Sala de ensayo
Vincent van Gogh en el Sanatorio de Arlés

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“Noche estrellada sobre el Ródano”, de Vincent van Gogh
Noche estrellada sobre el Ródano, de Vincent van Gogh.
 

Hay algo hermoso en todos los sanatorios del mundo que nos invita a la reflexión más sosegada: ¿qué hemos hecho mal que la vida nos arrastra a esta suerte de convalecencia interminable? Sin embargo, convalecer hasta el infinito, contemplando pasivamente pasar los soles equinocciales y los paulatinos cambios en la naturaleza que traen consigo las estaciones del año, tiene sus nobles recompensas: otra forma de vivir la cual nos brinda la posibilidad de cultivar en solitario la sensibilidad y la inteligencia, llegando incluso a aceptar la enfermedad como porción constituyente de lo que somos; una nueva manera de asumir el significado de la existencia que permite, acaso, indagar con relativo acierto en nuestra naturaleza interior, a ratos lúcida, a ratos desolada.

Hay un hecho que conmueve en cada realización pictórica que llevara a cabo Vincent van Gogh en su estancia en el Sanatorio de Arlés: que la belleza del mundo seguía intacta para él; mágicamente reconstruida por medio de su paleta de pintor reducido a un largo y doloroso confinamiento. Desde su celda el artista pudo intuir el próximo ocaso de la pintura —su lento camino en pos de la abstracción y el conceptualismo— concebido a partir del consciente difuminado de los colores, la aparición de una atmósfera cada vez más ingrávida y el emborronamiento de la figura humana y de los accidentes del paisaje, entre tanto surgía un nuevo protagonista, el color dramático que convertía a cada pieza artística en un resultado directo de la sensibilidad, para llegar así a una nueva e insólita expresión.

Varios decenios más tarde, el antropólogo y estructuralista francés Claude Lévi-Strauss especuló sobre el probable fin de la pintura, en un tiempo en que el marco de la representación artística parecía ser sustituido por el de la pura expresión. La tesis basaba sus argumentos en la detenida observación del complejo proceso experimentado por la pintura moderna. Con respecto a las contradictorias relaciones surgidas entre el arte anterior al siglo XX y el arte contemporáneo, volvía a argumentar Lévi-Strauss: en el arte pasado la pintura era entendida como el constante ejercicio de una “escolástica del significado”, en el arte actual nos encontramos frente a una “escolástica del significante”. Se entiende entonces que el arte pictórico estuviera, a fines del siglo XIX, abocado a una compleja situación de crisis cuando ha aparecido de improviso, en el escenario de la cultura, un cambio radical en la perspectiva y motivaciones internas del pintor. Pues ya no se trata de representar el orden factual del mundo, sino de plasmar una expresión donde las formas que la instrumentan recuperen su autonomía frente a la realidad natural.

En los nuevos tiempos, iniciados por Van Gogh, Gauguin, Cézanne... el arte apunta a una enfática doctrina de la expresión que implica, fundamentalmente, el mundo interior del hombre y de paso modifica las reglas tradicionales de composición e intelección. El arte moderno es principalmente el resultado de esa interiorización de la mirada del artista que ha descubierto, mediante ese ejercicio permanente, una forma distinta de entender la realidad y de llegar a plasmarla como la pieza maestra de su sensibilidad. No obstante, en el interior de cualquier representación artística se aloja el hecho ineludible de su expresión. El arte del Renacimiento fue una auténtica y creadora expresión ligada a su correlato más intrínseco: una revolución de las antiguas reglas de composición. De la misma manera, al arte moderno, que ha obtenido su máxima legitimación como consciente ejercicio de discontinuidad y manifiesta heterodoxia frente al legado de la tradición, sólo le está permitido alcanzar su expresión si ésta construye su propio espacio de representación, antes usufructuado por la representación clásica. Representación y expresión no son, por tanto, términos opuestos, proclives a sustituirse mutuamente en determinados períodos del arte; son, en cambio, categorías estéticas interrelacionadas que, aunque poseen facultades distintas de designación, obedecen por igual a la lógica interna de las obras.

