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El arte incomparable del cine en blanco y negro

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Fotograma de “Otelo”, de Orson Welles, basada en el drama de William Shakespeare

En El estado de las cosas (1982), Wim Wenders se permite reflexionar sobre el cine como medio de expresión artística y como emergente cultural. Entre las inquietudes que el director plantea —vigencia del policial negro, aportes alemanes al género especialmente a través de la obra de Fritz Lang, una redefinición de lo que puede ser considerada una obra clase “B”—, hay una que se destaca por su enunciación atrevida y paradojal. Recordemos el diálogo entre Mark y Joe, el operador protagonizado por Sam Fuller de la película a cuyo rodaje asistimos:

Mark: —Yo tomo imágenes, saco fotos, ¿viste? Pero nunca, realmente, pensé en blanco y negro antes de ver nuestros apuros. ¿Entendés lo que quiero decir? Podés ver la forma de las cosas.

Joe: —La vida es en color, pero el blanco y negro es más realista.

Hasta ese momento el espectador ha asistido a los problemas de relación de un grupo de trabajo, asimilable a cualquier relación humana y a un nuevo intento de penetrar el misterio del cine dentro del cine, que es como hablar de dos aspectos de un mismo enigma. ¿Cómo somos? ¿Por qué elegimos representarnos de un modo determinado? Pero, una vez formulada la juguetona observación de Sam Fuller, debo reconocer que el resto de los planteos pasa para mí a un segundo plano, dejándome con la curiosidad renovada por descifrar la indudable supremacía del empleo del blanco y negro sobre el color en el arte cinematográfico.

Como los fotógrafos, como tal vez intuyeron los descubridores de la cámara oscura, los cineastas se dieron cuenta de que, antes que cualquier otra cosa, le estaban escamoteando al tiempo su dominio sobre la fugacidad de las cosas. Gracias a la emulsión fotosensible era posible controvertir el dictamen de Virgilio que en nuestro castellano vertió Francisco de Quevedo: “En fuga irrevocable huye la hora”.1 Se sabían depositarios de retazos de tiempo robados con maña y los únicos capaces de reproducirlos en el multiforme y fluyente universo de las cosas. ¿Acaso esta facultad, que les fue exclusiva hasta que penosamente les disputó primero la televisión, quebró el VHS y pulverizó la revolución digital, no era lo que otorgaba al cine un aura de respetabilidad y de magia?

En un principio, estos acopiadores de momentos trataron de parecerse a la vida en todo, así que la búsqueda se orientó a la conquista de la dimensión sonora y del color. Las cintas pintadas torpemente de los primeros años del siglo XX y las trabajosas sincronizaciones con discos de la década del ‘20 fueron los primeros pasos. Empero, la descomunal rentabilidad del negocio cinematográfico favoreció la investigación y el desarrollo de nuevas técnicas, que cuajaron esplendorosa y rápidamente en Lo que el viento se llevó. Corría 1939.

La industria no pudo disfrutar mucho de sus éxitos tecnológicos, porque la década entrante marcó la vulgarización del espectáculo televisivo, lo que la obligó por unos veinte años a probar cosas nuevas: distintos tamaños de pantalla, películas en tres dimensiones, imágenes envolventes. Es decir, nada que no se hubiera inventado antes, ni que no se intentara después, hasta el día de hoy.

A todo esto, el paso de los años había alumbrado la categoría del clásico, la que, inevitablemente, se había venido corriendo desde su gestación en el arte del medio siglo. Aparentemente alcanzados todos sus objetivos tecnológicos, crítica y público, en ese orden, comenzaron a revalorar las viejas películas, en la pantalla chica o como materia de estudio en los nacientes cineclubes.

La década de 1960 fue la de la incorporación masiva del uso del color en todas las cinematografías del mundo. En la siguiente comenzó la reflexión de los cineastas sobre sus herramientas, siguiendo un camino irreversible trazado con atrevimiento y coraje por Jean-Luc Godard. Una de las manifestaciones de esta renovación fue el retorno definitivo del blanco y negro con el toque de atención de Peter Bogdanovich en La última película (1971), al que adhirieron en 1974 Lenny, de Bob Fosse, y, curiosamente, una parodia, El joven Frankenstein, de Mel Brooks, quien tampoco se privó de hacer una Película muda (1976), con banda de sonido de típico acompañamiento musical de época y sólo una palabra, pronunciada por... Marcel Marceau.

Después de ochenta años, el cine había logrado cuanto se había propuesto y vuelto al punto de partida.

El cine de los tiempos que corren es un cine diferente, como hemos observado en su oportunidad: un mero entretenimiento, incapaz de transportar o desarrollar ideas por la pérdida de su carácter de privilegiado interlocutor político.2 Evidentemente, sus años de gloria han pasado, como pasaron ante su influjo poderoso los del drama escénico. Si bien apena ser testigos del agotamiento de una forma artística, el hecho de poder ceñirla de modo más o menos preciso permite, en cambio, estudiarla con cierta perspectiva de la que carecíamos en los tiempos en que el cine era lo más influyente de nuestras vidas, etapa que debió terminar en 1975, año más, año menos.3

En 1958 un congreso de críticos reunido en Bruselas eligió las doce mejores películas de todos los tiempos y todas fueron en blanco y negro. Si repitiéramos la experiencia en nuestros días el resultado variaría, sin duda, pero así y todo el blanco y negro seguiría reinando aún si lleváramos la cuenta al doble de títulos. Orson Welles ha llegado a expresar su rechazo por el cine en color para retratar el paisaje humano, como señalándole un límite que es incapaz de rebasar:

Peter Bogdanovich: —Sé que tuviste ofertas de apoyo financiero para la producción de Campanadas a medianoche si la hacías en color, pero que tú sólo quisiste hacerla en blanco y negro. ¿Por qué, específicamente?

