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200 años

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Libro que contiene el Acta de la Independencia de Venezuela. Fotografía: Omar Véliz
Libro que contiene el Acta de la Independencia de Venezuela. Fotografía: Omar Véliz.
 

En toda América Latina estamos celebrando el Bicentenario de la Independencia. Pero no es fácil darle sentido a esta efemérides de dos siglos si no enlazamos los hechos de 1810 con nosotros mismos hoy y, sobre todo, con lo que vamos a ser mañana y con aquello que vamos a hacer de esa independencia, porque el futuro empieza en la última línea de este comentario.

Resuenan los nombres eternos de Simón Bolívar, José de San Martín, Miguel Hidalgo y José María Morelos. Se multiplican los ecos inacabables de las cargas insurgentes con lanzas y cuchillos contra los trabucos, los fusiles y los cañones en Ayacucho, Boyacá y Junín.

Desde entonces, en lo profundo del tiempo, una buena parte del continente encontró el camino propio que se cruza en forma cotidiana y no sin plenas dificultades hasta llegar al nuevo milenio.

La gesta de la soberanía y de la independencia tuvo un arranque en 1810; México la repitió en 1910 y por eso, en estos días del 2010, también hemos vuelto a escuchar de Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Pancho Villa y Emiliano Zapata, así como del sólido constitucionalismo y del arraigado agrarismo con que se coció la primera revolución social del siglo XX, entre adelitas, corridos y rieleras.

Son las páginas de la vieja épica de 1810 que ha sido reiterada en toda la nueva “América fragante” (como la denominara Darío), desde hace doscientos años hasta este mes de septiembre.

¿Qué mejor esfuerzo pudo darle continuidad a esta epopeya en el siglo XXI si no el sostenido auge del que hoy somos protagonistas todos los latinoamericanos? Repasemos algunos hitos.

Independencia cultural. El sustrato original que habían plasmado el Popol Vuh (o Pop Wuj) o los muros de Tiawanaco floreció en Jorge Luis Borges, y a partir de las líneas del ciego profeta bonaerense, que combinó la libertad con la imaginación —de acuerdo con la acertada interpretación de Carlos Fuentes—, año con año, página tras página, la mano que escribe ha reiterado la gesta de 1810.

Para atrás en el tiempo, es inevitable recabar la expresión de sor Juana Inés de la Cruz, y no podemos soslayar la poesía gauchesca, repetimos la mirada en las piezas del Alejaidinho y de Paco Zúñiga, escuchamos a Rubén Darío y a Rodó y a César Vallejo. Tenemos algo muy propio que decir porque somos un sujeto continental y empleamos una lengua propia. También tenemos músicas, danza y teatro, creamos ciudades, levantamos iglesias, estadios, parques y hacemos obras que asombran en todos los continentes.

“Tanto análisis de la cultura latinoamericana, y todo está resumido en la música”, exclama un personaje de Catalina Murillo (en Marzo todopoderoso, 2003, 1ª edición). Ello nos remite a lo que sintetizan Shakira, Juan Luis Guerra y Gustavo Cerati, continuando a Carlos Gardel, Agustín Lara, María Luisa Landín y Pedro Infante o, en otras direcciones, Amadeo Roldán, Heitor Villalobos y Carlos Chávez o Silvestre Revueltas para desembocar en Leo Brouwer y Astor Piazzola.

Independencia política. Fray Servando, Toussaint-Louverture, Hostos y Martí, y tantos anónimos cuyos huesos quedaron insepultos, extraviados o sin nombre dan cuenta de una vocación de ser en el mundo que era de ellos, como individuos con destino marcado por estrellas, pero también de poblaciones enteras a las que supieron darles derroteros. Hoy ya tiene América Latina un lugar en el mundo y sin duda, para enrumbar a un planeta desquiciado de su eje humano, vamos a tener en este siglo XXI más incidencia entre las naciones, en el derecho, en el comercio de bienes y servicios, y en los organismos multilaterales. Relumbra inmortal el apotegma de Benito Juárez: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. Y en lo contemporáneo, está vivo, nunca fusilado, ni secuestrado, ni desaparecido, ni arrojado al mar el indoblegable luchador de la libertad y militante de la causa política contra la dictadura, tal y como lo retrataba Roque Dalton, en líneas que valen para cualquier momento en algún país del continente: “Cerca de una docena de policías vestidos de civil participaron en mi captura. Fue, creo, casi un honor: el homenaje de las preocupaciones del enemigo” (en: Pobrecito poeta que era yo. Educa, San José).

