Letras
Cosas que la noche trae

Comparte este contenido con tus amigos

No cuesta nada reconocer que ha sido una verdadera imprudencia esto de quedarse hasta tan tarde en casa de los Romero: la ciudad por las noches cambia su fisonomía y ocurren cosas.

Ahora el chofer del ómnibus abre las puertas traseras, mira por el espejo retrovisor y permite que el hombre —el último pasajero de la noche— descienda en la avenida. El chofer aprovecha la luz verde del semáforo y arranca rápido. El ómnibus se aleja y la avenida, pues, se transforma de golpe en un desierto silencioso.

Hay que caminar aún tres cuadras y media para llegar a la casa. De verdad que, en tiempos como los actuales, regresar a semejante hora ha sido toda una imprudencia. El hombre ajusta el cierre de su chaqueta de cuero y acomoda su bufanda. Entonces enfrenta la calle que corta a la avenida y comienza a andar.

No puede negarse que ha sido muy provechoso volver a casa de los Romero, y más ahora que ellos han redecorado el departamento y han pintado todo de un elegante color blanco tiza. Hay que ver de qué manera resaltan las paredes claras con el cedro de los muebles y con los tapizados de terciopelo caoba en sillas y sofás.

El primer tramo de la calle, aquella primera cuadra, se halla completamente a oscuras. O hubo un corte de luz muy parcial, o alguien se dedicó a romper focos de alumbrado. Hace un frío tan compacto que parece que uno pudiera tocarlo con las manos. La nariz del hombre suelta vapor en cada exhalación. Es muy tarde.

No estaría nada mal, piensa, imitar a los Romero y hacer algo con los ambientes de la casa, que se ven tan caídos últimamente. El presupuesto no da para grandes cosas, es obvio. Pero una lavada de cara a las paredes podría convertirse en algo definitivamente agradable, porque, puesto a hacer memoria, hace unos seis... no, seis no... a ver... siete... siete años ya que Ernestina y él se calzaron los jeans viejos y se dedicaron a pintar por última vez toda la casa. Siete años, seguro, porque Silvita estaba en tercer año de la secundaria. Es fácil recordarlo, porque venían los compañeros de Silvita a estudiar y era todo muy cómico, porque los chicos tenían que estar esquivando latas y rodillos, y allí Silvita siempre terminaba enojada con él y con Ernestina, diciendo que ella parecía la adulta y que ellos, los padres, parecían los pibes, todo eso mientras Ernestina y él se mataban de la risa, y las cosas iban mejor, y todo resultaba menos complejo, y la ciudad era decididamente distinta, y el mundo se mostraba rodeado por una atmósfera más respirable.

El grupo está en la semipenumbra de la calle, sobre la vereda de enfrente. Son cuatro o cinco personas, y no resulta fácil distinguirlas en medio de la oscuridad, aunque puede verse que hay algo o alguien en el piso y que los demás están descargando —sobre ese algo o ese alguien— una tremenda golpiza. Caminar con calma, pues; hacerlo firmemente, sí, pero sin ningún apuro, tratando de que los pasos sean bien silenciosos, rogando para que la noche sin luz haga su labor y así no resultar descubierto.

Ahora se oyen algunos gritos. Se traduce como evidente que el bulto receptor de aquella montaña de puntapiés es un alguien y no un algo. Dos o tres coches, milagrosamente estacionados sobre la misma mano de la vereda por la que el hombre ahora transita, ayudan de un modo muy eficaz a que el grupo vaya quedando atrás. Afortunadamente, parece muy probable que no haya sido visto. Se oye un grito más, tal vez dos; luego, insultos de voces distintas; después, algo que se relaciona mucho con un quejido; finalmente, silencio.

El color blanco tiza es definitivamente señorial. Nadie, que se defina como persona seria, puede negar esa verdad. De todas maneras, si el blanco fuese llevado apenas hacia un tono más champagne, eso, con total seguridad, resultaría aun más impactante. Los muebles del living, aunque algo viejos, destacarían muy notoriamente. El modular de madera oscura, sobre todo. Y las sillas, por supuesto.

