaba que “las actitudes tienen su lugar en las ideologías”,6 y algunos filósofos marxistas han expresado que las ideologías están determinadas por la sociedad y no por el conjunto de actitudes y experiencias del individuo.

Si es cierto que las ideologías se insertan en el corazón de los grupos sociales y se convierten en factores que determinan su posición frente al mundo, también es cierto que la experiencia particular del individuo, su interacción con otros espacios y con otros sujetos de otros grupos sociales, lo convierten en un ser único y en un individuo en el sentido amplio del término. Pierre Bourdieu, en su clásico estudio Las reglas del arte, utilizó el término habitus para definir las experiencias, las historias incorporadas en lo más profundo de la conciencia de los seres humanos y las vivencias como parte del aprendizaje, las cuales tienen un enorme peso en la constitución de la personalidad.

En este sentido, son tan vitales las experiencias en la conformación de la personalidad literaria de los narradores, que el mismo García Márquez ha reiterado en algunas entrevistas que a él no le tocó inventar mucho porque la gran mayoría de las historias que ha escrito las escuchó de boca de doña Tranquilina, su abuela, una mujer proveniente de la península de La Guajira, una tierra habitada por indios contrabandistas y brujos que, como los hombres medievales, no distinguían con claridad las fronteras que separaban la realidad de la leyenda.

Esta mujer, “menuda y férrea, de alucinados ojos azules”, como es descrita en El olor de la guayaba, que gobernaba la casa con mano de hierro y que hablaba con los muertos con el mismo interés con que lo hacía con los vivos, fue quizá uno de los seres que con mayor pasión alimentaron la imaginación de ese chico de cinco años de edad que la escuchaba entre fascinado y temeroso. Así, como el niño de La hojarasca, que le temía a la oscuridad cuando la noche caía sobre la casa, el joven García Márquez era atormentado por la abuela con un sinnúmero de historias de parientes ya muertos cuya presencia podía sentirse en los rincones de la enorme vivienda, en los corredores que daban al patio, en el sofocante y denso jardín, saturado por el olor de los nardos y jazmines y el canto de las chicharras en los troncos de los árboles.

Esa realidad garciamarqueana, según el novelista peruano Mario Vargas Llosa, está hecha de imágenes superpuestas, que se contradicen o matizan unas a otras, de modo que nada en ellas parece totalmente falso, sino dotadas de una irremediable ambigüedad. Lo anterior es confirmado por el mismo García Márquez en esa extensa conversación con Plinio Apuleyo Mendoza, cuando reconoce, entre otras cosas, que “cada vez que despierta en plena noche en un hotel de Roma o de Bangkok, vuelve a experimentar, por un instante, aquel viejo terror de su infancia: muertos próximos que habitan la oscuridad”.7

Es en esa ambigüedad de imágenes superpuestas que se contradicen, como expresa Vargas Llosa, donde empieza a tomar forma el mundo alucinante y fantástico del futuro novelista, que se concretará, según Bourdieu, en la interacción con otros grupos sociales, en este caso, con los elementos vitales de otras culturas, y que en García Márquez es fácil rastrear porque están conectados al mundo de la literatura, a esos otros mundos ficcionales que refractan realidades diversas pero que tocan, a través, lazos culturales o vasos comunicantes, el espacio vivencial del futuro escritor. Esa realidad que se parece a la realidad de los sueños, donde las imágenes que se matizan no son del todo reales pero tampoco falsas, el escritor colombiano las define como zozobra nocturna, aquella que tenía “un origen concreto (...) en la noche, ese lugar donde se materializaban todas las fantasías, presagios y evocaciones de mi abuela”.8

En su estudio La estructura de lo imaginario, el antropólogo francés Gilbert Durant inserta la noche dentro del espacio de lo femenino, y lo femenino, en la conciencia de los valores hegemónicos dominantes, está asociado directamente con la casa.9 Esta figura de la noche, a su vez, está conectada con lo que él llama los símbolos de inversión, y la inversión es, en su teoría, el descenso, que, en el dominio de lo simbólico, se instaura en el régimen nocturno de lo imaginario.

