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Juan María Gutiérrez
Juan María Gutiérrez.
Endecha por la “Endecha del gaucho”

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Como es archisabido, Juan María Gutiérrez (Buenos Aires, 6 de mayo de 1809; ídem, 26 de febrero de 1878) fue —junto a Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento— uno de los más preclaros integrantes de la llamada Generación de Mayo, Generación del 37 o Generación de los Proscriptos.

Escribe Carlos Alberto Loprete: “La figura literaria de Juan María Gutiérrez ha sido calificada por Menéndez y Pelayo y por Rodó: es el hombre de letras más completo del siglo XIX argentino. Gutiérrez ha cumplido una meritoria obra, de consecuencias ejemplares en el ámbito argentino: a partir de él la crítica literaria dejó de ser entusiasmo cultural, decisión patriótica, oficio marginal o improvisación bisoña. El erudito concienzudo, bibliófilo, investigador y polígrafo inauguró en el país la crítica literaria técnica y artística, fundamentada en la estimación histórica y estética de las obras, por lo que puede considerárselo como representante típico de la crítica histórico-biográfica”.1

Se le deben la primera antología de poetas americanos, América poética (1846), y muchas obras históricas y críticas (sobre Juan Cruz Varela, Esteban Echeverría, Esteban de Luca, etcétera) de enorme valor.

Además de sus obras académicas, intentó también ejercer la narrativa: “El hombre hormiga”, breve texto costumbrista, 1838; “El capitán de Patricios”, cuento largo (1874).2

De 1838 data su “Endecha del gaucho”, que consta de ocho quintillas clásicas (octosílabas con rima consonante abbab):

Mi caballo era mi vida,
mi bien, mi único tesoro;
a quien me vuelva mi Moro,3
yo le daré mi querida
que es hermosa como un oro.

A mí nada me faltaba
cuando mi Moro vivía,
libre era cuanto quería,
ni guapetón me insultaba
ni alcalde me perseguía.

En todo pago4 y camino
donde estampó las pisadas,
allí sus glorias grabadas
dejó, y renombre divino,
por las carreras ganadas.

Fuego en sus ojos lucía,
y de rabia y de despecho,
la espuma arrojaba al pecho,
si tras el pato5 corría,
y otro le ganaba un trecho.

Mi caballo era una flecha
cuando la espuela le hincaba:
zanjas y arroyos saltaba,
cuando en mi mano derecha
la bola6 certera alzaba.

¡Ombú, que me das abrigo!
¿Te acuerdas7 cuando venía
bajo tu sombra María,
a ponerte por testigo
de las llamas en que ardía?

¿Te acuerdas cómo bufaba
el Moro lleno de brío,
al sentir que el amor mío
con sus8 crines jugueteaba
como con olas del río..?

Mi caballo era mi vida,
mi bien, mi único tesoro:
¡indio, vuélveme mi Moro,
yo te daré mi querida
que es luciente como el oro!

Con el mayor de los respetos que merece —en sus muchas otras facetas— una figura intelectual tan espectable como don Juan María Gutiérrez, me siento obligado a opinar que estos versos poseen escaso (o nulo) mérito poético. Este gaucho, tan ñoño como increíble, se expresa en un lenguaje gramaticalmente correcto y literariamente vacuo.

Pero, más allá de este (discutible) juicio de valor, lo que asombra en la “Endecha” es una suerte de pensamiento desorganizado o caótico, donde no hay correspondencia razonable entre sus distintas enunciaciones: se parecen demasiado a las partes deshilachadas de un discurso inconexo por el que corren incoherencias, disparates y despropósitos.

Veamos:

Estrofa 1. Al principio dice que su caballo era su “único tesoro”. Como el verbo se halla en pretérito imperfecto, deducimos que ya no posee ese único tesoro, al cual presumimos robado por personas desconocidas. Sin embargo, no parece el caballo su único tesoro, pues en seguida manifiesta ser dueño de una “querida” que, por añadidura, “es hermosa como un oro” (¿“un” o “el” oro?; el oro ¿se puede contar?: ¿puede haber “dos oros”, “tres oros”, etcétera?). Entonces —gesto digno del dueño de un prostíbulo— ofrece su querida como recompensa a quien le devuelva el caballo. La querida ¿será consultada sobre la transacción?, ¿estará de acuerdo con convertirse en posesión del ladrón del caballo, con todas las consecuencias imaginables e inimaginables que implica vivir con un caballero desconocido y, por añadidura, delincuente?