Independencia económica. No concebimos a esta altura del siglo XXI una economía con vestigios coloniales ni sometida a regímenes metropolitanos. La explosión económica en ascenso que registran este año Perú, Colombia, Argentina, Panamá y, por sus dimensiones, sobre todo Brasil, no tiene un solo parangón planetario. De manera que mucho valen los celosos guardianes de las cosechas, los hatos ganaderos, los yacimientos minerales y, sobre todo, de la gente que trabaja, planifica, organiza, financia, trae y lleva. No podremos jamás olvidar en Costa Rica los aportes de Rodrigo Facio en las teorías económicas y por lo que sirvieron de sustento a la doctrina jurídica del Estado Social de Derecho. Y son igualmente imperecederas las razones de Celso Furtado en la acción integradora, y de Juan Pablo Pérez Alfonso en cuanto a la igualdad económica internacional.

Independencia de los espacios. La inversión utópica que contaminó a los espacios urbanos de Norteamérica y Europa después de la destrucción terrorista de las Torres Gemelas, no ha llegado a las calles ni a las megápolis hispanoamericanas en las que ni el antihéroe más rezumado ha perdido el sentido crítico, sea a través de la ironía, con la reducción al absurdo o por la más sonora risa. De esta manera seguimos habitando en nuestros barrios supercontaminados, nos hacinamos en las avenidas sobrepobladas y nos atascamos en los más crueles embotellamientos, pero son nuestros y somos nosotros quienes los colmamos.

Aún no se perfila —de México DF a Buenos Aires o de Sao Paulo a Santiago—, un paisaje de acontecimientos como el que visionaba Paul Virilio en su premonición para Nueva York, que terminó como una profecía auto-cumplida —para el horror de su mismo autor— de acontecimientos terroríficos y paisajes de miedo.

El antihéroe o el simple ciudadano anónimo hispanoamericano perciben el espacio para criticarlo, no para ser aplastado por los ambientes babilónicos del siglo XXI. Pero además el mismo espacio encuentra vida y color en manos de los utopistas latinoamericanos que siguen diseñando las anchas vías del nuevo milenio. Los cien años cumplidos del arquitecto Oscar Niemeyer representaron más que una biografía y sobrepasaron un recuento curricular que no cede, mientras nosotros seguimos descifrando la metáfora del complejo de Niteroy, en Río de Janeiro.

Y como escribía Homero Aridjis (¿En qué piensas cuando haces el amor? Permítasenos la cita in extenso) sobre la megaurbe de su novela, en la que no se oculta el rostro omnívoro del DF mexicano: “...dejábamos una muchedumbre para hallar otra...”, y cruzando aquel laberinto de escatología urbanística, los protagonistas se encuentran, al final de la trama: “—He regresado por ti —me dijo. —Yo te he estado esperando —le dije. —¿De veras? A ver, dime, ¿en quién piensas cuando haces el amor? —me preguntó, sonriente. —En ti —respondí”. Este es el verdadero rostro de los habitantes de estas ciudades llenas del nuevo milenio y herederas de 1810 y de 1910.

Independencia del cuerpo. Educados en la variante agustiniana de la religión, de pronto la preponderancia del alma se trocó en carne y hueso cuando el cuerpo humano fue descubierto y redescubierto en América Hispana por la gente de la que algo tuvieron que decir los teólogos, los psicólogos, los médicos, los músicos, los pintores y los escritores. Marta Ávila, como antes lo hiciera Amalia Hernández, Frida Kahlo en la ruta de Tarsila do Amaral, Yolanda Oreamuno para darle respuesta a sor Juana Inés, Jorge Debravo resolviendo los dilemas del idealismo espiritualista y así, sucesivamente, son muchas las rutas que se cruzan para darle esencia y existencia al cuerpo de América Latina, a su carne y a su hueso. Luis de Lion en el altiplano guatemalteco, Nicolás Guillén en su Cuba negra, Quince Duncan enlazando al Caribe con la potencia cultural africana y así, sucesivamente, los cuerpos se hacen presentes e ineludibles en estos doscientos años. “Nuestros cuerpos son sagrados. Son templos, dice San Pablo...” (Ernesto Cardenal, Vida en el amor, 1970, 1ª edición).

Pues bien, de te fabula narratur, porque estamos en esta parte del continente en donde hablamos un idioma común, y vamos por el siglo XXI con un destino compartido que ya lleva doscientos años de independencia. ¡Un bicentenario para celebrar!