La noche es, pues, femenina, como la casa y la muerte, como la madre y la oscuridad. La ausencia de luz es la muerte del día, el descenso del sol, el lugar donde habitan las sombras. La zozobra nocturna, expresada por nuestro escritor, era “una sensación irremediable que empezaba siempre al atardecer, y que me inquietaba aun durante el sueño hasta que volvía a ver por las rendijas de las puertas la luz del nuevo día”.10 Y continúa: “De día, el mundo mágico de la abuela me resultaba fascinante, vivía dentro de él, era mi mundo propio. Pero en la noche me causaba terror”.11

El día es, por antonomasia, la abundancia de luz, el momento en el que la jerarquía solar irradia el calor vital, aquel que hace reverdecer las plantas y lleva a los girasoles a seguir la curvatura del cielo. Es el espacio dominado por el sol, que, en la teoría de Durand, es la presencia inocultable de la autoridad, pero que en la vida ordinaria está representada por el padre como elemento rector de la estructura organizacional del hogar y la sociedad. No es raro, entonces, oír a García Márquez decir que su abuela, doña Tranquilina, representaba para él el mundo de “las tinieblas”, de lo “inexplicable”, de la “zozobra”, de lo “incierto”, mientras que el abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, “era la seguridad absoluta dentro del mundo incierto de la abuela”. Y agrega: “Sólo con él desaparecía la zozobra, y me sentía con los pies sobre la tierra y bien establecido en la vida real”.12

En ningún otro escritor latinoamericano, las estructuras antropológicas de la creación literaria, teorizadas por Gilbert Durant, aparecen tan claras y bien definidas como en la obra del Nobel colombiano. Los regímenes, diurno y nocturno, engarzan tan bien como dos mitades de un rompecabezas. La confianza que el joven García Márquez experimentaba en el mundo del abuelo, está mediada por la luz del día, la cual infunde seguridad, una seguridad que está unida al rayo visible de la luz, donde los componentes de la naturaleza pueden ser vistos y descritos e incluso palpados. En el universo de la abuela, por el contrario, lo predominante es la oscuridad, el lugar donde lo visible desaparece, pero que, por contraposición, da surgimiento a la fantasía, la imaginación, el presagio, la zozobra y, por lo tanto, al miedo. “Esa era mi relación con ella”, expresa el Nobel en esa extensa conversación ya citada. “Una especie de cordón invisible mediante el cual nos comunicábamos ambos con un universo sobrenatural”.

Ese universo asombroso no está mediado sólo por el mundo de los muertos, sino también por el sincretismo de la magia, ese estado primitivo donde las fuerzas invisibles de la primera ola de Alvin Toffler, convergen en el espacio industrializado y tecnológico de la tercera. Es este tejido de las distintas formas del pensamiento lo que construye las bases de nuestra idiosincrasia, pues se produce ese estado de hibridaje cultural de temporalidades históricas, como la llama Fernando Cruz Kronfly, ya que en lo profundo de nuestra identidad, de nuestra estructura mental, oscila el péndulo cultural de la premodernidad, la modernidad y la posmodernidad, catalizados en un mismo espacio y tiempo.13

Estas circunstancias especiales de su primera infancia hicieron de García Márquez un chico excepcional, extraviado, según Plinio Apuleyo Mendoza, “en un universo de gentes mayores, abrumadas por recuerdos de guerra, penurias y esplendores de otros tiempos”. En La hojarasca, la novela fundacional de Macondo, alcanzamos a ver la remisión del autor a sus raíces vivenciales y a los enigmas vitales de su infancia: en primer lugar, la casa enorme de los primeros años, gobernada por una abuela medio bruja, que tenía la rara facultad de comunicar el mundo luminoso y cálido de los vivos con el universo oscuro y gélido de los muertos. Por otro lado, los recuerdos de una época de esplendor y de una guerra civil vista a través de las narraciones del abuelo, “un revolucionario del Partido Liberal”, que alcanzó el grado de coronel en el campo de batalla, durante la Guerra de los Mil Días. De ese recuerdo, reconoce García Márquez, “surgió mi interés por ese episodio histórico que aparece en casi todos mis libros”.14