Estrofa 2. Dice que nada le faltaba cuando su “Moro vivía”. Siendo así, el Moro ¿ha muerto? Y, si ha muerto, ¿cómo pretende que se lo devuelvan? ¿El gaucho entregará su querida “hermosa como un oro” y el ganador de la recompensa le dará, a cambio, el inmanejable e incomodísimo cadáver de un caballo? En tal caso, este gaucho es muy estúpido o está completamente loco para concertar tan perjudicial negocio. Luego vemos que la mera existencia del Moro impedía, en aquellos buenos viejos tiempos, dos molestias: el guapetón no lo insultaba ni el alcalde lo perseguía: ¿qué relación de causa a efecto puede haber entre la existencia del Moro y la falta de insulto y de persecución?

Estrofa 3. Este caballo ganó tantas carreras que llegó a dejar nada menos que “glorias grabadas” y “renombre divino”. Es posible que un profeta o un dirigente religioso alcancen a dejar renombre con algún matiz “divino”, pero ¿un caballo también?

Estrofa 4. “Fuego en sus ojos lucía”: ramplonería similar a la de los numerosos “ojos chispeantes” de las novelas del siglo XIX. Deportivamente hablando, el caballo es dúctil: ya vimos que era un famoso parejero; ahora nos enteramos de que también disputa partidos de pato. Sin embargo, en este deporte se conduce como mal perdedor y enemigo del fair play, ya que lo acometen la rabia y el despecho (al punto de arrojar espuma por la boca) si un rival lo supera.

Estrofa 5. El caballo únicamente saltaba zanjas y arroyos a condición de que el jinete en su mano derecha alzara “la bola certera”. De no hacerlo así, inferimos que equino y paisano se precipitarían al fondo de las zanjas y de los arroyos en cuestión.

Estrofa 6. El gaucho, inesperadamente, dirige una invocación a un ombú, que acaba de aparecer en escena. Utiliza un vocativo digno de las tragedias griegas: “¡Ombú que me das abrigo!”. Entonces, el gaucho ¿no tiene casa? ¿Vive debajo del ombú? ¿Es una especie de vagabundo o de homeless? A continuación el narrador le formula al ombú una pregunta que, aunque retórica, podemos considerar como relativamente indiscreta: parece que una tal María (¿será la misma “querida” mencionada al principio?) acudía a la sombra del ombú con el exclusivo propósito de ponerlo de testigo de las llamas en que ella ardía. ¿Por qué y para qué? ¿En qué corte de justicia debería presentarse el ombú para dar testimonio de las llamas que quemaban a María? Y, por otra parte, ¿a quién podría importarle que María ardiese o no ardiese en llamas (se entiende que metafóricas)? A esta altura, podemos sospechar que tanto el innominado narrador como la ígnea María se citaban a la sombra del ombú para entregarse a agradables actividades eróticas.

Estrofa 7. El gaucho continúa en su tarea de examinar la memoria del ombú: ahora este árbol, arbusto o hierba bonaerense se ve desafiado a recordar cómo “bufaba el Moro lleno de brío”. Entiendo que “el amor mío” representa una especie de sinécdoque que se refiere a la susodicha María. De ser esto verdad, es probable que María no fuera la “querida” objeto de la transacción comercial, ya que sería doloroso desprenderse del “amor mío”. Lo cierto es que no se conoce cuál fue la respuesta del ombú y, por lo tanto, ignoramos si el vegetal fue aprobado o reprobado en el examen de memoria a que lo sometió el gaucho. De todos modos, lo fundamental es que el Moro bufaba, lleno de brío, al sentir que María —tal vez en una pausa de sus desvelos horizontales— jugueteaba con sus crines. Las duras cerdas caballares, por lo visto, guardaban similitud con las suaves olas del río.