O.W.: —Bien, era principalmente una película de actores, y el color, como tú sabes, es un gran amigo que ayuda al cámara, pero un enemigo del actor. Los rostros fotografiados en color tienden a parecer trozos de carne, ternera, vaca, buey..., cosas así...4

¿A qué se debe esa preeminencia? Mucho lo hemos meditado, y no pretendemos para nuestras conclusiones ejecutoria de originalidad, porque bien pudieron ser estas razones evidentes para otros muchos y antes. Son las siguientes.

Para la primera tenemos que acudir a la experiencia diaria. Ante situaciones de extrema felicidad o tensión nos valemos, para expresarlas, de metáforas monocromáticas; en la furia, “vemos todo rojo”; en la felicidad, “todo es color de rosa”; la profunda depresión nos hace “ver todo negro”; si nos domina la abulia, “llevamos una existencia gris”. No sé si queda alguna más.

Esta elaboración milenaria del sentimiento humano, que atraviesa fronteras de espacio, culturas y tiempo, nos hace pensar que si hay una psicología de los colores ésta indica que las situaciones vitales abrumadoras se viven con una percepción acotada, tal vez porque ésta ayude a enfrentarlas con economía de recursos, desechando otros inapropiados para el momento. Un modo de actuar distintivo, diríamos, caracterizado por un temperamento —tonalidad— dominante. Si esta idea es válida, cuando recibimos un bombardeo de sensaciones como lo es el cine —música, dramaturgia, color, movimiento, montaje— quizás no seamos capaces de procesar adecuadamente el todo, o por lo menos no lo seamos con la eficacia que tenemos ante el blanco y negro. Por eso admiramos la sensación de profundidad de la gran fotografía en blanco y negro (John Alton, Nicholas Musuraca, Gregg Toland, James Wong Howe), con sus gradaciones de gris, su respeto por la perspectiva y el punto de fuga. Ante ella, el cine en 3D se nos ocurre simplemente un artificio burdo, que no nos da la sensación de “poder meter la mano en la pantalla” o, derechamente, caer dentro de ella.

La segunda conjetura funciona “contrario sensu”, es decir, las mejores fotografías en color que recordamos son aquellas que observan la regla de la tonalidad dominante con economía de paleta: las sombras pardo-rojizas de Más corazón que odio (1956) de John Ford, los filtros rojo-sangre y los caleidoscopios enloquecidos de 2001, odisea del espacio (1968) de Stanley Kubrick, la pátina sepia de tiempo en las imágenes de El Padrino (1972), de Francis Ford Coppola y, en fin, la de Toro Salvaje (1980), de Martin Scorsese, donde se relegan las estampas coloridas a las películas familiares, que ante el deslumbrante despliegue visual del film en blanco y negro lucen torpes, apagadas, viejas. En todos estos casos, y en tantos otros, el realizador ha diseñado su trazo menos preocupado por transmitir la belleza extrínseca de las cosas que por hacerlas “hablar” a nuestra sensibilidad.

El último argumento requiere de unas pocas precisiones de orden científico y técnico. El color llegó al cine a través de diversos sistemas que, partiendo de tres tonos básicos —rojo, verde y azul—, obtenía después todas las combinaciones posibles. (La coloración digital no la consideramos, porque no es más que un retorno tardío a las películas pintadas de George Méliès, aunque haya algunos resultados interesantes como El aviador, 2004, de Scorsese). Consecuentemente, ya sea por yuxtaposición o por elección de un tono dominante, el cine a color siempre resulta menos real, menos vital que el cine en blanco y negro. ¿Por qué? Pues, por la sencilla razón de que en el último sólo tenemos el negro, que es la ausencia de colores, los grises, que los insinúan y evocan, y el blanco, que es el color de la luz. Y la luz blanca, lo sabemos desde Newton, los contiene a todos. Por lo menos en este sentido, como afirma Wenders por boca del personaje de Samuel Fuller, y ¿quién sabe? por una extraña percepción extrasensorial, nos damos cuenta de que aunque la vida sea en color, el cine en blanco y negro es más realista.

 

Referencias

  1. Virgilio dijo “Fugit irreparabile tempus”. Quevedo reprodujo la sentencia en el soneto conocido como “Desde la torre”.
  2. “El cine ha muerto”, en Aunque sean los papeles rotos de las calles, Editorial Alloni-Proa, Buenos Aires, 2007.
  3. Ibídem.
  4. Ciudadano Welles, Orson Welles y Peter Bogdanovich, Editorial Grijalbo, Barcelona, 1995, pág. 278.