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Bala perdida

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La bala atravesó sin recelo el cráneo. La sangre se derramaba lenta y prodigiosamente por las mejillas y en burbujas de melancolía, de duelo existencial, de una cómica tragedia, se mezclaba con las lágrimas que se desprendían de aquellos ojos cómplices, que se iban cerrando en singular armonía. Mientras el mortal misil se detenía en el espejo roto, que sonreía a un lado de la habitación, con esa mirada impropia de los testigos ausentes, de la mentira transformada en mísera verdad, el gatillo iba cediendo a la presión y volvía a su posición inicial, para esperar a continuación la irreconocible caída al suelo, donde lo esperaba esa espesa materia roja. El ruido del disparo pareció desvanecerse en el vacío del salón; sin embargo, el eco recordaba ese segundo de eficaz valentía y aun golpeándose contra las paredes hablaba en glíglico con el cadáver. Esquirlas de humo, bocanadas de ironía, iban apareciendo en la oscuridad inmensa de aquel recinto sagrado. Lugar macabro, allí van los hombres cansados de la vida, de la perspicaz agonía de la filosofía, donde esperan encontrar eso que buscan, o por lo menos una cura a esa búsqueda insensata y vulgar, esa alegría que adorna en múltiples ocasiones el abstruso afán de la ciudad, ese inefable deseo que llama desde dentro, desde fuera, desde todos lados.

Fotografía instantánea: la cabeza caída hacia abajo, en postura de resignación; las manos, desplomadas a los lados de aquel desconocido rozando con los dedos el húmedo piso de la venganza; las piernas mantenían el ángulo perfecto para soportar la explosión que había de ocurrir, para aguantar sin fuerzas el impacto brutal de la sinceridad; la silla, la amiga incondicional de esos hombres, el último roce con la realidad, la decadencia en persona. Se encendió la luz, y aquella figura humana suplicaba, aun en su inmortalidad, una ayuda, una recompensa, un camino. Se abrió la puerta, entraron dos hombres vestidos con elegantes trajes, de cuerpos hercúleos, descalzos porque les gustaba esa sensación de caminar en barro, en viscosidad espiritual; tomaron el cuerpo frío y salieron, como haciendo muecas al espejo que aún seguía sonriendo, por otra puerta que llevaba directo a donde se entierran los recuerdos, los genes, y aquellas oscuras imágenes corpóreas.

Afuera se oían voces, la fila era interminable, pero debían esperar su turno; algunos se arrepentían a tiempo, o más bien renunciaban a ese heroísmo, con un suspiro daban vuelta y se perdían en las tinieblas del pasillo. Otros, cada vez más cerca de la entrada, parecían contentarse con que no fueran ellos los que se marchaban a ese amargo mundo de hipocresía y rebelión contra lo inexplicable. En la entrada, un hombre ordenaba la espera e iba entregando al siguiente una bala y un arma; le explicaba en pocas palabras la posición que debería adquirir para que el disparo fuera exacto y letal, y el protocolo para no dudar ante la desafiante mirada de la pistola, que flanqueaba los espíritus delgados de aquellos desahuciados. Oculto en esa brillantez de sombras, de los lamentos del anterior, una vez se entraba allí era imposible salir, no había regreso, no había perdón; si dentro de los diez minutos siguientes existía aún vida en ese cuarto, el hombre que postrado leía las noticias actuales mientras la procesión continuaba, malhumorado, rompiendo el silencio, entraba y acometía la tarea; sin contemplación hundía en la sien el helado susurro de la muerte y, sin miramientos morales ni éticos, jalaba el gatillo. Esta tarde lo había hecho siete veces, el mismo jocoso procedimiento, siete veces; número mágico, augurio mordaz, profecía benevolente.

Sonó un nuevo disparo dentro, y mi cuerpo, que parecía debilitarse, engañó a esa visión de orgullo y vergüenza, de verme salir a mí mismo por ese pasillo de condenas encadenadas a ese murmullo rutinario de los insulsos. Es mi turno, no puedo fallar. Un motivo, un arma, una víctima, los dados han sido lanzados al aire. Impar.