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“Tremévolo”, de Adán EcheverríaTremévolo: tres fragmentos sobre el amor

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En algunas películas de Ingmar Bergman se repite la misma escena: una dama que olvida sus guantes. La crítica se empeñó en sesudos estudios a esa imagen recurrente que, en la articulación de las imágenes, no sostenían una base fundamental para la interpretación. Hubo ocasión de que preguntaran al propio Bergman qué pensaba de la exégesis, es decir, de la explicación a la imagen de los guantes y respondió que él agradecía los esfuerzos puestos en los análisis, pero lo único que intentaba con esas escenas era homenajear a la mujer que más había amado (que, por supuesto, siempre olvidaba los guantes) y decirle, también, que aún no la olvidaba. ¿Qué tiene que ver Bergman con Tremévolo?: nada en lo absoluto, sólo que la anécdota del cineasta sueco me recordó (y es una lección aprendida) las de veces en que algunos discursos deben ser leídos, como cuando se pone el CD de las Danzas húngaras de Brahms, por ejemplo, y te arrellanas para escucharlas. Y así emprendí la travesía por Tremévolo. Tres lados de un mismo rostro de Adán Echeverría.

Tremévolo no es palabra muerta del diccionario. Tremévolo es una ensoñación poética (quiero decir imaginación, invención poética), es la transformación del lenguaje que exige la función estética al artista si acaso quiere poner en obra un mundo inédito. Adán Echeverría (recuerdo a Gaston Bachelard) extrajo de su cuarto de poeta la palabra Tremévolo que en la densidad de significado o en su afán de otorgar pistas al lector, la acompaña del subtítulo Tres lados de un mismo rostro. Así esta palabra otra pasa del ensueño a los hechos tangibles, a incorporarse al mundo de la palabra, el mundo del lenguaje poético. Es verdad que (cito de Bachelard) “no todos los objetos del mundo están disponibles para las ensoñaciones poéticas. Pero una vez que un poeta ha elegido su objeto, el objeto mismo cambia de ser y es promovido a lo poético”. Tremévolo, cierto, sugiere Tres lados de un mismo rostro, que en una posible lectura, puede ser el rostro amoroso.

En mi criterio, el poemario de Echeverría son tres fragmentos para el amor (título que tomo en préstamo a María Zambrano de su libro Dos fragmentos sobre el amor), es esa travesía de la muy humana condición que todos emprendemos y, a veces, se convierte en un viaje sin retorno o, a veces, en un periplo porque se vuelve al punto de partida desde donde algunos creen estar listos para empezar de nuevo. La fonética de Tremévolo remite a las sensaciones de lo malévolo o al legendario trébol o, como dice un verso del belga Edmond Vandercammen, es “una palabra que puede ser un alba y aun un abrigo incierto”. Es una palabra infiel porque puede tener uno o varios significados, intenta establecer (vuelvo a Bachelard) sinonimias oníricas de una cosa o de otra. Tremévolo en su alucinación verbal dibuja y desdibuja al amor. El sujeto poético, ese que habla en cada verso, pone en obra el amor contradictorio que en la filosofía zambraniana es el amor divino: ese que sublima y de golpe conduce al abismo. Pero el lector no asiste a ese ciclo, la voz poética desde la primera parte del poemario, “Anatomía distante y sin retornos”, está ya en el abandono amoroso (cito el poema IX):

Déjame aullar sobre mi cuerpo / que baje a las alcantarillas para arrodillarme ante la victoria de tu vida, / que baje al inframundo en que me reconozco / ansioso por los lobos que sangran en mis muslos; / déjame enredarme el opio dentro de las vértebras, / que me sirva esta luz que se lo come todo, / que me sirva esta navaja que anida entre mis venas / para rasgar el rostro de saberme tuyo hasta el huesito. / Todo me dimite al abandono y me deshago música, / párpado y terroso laberinto / de ese fauno que soy, que he sido admonitoriamente / encorvado como el arcoíris que doblega, como el arpa silenciosa de los edificios / con temor a caer sobre los automóviles; / ahí va mi cuerpo volando en libertad.

En “Anatomía distante y sin retornos”, el amor divino, coincido por lo expresado en la cuarta de forros, tiene al “cuerpo como centro del universo”, en realidad todo el poemario toma al cuerpo como clave del universo poético, pero en “Anatomía distante y sin retornos” la anatomía humana se convierte en un tormentoso recuerdo del amor en fuga, del amor que cada vez más se encuentra (traigo a María Zambrano) “sin espacio vital donde alentar, como pájaro asfixiado en el vacío de una libertad negativa” (leo el poema XII): “Qué me has dado sino el más puro dolor / purificado y rectilíneo, retardado y trovador de lunas, / porque siempre ha sido robarnos el tiempo y la caricia, / ha sido desecarnos junto al ventilador, / observando el odio creciendo rojo en la pupila. / Nos gusta el dolor / (somos así: cuarzo y machete desgastado) / y crece la angustia de perdernos para siempre entre los autobuses / entre las manos de otros, paso por paso / (somos así: lágrimas y golpes en el rostro), / garra por garra, labio por labio, soberbios e invencibles; / de tu piel a mi piel cuelgan los orgasmos”.