Ahora el hombre debe cruzar la primera de las tres bocacalles que lo separan de su casa. No se ve un alma en ningún lado. La buena noticia es que en esta nueva cuadra la iluminación se halla a pleno. Y no está mal que así sea.

Hay un sonido lejano de sirenas llegando desde alguna parte. El sonido se apaga lentamente hasta desaparecer por completo. El frío parece haberse hecho más intenso aun. Sin duda alguna, Romero tiene razón cuando dice que una pared blanca combina con cualquier cosa. Romero siempre fue una persona de muy buen gusto.

El cuerpo se encuentra atravesado en la vereda, a pocos pasos del hombre. Es imposible eludirlo del todo sin bajar a la calle, tal vez cruzar a la otra vereda, tal vez regresar sobre los propios pasos. O quizás lo mejor sea hacer esto que ahora el hombre hace: pasar rápido, muy rápido, al lado del cuerpo, tratando de mirar lo menos posible hacia los costados. Claro que la curiosidad puede más, de manera que resulta inevitable ver de quién se trata, no vaya a ser cosa que el cuerpo pertenezca a alguien conocido. Casi de reojo, y sin frenar la marcha, puede advertirse que se trata de una chica, veintidós o veintitrés años, igual que Silvita, los brazos desarmados como los de un muñeco, una pierna doblada en un lugar inverosímil y evidentemente partida en dos, la cabeza en mitad de un charco de sangre. Horrible, decididamente horrible ver la muerte en forma tan plena y directa, la chica tan parecida a Silvita, ojalá Silvita ya esté en casa, haya vuelto de la facultad y de esas reuniones que hace con sus compañeros, a veces hasta tan tarde. En cuanto a la chica muerta, una pena, una verdadera pena, alguien tan joven... Seguramente arrojada desde la altura, desde alguno de esos balcones que allí se ven, los de este edificio. ¿Arrojada? Vaya uno a saber...

Hay que reconocer que hubiese sido prudente llamar a Ernestina desde la casa de los Romero. No por algo en especial, sino para no preocuparla tontamente, casi la una de la mañana, una calle tan fría, tan desierta, estos tiempos extraños y las cosas que la noche trae.

El hombre no deja de caminar. A sus espaldas, pero lejos, seguramente más allá de la avenida, varias detonaciones fuertes, una al lado de la otra. Enseguida, otra vez el más apretado de los silencios. Segunda bocacalle, cuadra y media aún hasta la casa, los pasos rápidos, las manos en los bolsillos de la campera, el vapor de la respiración, el asfalto helado, la más melancólica de las soledades derramándose en todas partes.

Debe reconocerse, sin embargo, que no es tan sencillo tomar una decisión. Romero es una persona de un gusto inobjetable, y sobre eso no puede existir discusión alguna. Pero un color que tire más hacia los tonos del champagne debe quedar realmente bonito. Por supuesto, será cosa de consultar con Ernestina, tal vez conseguir algunas muestras en la pinturería y presentarlas sobre las paredes, tomar la mejor decisión. Pintar una casa no es tema de todos los días, de manera que no puede ser un asunto determinado a la ligera, como si uno estuviese eligiendo un par de zapatos. Los zapatos, al fin y al cabo, pueden dejar de usarse. Pero una vez puesto el color en una habitación, hay que convivir con él durante varios años. No es fácil la cosa; para nada fácil.

El auto aparece de frente, sin sus luces encendidas. Trae los vidrios polarizados y no lleva chapas de identificación. Anda lento, como si el invisible conductor buscara alguna cosa. El hombre apenas tiene tiempo de parapetarse en el oportuno portal de una casa antigua y de pegar su espalda contra la pared, conteniendo casi la respiración y tratando de empequeñecerse lo más posible.

El color champagne es mucho más elegante. No hay dudas. Pero al blanco tiza todo le queda bien. Vamos a ver qué opina Ernestina.