No obstante, más allá de los recuerdos como elementos tutelares de sus relatos están las imágenes como motivos unitarios de sus temas, subdivididas como los capítulos de una larga novela, pero constitutivos en el significado macroestructural de su universo literario. La imagen de doña Luisa Santiaga, su madre, atravesando la estación del tren en Aracataca, un mediodía después del largo viaje desde Barranquilla, donde Gabriel hacía sus primeros acercamientos al periodismo, “fue el punto de arranque de su primera novela”, escribe Plinio Apuleyo Mendoza, “y probablemente de todas las que vendrían después”.15

El episodio es plasmado sin muchos detalles en El olor de la guayaba, pero retomado y profundizado en el primer capítulo de Vivir para contarla. Gabriel García Márquez recuerda el hecho así:

Nuestro propósito era ir derecho a la casa. Sin embargo, cuando estábamos a sólo una cuadra, mi madre se detuvo de pronto y dobló por la esquina anterior.

—Mejor vamos por aquí —me dijo. Y como quise saber por qué, me contestó—: Porque tengo miedo.

Así supe también la razón de mi náusea: era miedo, y no sólo de enfrentarme a mis fantasmas, sino miedo de todo. De manera que seguimos por una calle paralela para hacer un rodeo cuyo único motivo era no pasar por nuestra casa. “No hubiera tenido valor de verla sin antes hablar con alguien”, me diría después mi madre. Así fue. Llevándome casi a rastra, entró sin ninguna advertencia en la botica del doctor Alfredo Barboza, una casa de esquina a menos de cien metros de la nuestra.

Adriana Berdugo, la esposa del doctor, estaba cosiendo tan abstraída en su primitiva Domestic de manivela, que no sintió cuando mi madre llegó frente a ella y dijo casi con un susurro:

—Comadre.

Adriana alzó la vista enrarecida por los gruesos lentes de présbita, se los quitó, vaciló un instante, y se levantó de un salto con los brazos abiertos y un gemido:

—¡Ay, comadre!

Mi madre estaba ya detrás del mostrador, y sin decirse nada más se abrazaron a llorar.16

Esas imágenes superpuestas, que se contradicen o matizan unas a otras, que se parecen a las imágenes de los sueños, y que según Mario Vargas Llosa conforman la realidad literaria garciamarqueana,17 se acercan un tanto a las declaraciones de Ángel Rama sobre La hojarasca, cuando afirma que la realidad de la novela se parece a la realidad de los espejos, una realidad que sólo es posible en el contexto de la luz. No obstante, es probable que para el crítico uruguayo el concepto de espejo esté más cercano a la estructura del relato, a lo que él llama la visión del caleidoscopio, o la mirada vertical de los personajes sobre un mismo hecho: en este caso la muerte, en circunstancias poco claras, de un misterioso médico. Esta novela, que para algunos estudiosos como el mismo Rama está satanizada por la forma, se desarrolla en breves movimientos oscilantes, insertos en monólogos que recorren el mismo espacio temporal en la diversidad de conciencias de los personajes, dándole al tiempo narracional una sensación de statu quo, de atemporalidad.

Pero, más allá de las formas narracionales del espejo en La hojarasca, está el espejo en sus otras acepciones: en su condición de objeto refractor de la realidad y en su estado de puerta mágica que comunica con lo desconocido y lo misterioso. Para Borges, el espejo es “monstruoso” porque es como un enorme ojo que nos acecha, y para Lewis Carroll es un portal que conecta con el reino de la fantasía. El chico de La hojarasca que se mira por primera vez en “la redonda luna manchada”, no reconoce su propia imagen en la suave penumbra de la sala. La imagen que le devuelve el objeto refractor es la de otro chico, aquel que la madre lleva los domingos a la iglesia. “El espejo permite la unidad de lo separado, del anverso y el reverso, lo mostrado y lo oculto”, escribe Antonio Sustaita en un ensayo sobre Borges.18 Y agrega: “Cuando frente al espejo lo refractado no luce como el cuerpo, ni se mueve como él, cuando se transforma al punto de lucir distinto y sus acciones no corresponden ya con las suyas, muestra una parte desconocida, oculta, y tal vez siniestra, amenazadora, de uno mismo. Nos encontramos entonces en el reino de lo siniestro, porque se desvanecen los límites entre la fantasía y la realidad”.