Estrofa 8. Tras recorrer siete quintillas, podemos celebrar que se ha descifrado el enigma planteado en la primera. Quien le quitó el Moro al gaucho narrador es un indio, no sabemos si con sutileza de hurto o mediante robo violento en oportunidad de malón. Sea como fuere, la solución es muy sencilla. Ya no es necesario recurrir al arbitrio de poner letreros en los troncos de los árboles (o un aviso clasificado en un periódico): “Recompensa. Se ofrece dama, hermosa como un oro, a quien me devuelva, vivo o muerto, un caballo moro, de nombre Moro, sustraído en tales y tales circunstancias, etcétera”. Identificado el ladrón —¿por diligencia policial, por confesión espontánea del caco?—, el gaucho —en lugar de intentar vengarse, matándolo, hiriéndolo, tomándolo a golpes de puño o, al menos, reputeándolo de arriba abajo— lo premia, ofreciéndole, servil y mansamente, su querida, que, aunque conserva su calidad áurea, sin embargo ya no es “hermosa” sino “luciente”. La historia tiene final abierto, pues nunca sabremos si, finalmente, el miembro de los pueblos originarios aceptó la propuesta de nuestro desconcertante, inmoral e inverosímil gaucho endechero.9

Así y todo, hay millones de poesías aun peores que la “Endecha del gaucho”. Pero Gutiérrez era un hombre inteligente y culto, acostumbrado al contacto asiduo con textos de toda índole y, por añadidura, dedicado a la crítica literaria.

Según vimos, nuestro poeta escribió aquel conjunto de desatinos antes de sus treinta años de edad. Sin embargo, tenía bien cumplidos los sesenta cuando, en 1869, lo recogió entre las páginas 164-166 de su tomo de Poesías. Entonces, ¿tenía realmente eficaz discernimiento de crítico literario? Y, si la respuesta es afirmativa, la conclusión es que, ante su propia obra, prefirió una sonrisa indulgente.10

 

Notas

  1. Loprete, Carlos Alberto: Poesía romántica argentina, Buenos Aires, Plus Ultra, 1965, págs. 42-43).

  2. Conservo algunos de los libros de texto que utilicé en mis lejanos tiempos de estudiante de segunda enseñanza. Veo ahora con cuánta ligereza se consignan datos erróneos.
    Rodolfo M. Ragucci (Escritores de Hispanoamérica, Buenos Aires, Huemul, 3ª edición puesta al día, 1969, pág. 128) nos informa que Gutiérrez “compuso novelas, como El hombre hormiga (1838) y El capitán de patricios (1874)”.

    Por su parte, los integrantes del dúo Fermín Estrella Gutiérrez y Emilio Suárez Calimano (Historia de la literatura americana y argentina. Con antología, Buenos Aires, Kapelusz, 9ª ed., 1959, pág. 223) van más allá y fingen haber leído, y con fino ojo perspicaz, ambas inexistentes novelas: “Como novelista, escribió El hombre hormiga (1838), intento no muy logrado de novela psicológica, y El capitán de patricios (1864), romántica como la anterior, aunque con algunos elementos realistas”.

    Lo cierto es que “El hombre hormiga” es, en realidad, un modesto esbozo costumbrista de menos de cuatro páginas; en cuanto a “El capitán de Patricios”, tampoco es una novela, sino, a lo sumo, un cuento largo, de algo más de 13.600 palabras; su fecha de publicación es 1874 y no 1864.

  3. “Caballo de pelo negro y blanco en mezcla uniforme y de muy buenas cualidades” (Carlos Alberto Leguizamón, en su edición anotada del Martín Fierro, Buenos Aires, Kapelusz, 1953).
    Recordemos que tal era el pelaje del caballo de Martín Fierro: “Yo llevé un moro de número” (I, iii:361); “Ansí en mi moro, escarciando” (I, iii:379); “Y pa mejor hasta el moro / se me jue de entre las manos” (I, iv:655-656). En su cuento “El fin” (Ficciones, 1944), Borges tuvo buen cuidado de respetar la preferencia de Martín Fierro: “Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre [...]”.

    Como está con mayúscula, el caballo sin duda se llamaba Moro, pero este nombre no asegura que su pelaje sea moro. Más bien parecería que no tendría que serlo, pues en tal caso constituiría una especie de tautología, similar a bautizar a un gato doméstico con los nombres de Barcino o Atigrado.

  4. Lugar, “patria chica del paisano argentino”.

  5. “Arg. Juego de fuerza y habilidad entre jinetes, que consistía en disputarse la posesión de un pato metido en una bolsa y con el pescuezo fuera” (DRAE). “Fue prohibido a mediados del siglo pasado [se refiere al XIX] por su violencia y crueldad. En este siglo se lo ha reactualizado [1953], como deporte nacional de la Argentina, pero sujeto a reglas moderadoras” (Loprete, ídem, pág. 51). Entre las “reglas moderadoras” se cuenta la de sustituir al vapuleado palmípedo por una pelota de cuero con seis agarraderas.