El auto pasa despaciosamente, como en una película filmada en cámara lenta. La sombra creada por el propio portal es un amparo invalorable para no ser descubierto. Por un momento parece que el auto va a detenerse justo frente a la casa antigua, pero es nada más que una sensación: los ocupantes (algo hace sospechar que no es una sola persona la que viaja) no lo han visto y siguen adelante. El hombre advierte que le han dado unas casi irrefrenables ganas de orinar. Sale entonces de su improvisado escondite, no sin antes verificar que el auto se ha perdido definitivamente. Hay que apurar el paso, más aun que antes. El frío sigue instalado, inexorable.

Tercera y última bocacalle. Apenas media cuadra y entonces sí, Ernestina y Silvita, la estufa del living con el señalador de la perilla ubicado sobre la palabra “máximo”, posiblemente un té bien caliente preparado por Ernestina y algún que otro gruñido, y alguna que otra queja, y algún por lo menos podrías haberme llamado por teléfono, ¿no?

Apenas media cuadra. Pero esta necesidad de orinar, tan intensa, tan inoportuna... Es increíble, deben ser el frío y los años. Pero hay que orinar ahora, irremediablemente, allí, allí mismo. Imposible intentar llegar a la casa; definitivamente imposible. Apenas unos veinte o treinta metros, pero imposible. De modo que, ante la falta de alternativas, el hombre resuelve que ha llegado el momento de hacer algo que no hace desde que era chico: utilizará el primer árbol, ése, el que está ahí, frente a él. Es muy improbable, para ser honestos, que alguien lo vea; y también, para ser honestos, la vejiga del hombre se niega absolutamente a preocuparse por eso.

Es entonces la mano bajando el cierre del pantalón, el líquido humeando al toparse con el aire frío, la descarga, la lenta sensación de alivio, la voz de Romero (el recuerdo de la voz de Romero) diciendo que el blanco es lo mejor para vestir una pared.

El chillido es tan agudo y tan sorpresivo que el hombre da un pequeño salto hacia atrás, mojándose buena parte del pantalón. Es absurdo pretender adivinar de dónde salió este gato, pero lo cierto es que el hombre se ha llevado el susto de su vida. Ahora el gato está allí, chillando de nuevo y haciendo frente. Sin duda, algo muy misterioso para la comprensión humana ha quebrantado el hombre al orinar en aquel árbol, pero algo es seguro: no es el mejor momento para andar develando misterios. Sería magnífico dar un paso adelante y liberar un poco de rabia aplicando un violento golpe con la punta del zapato sobre el animal histérico, pero existen dos problemas: en primer lugar, el hombre no es capaz de hacer semejante cosa, y en segundo lugar, hay que llegar a la casa lo antes posible, por la noche, por Ernestina, por las dudas.

Menos de media cuadra. El pantalón da pena. ¿Cómo va a contar que se orinó encima gracias a un gato loco? Hace mucho frío. Menos de media cuadra. Nadie podrá negar nunca que el color champagne es mucho más atractivo.

Se escucha un ruido fuerte, una explosión. Pero no es cerca. Camina rápido. La casa está allí, casi al alcance de la mano. Apenas unos pocos pasos. Es la puerta cancel y es el jardín con las rosas de Ernestina; es el caminito de viejas baldosas amarillentas, la ventana del living, la puerta principal extrañamente entornada, la casa abierta, la casa incomprensiblemente abierta y a oscuras, el pequeño hilo de color bermellón que, como un arroyito casi insignificante, viene desde adentro para dar, manso, sobre la tierra del jardín.

No hay tiempo para pensar en nada. Hay que correr, correr en medio de la noche hacia ningún lugar, mientras se escuchan sirenas en alguna parte, y mientras se escuchan sonidos algo apagados, como ráfagas, en algún otro sitio, y mientras todo, entonces, adquiere por fin una certeza. Porque ahora sí, ya no hay nadie que quite de la cabeza del hombre (más allá de la opinión de los Romero y de la propia Ernestina, quien seguramente votará por el blanco) que las paredes de la casa deben ser pintadas de un color que vire levemente hacia los elegantes tonos del champagne.