Es, entonces, en esta doble valoración de las imágenes, donde se instaura la realidad literaria de los primeros libros garciamarqueanos. El límite entre la fantasía y la realidad no es la frontera ni la puerta como espacios de tránsito entre dos mundos, sino el abismo donde se consumen, diría Sábato, los fantasmas del novelista, los cuales luchan por salir.

 

Dos

Las imágenes, pues, se convierten en motivos recurrentes en la obra de García Márquez, en instrumentos determinantes de su lenguaje y, por lo tanto, de ese estilo que la señora Canfield califica de “inconfundible y complejo”. Pero lo inconfundible, en una lectura lineal, corresponde a los rasgos, a la fisonomía que identifican un objeto o una persona. En el arte, y en especial en la literatura, lo inconfundible es la identidad, es lo personal, la impronta de un lenguaje, de unos recursos lexicales y estilísticos, de unos colores y unos trazos que de alguna manera determinan, como afirmó Faulkner, el tema de un libro, pero igualmente el de una película o el de un cuadro. En la extensa entrevista que nuestro escritor le concedió a Plinio Apuleyo Mendoza en 1982, éste le pregunta:

—¿Crees realmente que un escritor puede cambiar de un libro a otro de lenguaje como una persona puede cambiar de un día para otro de camisa? ¿No piensas que el lenguaje forma parte de la identidad de un escritor?

—No, yo creo que la técnica y el lenguaje son instrumentos determinados por el tema del libro.19

Si damos credibilidad a lo expresado por el Nobel, podríamos pensar que el hilo comunicacional por medio del cual dialogan, por ejemplo, dos novelas como La hojarasca (1955) y El coronel no tiene quien le escriba (1961), sería solo la mano de su autor. Pero no. Más allá de esta relación está lo que Bourdieu ha denominado habitus, ese conjunto de experiencias que todo individuo va acumulando a lo largo de su vida, y que en el caso de los escritores, y de los artistas en general, marca profundamente su obra. Si comparamos, entonces, estas dos primeras novelas de García Márquez, publicadas con una diferencia de seis años, encontraremos que ambas alcanzan, como escribió Rama, el mismo nivel de eficacia artística y el mismo concepto exigente de una rigurosa escritura, fundamentada en un lenguaje conciso y sobrio que tiene como base una formación periodística. Las diferencias, si las hay, están más cercanas a la estructura, a la forma organizacional de los textos, y que en palabras del escritor es definido como técnica. En La hojarasca, en particular, se advierte esta técnica en los tres focos narrativos, desarrollados en monólogos, que integran el corpus del relato.

Si el estilo fuera tan variable de una novela a otra, como explica García Márquez, la personalidad, y esas marcas que definen la manera sobre la materia, también cambiarían de un libro al otro. Hoy sabemos que lo que se define como personalidad se construye a partir de las experiencias primarias del individuo, y está profundamente relacionada con el medio en el cual se desarrolla. Cuando Truman Capote afirma que el estilo es la presencia del escritor en su obra, recurre al viejo adagio de que el estilo es el hombre, y el hombre es el individuo y sus circunstancias. Y para corroborar su afirmación cita a Faulkner, en cuyas novelas, ha dicho, se puede percibir el olor de los caballos, el olor de la bosta en los establos, el color del campo y la lucha eterna entre los negros y blancos del sur norteamericano.20

