Letras
Poemas

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Apología de la locura

Al loco de Arlés

Tu Silla, y tus Zapatos, Van Gogh,
me comunican laceria y abandono.

El derroche de amarillo en tus cuadros me seduce,
y me lleva a recorrer contigo las estrechas calles de Arlés.

Cómo deploro ese encuentro tuyo con Gauguin.

Y ese arrebato que te llevó a mutilarte un lóbulo
—que no una oreja—
me consterna.

¡Pobre Vincent cubriendo con su soledad
las paredes desnudas de un burdel!

Me aventuro a creer que compartiste con Gauguin la misma puta.
Aquella tal Rachel, que aceptó horrorizada como un regalo tu lóbulo,
envuelto en un pañuelo.

Y que pegaste un grito
cuando el amigo desleal se quiso largar a Tahití,
a pintar nativas robustas y tetudas.

¡Así es la vida, amigo! ¡Así es la vida!

Pero,
quién te iba a decir entonces,
que poco más de un siglo después,
un grupo de chicos españoles posmodernos
revivieran el mítico incidente
nombrándose a sí mismos para tu gloria:
“La Oreja de Van Gogh”.

 

Canción del viejo ropero

A mamá, si viviera.

Junto a las enaguas dobladas sobre un estante
mi madre también doblaba su juventud marchita
hasta que su galán, mi padre,
la desposara después de haber cumplido los cuarenta.

Aquel viejo ropero
atesoraba recuerdos de juventud,
las fotos en sepia de sus mejores amigas:
las Organero.
Mechones de cabello y hasta un diente de leche
que me arrancaron a tirones.

Las corbatas de mi padre.
Los pomos gigantes de Colonia 1800.
y hasta un viejo sombrero.

Luego vendrían las cosas más pequeñas;
una caja llenita de botones.
Un gallito de plástico con quien jugaba mi hermano
y mis primeros textos escolares.

En el cajón del medio, asomaban en fila los cosméticos;
colorete Tres Flores, un frasco de crema Hinds para sus manos
y un pote de crema para embadurnarse el rostro por las noches,
con la vaga esperanza de retener un poco de juventud.

 

Balada para un suicida

A Raúl, bailando entre silencios.

Hay palabras que acribillan el aire
y nos caen al fondo como pedradas.
La noticia de tu muerte, por ejemplo,
me dejó sin aliento.

¿Cómo está eso que te fuiste a bailar tu último acto
sin antes avisarnos?

¡Qué delgada es la línea que corta en dos, de cuajo,
los reinos del soy y del ya no soy definitivo!
Todavía te sueño ataviado como Nijinski
haciendo giros en la escena.

Y en uno de esos saltos empinados
te adentraste en ese mundo silencioso
arrastrando torres y canciones.

Tú y tus prisas, Raúl.
¿Acaso se te hizo tan difícil escribir por ejemplo:
“Me voy al Paraíso. Ya regreso”?

 

Los recuerdos

A Orlando Ferrand, hermano.

Los recuerdos.
Esos retazos de la memoria hecha añicos
nos constituyen.

Nos recuerdan
—valga la redundancia—
a ese ser que fuimos
o que quisimos ser
y no pudimos.

Los recuerdos no sólo se asientan
en un oscuro rincón de la memoria,
sino que se pliegan a veces a las canciones,
a un viejo mueble o a un juguete olvidado.

Y los más atrevidos
se esconden en las páginas de un libro
y nos lanzan piedras
desde el fondo.

 

Poema

A Ivette Marie, que también conoció el desamor.

Cuando las palabras cambian de lugar
y en vez de mío escribes tuyo.
Y te despides con besos en lugar de hasta luego
es que llegó el amor.
Un rejuego de las endorfinas en tu cerebro.
Un oscuro, indefinible sentimiento, que se arrincona
en cualquier parte de ti.
Pero, cuidado,
que el desamor
es un viento que silba entre los árboles
y cuando menos lo esperes
se adueña de tu ser
y te devora.

 

Solitude III

Para Ángel, mi hermano en el samsara.

Cuando la tarde se rompe entre sollozos
y los recuerdos vuelan como palomas,
apareces tú, mi samsárica soledad.

Acompañando cada uno de mis pasos
en cada nueva vuelta de la noria.
En cada ir y venir por este mundo.

Obtuso, torpe, confundido,
apenas distingo lo bueno de lo malo,
y otra vez, tú, cantándome desde dentro.

¡Qué lento es el camino de los remotos ríos!
¡Cómo pesan estos huesos mientras no llegan
a la perdida frontera de este viaje!