El segundo fragmento sobre el amor lo propone Echeverría en “Estanterías dionisiacas. Pornoversos y calumniaditas sin censura”. Aunque el autor los etiqueta como pornoversos, se trata de eroversos: es el disfrute, el goce, el placer desde la recordación del sujeto lírico. Un instintivo festín de los sentidos que no escapa a lo escatológico, con esta parte del poemario empieza la debacle del amor divino en provecho del ejercicio de una función orgánica (leo del poema VIII): “Dime dime dime que soy tu Dios, quiero violarte. / dime dime dime que no me acabo tus relámpagos, / defécame insaciable. Mírame comerte los reflejos, / dibujarte latigazos, lamer tus excrementos insípidos / y enfermos; un buscador de sombras surge de mis ojos / parasitarios, inhalantes, devoradores, regurgitantes, / explotadores calamitosos, / mis ojos que lo creen todo. Dímelo con gritos auriculares, / dímelo sobre la costra con el dedo y el masaje en los pezones. / Ciérrame los ojos. Clausúrame tus líquidos. Deja tus vómitos / sobre mis alas. Deja cogerte las axilas y volcarme intacto / hasta que los ojos se desangren”.

“La región en que me encuentro. Sobredosis de anormalidades y una lata vacía” es la tercera parte de Tremévolo. En este tercer fragmento amoroso, en lo personal el que más me gusta del poemario, se encuentra impregnado del desasosiego, del dolor por la indigencia amorosa, quizá, la esencia del amor de nuestros días (leo el poema IV): “He de matarme accidentariamente, / he de matarme con el símbolo de siempre / laminitas de uva suave brincan en tu espalda / con tus fotos ardiendo entre las llamas, / tus huesos limpios, / los colmillos hartos ya del abandono. / He de matarme ya con la sonrisa a cuestas / y el valor que me obsequia la Nada obscenadoriamente. / Líquidas sombras se derraman, / inundan esta casa de libros y periódicos donde no logro encontrarte, / en que ya no logro saber qué eras. / ¿Adicta? ¿qué eras? ¿ingrávida tetera hermafrodita? / Eras tú... / enamorada de este manicomio que sumerge, / ¿quién te ha pagado para hacerme feliz?”.

El desencanto del poeta, el amor inexistente, infinito, está simbolizado en la idílica pantera blanca. Las palabras de Zambrano son eficaces para esta parte de Tremévolo: “No es que no exista [el amor], sino que su existencia no halla lugar, acogida en la propia mente y aun en la propia alma de quien es visitado por él. En el ilimitado espacio que en apariencia la mente de hoy abre a toda realidad, el amor tropieza con barreras infinitas. Y ha de justificarse y dar razones sin término, y ha de resignarse por fin a ser confundido con la multitud de los sentimientos, o de los instintos [...] o ser tratado como una enfermedad secreta, de la que habría que liberarse”. En “La región en que me encuentro...” la condición amorosa ha quedado reducida a lo humano, apartada de lo divino ha decaído en acontecimiento (vuelvo a Zambrano), ha sido “desposeído de su fuerza y de su virtud”, despojado de su esencia divina, desacralizado, aparece bajo la forma de la arrebatadora pasión; “es como si cuidadosamente alguien hubiera operado un análisis y extrajera lo divino y avasallador de él para dejarlo convertido en un suceso, en el ejercicio de un humano derecho y nada más” (leo el poema VIII): “Allá estoy despedazado, / fértil y poderoso me recogiste y acá me miro de nuevo, / vacío como esa lata que conducen los mendigos hasta el ojo, / fuerte y poderoso por tu silencio, fuerte y poderoso por tu impasible tiempo eternizante. Aterrizante terrorífica / dantesca solución en que nos divertimos / envueltos en el aluminio de los sueños, / oxidado tirito junto a los desperdicios / de mi nombre te miro / recorrer los puentes hacia arriba, / con tu capa roja vas recogiendo lluvia, / mirando cada gota entre los dedos; / su transparencia de luz te abre los ojos / para navegar náufragos a la mordedura de caricias”.

El problema de despojar el amor de su carácter sagrado, reducirlo a suceso, es condenarnos a la fatalidad de la horrorosa repetición de nuestros actos, la repetición de la Historia toda, el eterno retorno de todo, porque el alfa de la existencia se funda en el amor divino en tanto esencia filosófica. Abandonar la idealización en el amor divino, quiero decir, someterlo a causas que llamamos razones, es condenarnos a la sombra, a la oquedad. Esto es algo de lo que nos dice Tremévolo donde no habla Adán Echeverría, sino el mundo o, para reproducir las palabras de Bachelard, “La voz del poeta es una voz del mundo”.