Faulkner, como sabemos, era un campesino que escribía novelas, que pocas veces abandonó su pueblo y que conocía a profundidad la idiosincrasia de ese sur devastado por las guerras intestinas decimonónicas, y que, al igual que García Márquez en la Costa Norte colombiana, creció escuchando historias relacionadas con estas luchas que marcaron profundamente la vida de una de las regiones más tradicionalistas de los Estados Unidos. Esto, sin duda, abrió una brecha en la conciencia estética del novelista sureño, una impronta que aparece como un sello indeleble en casi todos sus relatos. La guerra civil, en este sentido, se constituyó en un motivo que se reitera a lo largo y ancho de su narrativa. La soledad, la miseria y la ruina que dejan los acontecimientos bélicos, son imágenes que nos permiten ver la interioridad de una sociedad que se resistía a abandonar ciertas prácticas tan condenables, por ejemplo, como la esclavitud.

Siempre he creído que lo que la crítica literaria ha definido como estilo, es en realidad la confluencia de muchos factores sociales en la vida del novelista, que, como un trozo de madera en las manos de un escultor, termina adquiriendo, con el paso del tiempo, una forma determinada. En El coronel no tiene quien le escriba, el lenguaje adquiere la economía verbal de una nota periodística y la precisión oracional de la misma, pero no abandona, como explica Roland Barthes, las prescripciones y hábitos comunes del escritor.

En El grado cero de la escritura, un estudio de 1972, el ensayista y semiólogo francés explica:

La lengua está más acá de la Literatura. El estilo casi más allá: imágenes, elocuciones, léxico, nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en el automatismo de su arte. Así, bajo el nombre de estilo, se forma un lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor, en esa hipofísica (...) donde se forma la primera pareja de las palabras y las cosas, donde se instalan, de una vez por todas, los grandes temas verbales de sus existencia. Sea cual fuere su refinamiento, el estilo siempre tiene algo en bruto: es una forma sin objetivo, el producto de un empuje, no de una intención, es como la dimensión vertical y solitaria del pensamiento.21

Esas prescripciones y hábitos comunes, esas dimensiones verticales y solitarias del pensamiento, son esencialmente culturales, hacen parte del individuo porque están insertas en el corazón mismo de la sociedad en la que vive. La hipérbole en la obra garciamarqueana, por ejemplo, es quizá una de esas marcas más sobresalientes de su escritura, pero no es la única. La retórica no es sólo lexical, es también axiológica. Cuando Emir Rodríguez Monegal afirmó en uno de sus ensayos que algunas novelas del escritor colombiano son “flagrantemente anacrónicas”, no hace sólo referencia a esa vuelta a la vida primigenia que aparece en Cien años de soledad, sino también a una posición valorativa del mundo. “Lo que hoy parece exageración, era en la Edad Media medida de la realidad”,22 afirma Barthes.

En otra parte del estudio en mención, nos dice:

Existe en el fondo de toda escritura una “circunstancia” extraña al lenguaje, como la mirada de una intención que ya no es la del lenguaje. Esa mirada puede muy bien ser una pasión, como en la escritura literaria; puede ser también la amenaza de un castigo, como en la escritura política: la escritura está entonces encargada de unir con un solo trazo la realidad de los actos y la realidad de los fines.23

Esa mirada de una intención que deja por fuera el lenguaje, no es una posición reflexiva del novelista, como tampoco lo es la transposición axiológica de la vida cotidiana al plano literario. El estilo no es, pues, un objeto consciente en el escritor. E incluso, para algunos estudiosos literarios, el estilo es el resultado de la estructura de pensamiento de un momento histórico. Para Lucien Goldmann, por ejemplo, éste nace de la necesidad de expresar un contenido esencial. Y para George Lukács es producto de una conciencia colectiva y no de un individuo en particular.