  6. Es decir, las boleadoras.

  7. ¿Así, con pulcro y no con difundido vos, hablaba un gaucho en el siglo XIX? Prefiero creerles a los personajes del Martín Fierro: “Más porrudo serás vos, / gaucho rotoso” (I, vii:1181-1182); “Vos sos un gaucho matrero” (I, ix:1523); “¡Ah, negro, si sos tan sabio, / no tengás ningún recelo” (II, xxx:4055-4056). También a Estanislao del Campo: “¿Diaónde ese lujo sacás?” (Fausto, IV:809).

  8. Doy por seguro que muchas antologías albergan la “Endecha del gaucho”. En mi biblioteca tengo cuatro de ellas; en orden cronológico:

    • Ghiano, Juan Carlos: 26 poetas argentinos (1810-1920), Buenos Aires, Eudeba, 1960 (“Endecha del gaucho”: págs. 51-52).
    • Loprete, Carlos Alberto: Poesía romántica argentina, Buenos Aires, Plus Ultra, 1965 (“Endecha del gaucho”: págs. 50-51).
    • Weinberg, Félix: La época de Rosas, Buenos Aires, CEAL, 1967 (“Endecha del gaucho”: págs. 77-78).
    • Weinberg, Félix: La época de Rosas. M. Sastre, J. B. Alberdi, E. Echeverría y otros. Antología, prólogo y notas de Graciela Cabal, Buenos Aires, CEAL, 1979 (“Endecha del gaucho”: págs. 84-85). [Esta edición constituye mejora y ampliación de la anterior.]

    En las cuatro se lee “tus crines”, frase que me dejó perplejo, porque el gaucho le está hablando al ombú y este espécimen vegetal no suele lucir crines sino ramas y hojas. Busqué entonces el texto en la edición de las Poesías de 1869 y, en efecto, encontré (pág. 166) lo que intuía: Gutiérrez escribió “sus crines” y no “tus crines”. Otra errata compartida por las cuatro ediciones (y heredada, sin duda, de alguna publicación posterior a la de 1869) es “en trecho” en lugar del correcto “un trecho”. Parecería entonces que no siempre los antólogos leen con atención los textos antologizados.

  9. Carlos Gardel y José Razzano les pusieron música a tres estrofas de “La endecha del gaucho” (quintillas que convirtieron en sextillas mediante la repetición de un verso al final de cada una; tuvieron también la módica sensatez de sustituir el académico “vuélveme” por el razonable “volveme”) y titularon la composición El moro (estilo). De 1917 datan dos grabaciones para el sello Odeón de esta pieza: una, con la sola voz de Gardel, y la otra, a dúo con Razzano.

    Si bien técnicamente El moro no es un tango sino un estilo, Enrique Espina Rawson lo incluyó entre las páginas 60 y 61 de su libro titulado (muy justificadamente) Los cien peores tangos, Buenos Aires, Proa, 2009.

  10. Esta imprudencia no dejó de llamar la atención de Ricardo Sáenz Hayes: “En el ocaso de la vida, cuando el maestro, el historiador y el polemista han logrado reverente jerarquía mental en su patria y fuera de ella, ¿qué hace con los poemas de la juventud? ¿Se aver­güenza, los modifica o destruye? Lejos de eso, los reúne en volumen, sin cambiar un acento ni mover una coma. Pero tiene buen cuidado de precederlos con una advertencia para explicarnos por qué corre semejante riesgo a sus años y a la altura de su prestigio: ‘Ni siquiera se me pasa por las mientes la idea de presentarme en demanda de títulos de poeta’. He aquí otra confesión, honrada y rotunda. Si no aspira a lo que fuera lógico ambicionar, ¿por qué los saca a luz? Para seguir el ejemplo de otros compatriotas y porque desea que se le tenga ‘por un tributario en verso al caudal de la literatura patria, probando con un nuevo hecho que los argentinos que se creyeron capaces de manejar la pluma, no fueron jamás perezosos para celebrar las glorias de su país, dolerse de sus males o describir lo que es bello y característico en esta porción de América en donde Dios nos hizo nacer’ ” (“Juan María Gutiérrez”, Historia de la literatura argentina, dirigida por Rafael Alberto Arrieta, Buenos Aires, Peuser, 1958, tomo II, pág. 278).