Recuérdese que para Lukács, quien en 1916 publicó su clásico estudio Teoría de la novela, la relación entre el pensamiento colectivo y las grandes creaciones individuales literarias reside no en una unidad de contenido, sino en una homología que puede expresarse por contenidos imaginarios. En otras palabras, la novela no es una transposición de los contenidos reales de la conciencia colectiva a lo obra literaria, sino una homologación de la estructura mental del grupo social a la estructura de la obra de arte. Pues, para el filósofo y crítico literario, el escritor no es en realidad el creador de la obra, ya que ésta es el resultado de una conciencia colectiva coherente. El escritor es sólo un puente entre las dos estructuras: la literaria y la social.

Lucien Goldmann, uno de los discípulos más destacados de Lukács, explica la relación de las estructuras axiológicas de la siguiente manera:

La obra correspondiente a la estructura mental de tal o cual grupo social puede ser elaborada en ciertos casos, muy raros a decir verdad, por un individuo que haya tenido escasa relación con el grupo. El carácter social de la obra reside, ante todo, en que un individuo sería incapaz de establecer por sí mismo una estructura mental coherente que se correspondiese con lo que denomina una “visión del mundo”. Tal estructura no puede ser elaborada más que por el grupo, siendo el individuo únicamente el elemento capaz de desarrollarla hasta un grado de coherencia muy elevado y transportarla al plano de la creación imaginaria, del pensamiento conceptual.24

Si observamos detenidamente cuáles son los elementos axiológicos gravitacionales que dominan el universo literario de nuestro escritor, veremos que éstos corresponden a una tradición valorativa patriarcal. La hojarasca, por ejemplo, no sólo está satanizada, como dice Rama, por la forma, sino también por una mirada vertical, jerárquica del mundo, donde se instaura el régimen diurno, dominado por el sol, y que en la transposición a la vida ordinaria corresponde al espacio del padre, que, en una lectura más amplia, simboliza el poder. No es de extrañar entonces que el cosmos narracional de los hechos de esa primera novela esté dominado por la imagen de un antiguo coronel de la Guerra de los Mil Días, cuya autoridad incuestionable marca uno de los aspectos esenciales de lo hegemónico.

Esas marcas, o prescripciones culturales, son reiterativas en la obra del escritor colombiano. La geografía narracional macondiana y posmancondiana se yergue sobre un mundo que, según Lucía Guerra, “está motivado por la necesidad de mantener el orden dominante, que intenta presentarse a sí mismo como si fuera el orden natural”.25 Dentro de esta tradición, el poder está sostenido por la espada, que, en los estudios sobre los imaginarios teorizados por Durant, no sólo es símbolo de la justicia sino también del falo como centro del universo masculino. Desde La hojarasca hasta Memoria de mis putas tristes, la mujer garciamarqueana es un ser socialmente subordinado, marcado con la impronta de un no-sujeto, imperfecto y pecaminoso, que tiene su origen en el mítico episodio del paraíso bíblico.

Lo anterior aparece reseñado en las memorias del escritor colombiano cuando, refiriéndose al coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, nos dice:

Para los oficios diarios dentro de la casa usaba pantalones de dril con sus tirantes elásticos de siempre, zapatos suaves y una gorra de pana con visera. Para la misa del domingo, a la que faltó muy pocas veces y sólo por razones de fuerza mayor, o para cualquier efemérides o memorial diario, llevaba un vestido completo de lino blanco, con cuello de celuloide y corbata negra. Estas ocasiones escasas le valieron sin duda su fama de botarate y petulante. La impresión que tengo hoy es que la casa con todo lo que tenía dentro sólo existía para él, pues era un matrimonio ejemplar del machismo en una sociedad matriarcal, en la que el hombre es rey absoluto de su casa, pero la que gobierna es su mujer. Dicho sin más vueltas, él era el macho. Es decir, un hombre de una ternura exquisita en privado, de la cual se avergonzaba en público, mientras que su esposa se incineraba por hacerlo feliz.26

Lucía Guerra, a quien en 1994 le fuera otorgado el premio hispanoamericano de ensayo Casa de las Américas por su estudio La mujer fragmentada: historia de un signo, cree ver en este recuerdo del Nobel una reafirmación de las prescripciones falocéntricas, instauradas en la territorialidad patriarcal que hace de la mujer una zona estática y cerrada. Para ella, el matriarcado es sólo un término que ocupa un lugar en el amplio océano de términos que llenan el diccionario, pues éste no existe en el sentido real de una sociedad dominada por la mujer. El matriarcado implicaría, nos recuerda, una realidad bruta o realidad objetiva impositiva. El matriarcalismo, por el contrario, es una estructura psicosocial, que más que una realidad objetiva, es una realidad intersubjetiva.

El matriarcado es, pues, una ilusión cultural que, como tal, hace su transposición axiológica a los productos culturales. García Márquez, como muchos otros grandes escritores, no es del todo consciente, como explica Goldmann, del mecanismo de su creación, de la misma manera como el atleta desconoce las estructuras fisiológicas que le permiten realizar sus pruebas. Lo que hay en el fondo de este “comportamiento humano (y en especial de los creadores), es un intento de dar una respuesta significativa a una situación particular, y tiende, por ello mismo, a crear un equilibrio entre el sujeto de la acción y el objeto sobre el que recae el mundo circundante”.27

Si es cierto que la estructura mental de muchos de los personajes se diferencia de la estructura mental de su creador, también es cierto que éstos, como producto de una voz lúcida, o hijos de un mismo padre, llevan sus marcas reconocibles. García Márquez, en este sentido, ha dicho Rodríguez Monegal, retrasa el reloj del tiempo, pues no sólo crea unos seres anclados en una sociedad premoderna, sino que los ubica —refiriéndose a Cien años de soledad— “en un pueblito colombiano perdido en una maraña de selva, montañas y pantanos”.28

El retraso del reloj, referenciado por el ensayista uruguayo, no sólo es una vuelta al pasado histórico, como se pensaría, sino una reiteración de una conciencia anacrónica que, aunque se inserta en el corazón de una sociedad moderna, su manera de observar y actuar en el mundo no corresponde con las axiologías presentes en éste. Lucía Guerra, en el ensayo anteriormente citado, nos da más luces para comprender el universo axiológico de nuestro escritor, cuando reflexiona al respecto:

Dentro de este contexto ideológico (garciamarqueano), en el cual el poder patriarcal utiliza la infibulación como recurso de dominio, el cinturón de castidad está muy lejos de constituir una curiosa pieza de museo manufacturada en correas de cuero o terciopelo que sostiene una placa de plata o se cierra con un hermético candado; por el contrario, este artefacto que tiene sus orígenes en el nudo de Hércules (cinturón de lana que la mujer griega debía ceñirse en la pubertad y que el marido desataba durante la noche de boda) deviene signo, por excelencia, del discurso patriarcal dominante durante la Edad Media y el Renacimiento.29

Estas marcas referenciales, que constituyen entre otras lo que se intenta definir como estilo, demarcan la ruta geográfica de ese universo caótico donde confluyen distintas estancias del tiempo histórico, las cuales nos arrojan algunas luces sobre las ideologías que subyacen más allá de la simple superficie textual de la obra literaria. Todo lenguaje, ha dicho Barthes, es ideológico, pero además es una puerta que comunica con otros mundos, con otras realidades, con otros significados de esas mismas realidades. La producción de sentido y significado sólo es posible a través del lenguaje, y éste es sólo un espejo donde ya se encuentra la imagen del lector.

 

Bibliografía

  • Barthes, Roland (1972). El grado cero de la escritura. Bogotá: Siglo XXI.
  • Cervantes Saavedra, Miguel de (1994). Don Quijote de La Mancha. Barcelona: RBA Editores.
  • Cobo Borda, Gustavo (1995). Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez. Santafé de Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
  • Cruz Kronfly, Fernando (1998). La tierra que atardece. Bogotá: Ariel.
  • Durant, Gilbert (1982). Las estructuras antropológicas del imaginario. Madrid: Taurus.
  • Fiske, John (1982). Introducción al estudio de la comunicación. Bogotá: Norma.
  • Goldmann, Lucien (1975). Para una sociología de la literatura. Madrid: Editorial Ayuso.
  • García Márquez, Gabriel y Mendoza, Plinio Apuleyo (2008). El olor de la guayaba. Bogotá: Verticales de Bolsillo.
    La hojarasca. (1984). Bogotá: Círculo de Lectores.
    (2002). Vivir para contarla. Bogotá: Norma.
  • Guerra, Lucía (1994). La mujer fragmentada: historia de un signo. Bogotá: Casa de las Américas.
  • Hili, Pati (1968). El oficio del escritor. Ciudad de México: Era Editorial.

 

Otras referencias

  • Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. Año XXIV. Nº 48. Segundo semestre de 2001.
  • Revista Departamento Historia del Arte III. Año XX. Nº 35. Primer semestre de 1999.
  • Revista Departamento Historia del Arte III. Año XX. Nº 38. Primer semestre de 1998.

 

Notas

  1. Pombo, Roberto. “En Colombia no hay secretos”. En: COBO BORDA, Juan Gustavo. Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez (1995). Santafé de Bogotá: Instituto Caro y Cuervo. p. 453.
  2. Hili, Pati. (1968). El oficio del escritor. Ciudad de México: Era, p. 18.
  3. Cervantes Saavedra, Miguel de. (1994). Don Quijote de La Mancha. Barcelona: RBA Editores. p. 894.
  4. Rama, Ángel. La imaginación de las formas. En: García Marquez, Gabriel. La hojarasca (1984). Bogotá: Círculo de Lectores, p. 13.
  5. Canfield, Martha L. Función y conversión del cliché en la obra de García Márquez. En: Cobo Borda, Juan Gustavo. Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez (1995). Santafé de Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, p. 461.
  6. Fiske, John. Introducción al estudio de la comunicación (1982). Bogotá: Norma, p. 121.
  7. García Márquez, Gabriel y Mendoza, Plinio Apuleyo (2008). El olor de la guayaba. Bogotá: Verticales de Bolsillo. p. 11.
  8. Ibíd., p. 19.
  9. Durant, Gilbert (1982). La estructura de lo imaginario. Madrid: Taurus, p. 430.
  10. García Márquez, Gabriel y Mendoza, Plinio Apuleyo, op. cit, p. 19.
  11. Ibíd., p. 19.
  12. Ibíd., p. 20.
  13. Cruz Kronfly, Fernando (1998). La tierra que atardece. Bogotá: Ariel, p. 19.
  14. García Márquez, Gabriel y Mendoza, Plinio Apuleyo, op. cit, p. 20.
  15. Ibíd., p.18.
  16. García Márquez, Gabriel (2002). Vivir para contarla. Bogotá: Norma, pp. 34, 35.
  17. Vargas Llosa, Mario. “La realidad literaria garciamarqueana”. En: Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. Año XXIV. Nº 48. Segundo semestre de 1998; p. 186.
  18. Sustaita, Antonio. El espejo y la memoria. En: Revista Departamento Historia del Arte III. Año XX. No 38. Primer semestre de 1998; p. 123.
  19. Mendoza, Plinio Apuleyo, García Márquez, Gabriel. El olor de la guayaba, op. cit, p. 73.
  20. Hili, Pati. (1968). El oficio del escritor, op. cit, p. 15.
  21. Barthes, Roland (1972). El grado cero de la escritura. Bogotá: Siglo Veintiuno, p. 18.
  22. Ibíd., p. 29.
  23. Ibíd., p. 27.
  24. Goldmann, Lucien (1975). Para una sociología de la literatura. Madrid: Editorial Ayuso, p. 26.
  25. Guerra, Lucía (1994). La mujer fragmentada: historia de un signo. Bogotá: Casa de las Américas, p. 40.
  26. García Márquez, op. cit, p. 100.
  27. Goldmann, Lucien, op. cit, p. 221.
  28. Rodríguez Monegal, Emir. En: Repertorio crítico sobre García Márquez, op. cit, p, 24.
  29. Guerra, Lucía, op. cit, p. 56.