El impresionismo fue un estilo y una técnica depurada llevada a sus formulaciones más acuciosas, reflejando con esto la culminación de una gran tradición. Aunque justamente en ese instante exquisito, en que el pintor ha desarrollado un conocimiento que le permite dominar de una manera única la luz y el color para colocarlos transfigurados en el lienzo, la figura y la luz comienzan a romper con los prerrequisitos indispensables que ha soportado durante siglos la representación figurativa. El pensamiento dialéctico pudiera explicar lo que aconteció en el conjunto general de la pintura: el genio impresionista representó el pináculo de toda una era y, a la vez, la indispensable pieza transicional hacia el arte del siglo XX. Los impresionistas quedaron prisioneros de las paradojas de la luz, del instante más luminoso de sus composiciones, las cuales expresaban la grandeza y miseria de sus postulaciones y el proceso asaz contradictorio de la historia de la pintura que trascendía hasta llegar a ellos como legado universal y como vocación de renuncia. De este modo, lo que debió ser en ellos culminación devino en transgresión, y lo que fue entendido hasta ese entonces como perfección se tradujo al final como agotamiento. En estos pintores encarnó esa curiosa negación, cargada de positividad, que produce lo nuevo: en este caso el arte moderno.

Pablo Picasso dejó dicho que los artistas no deberían tener ojos para que pintaran mejor. Es sobre la base de esta irruptora ideación que el arte moderno alcanzó su manifiesta particularidad histórica. Para los nuevos pintores mucho más importante que la pura tarea pictórica, resuelta técnica y estilísticamente mediante la disciplina tradicional del taller, va a ser el mundo de las ideas; canjeándose de esta manera el primado de la “realización” por el de la “concepción”.

Pero regresando a Van Gogh, podríamos decir que su obra se sitúa en la criba quizás más trascendental del arte del siglo XIX. El pintor se encuentra alojado en el interior de una singular situación epistémica, donde el problema teórico del conocimiento se le revela a través del prisma moral que replantea con fuerza el significado de la verdad, el valor y la utilidad del arte implicado con la existencia. Bastaría retomar el epistolario dirigido a su hermano Theo para comprobar la vocación confesional, ideo-religiosa que animó la vida del creador holandés. Con Van Gogh el arte empieza a encerrar una problemática “ideológica”; una actitud misional que se expresa doblemente como fidelidad a la belleza del mundo y como compromiso con los desposeídos de la tierra; los humillados de los evangelios. Él es uno de ellos, y su concepción del arte se resignifica enteramente a partir de la elaboración práctica de estos nuevos postulados.

Vincent van GoghSe ha llegado con esto a los inicios de un singular conceptualismo, surgido de la revolucionaria concepción de que el arte es esencialmente una idea destinada a expresar un contenido universal, dotado, este último, de una acepción no sólo estética sino también ética. Se podría apuntar que Van Gogh inauguró una forma tan absolutamente humana de contemplar la realidad que ésta carece, en cierto sentido, de eso que podríamos llamar tradición o legado. Pues su pintura constituyó ese tipo de expresión donde la realidad sensible, transfigurada en el lienzo, jamás se encuentra en pugna con el momento numínico de la concepción. Porque para el artista nunca existió el conflicto entre realidad y representación. Por eso si el pintor seha convertido en uno de los puntos principales de partida del arte del siglo XX, podríamos hablar de un curioso retorno al primado de la idea, pero que no suprime, en modo alguno, el principio básico de la sensibilidad. Y es que el contenido neoplatónico y nominalista, comprendido como una suerte de inquieto naturalismo, fundado a través de las estrechas relaciones que existen entre la percepción sensible y la apercepción intelectual, nutre sin paralelos la obra del pintor; o sea, un modelo ideal del mundo que comprueba asombrosamente en la realidad natural —el paisaje, la atmósfera y la figura— la ignota preexistencia del álgebra del alma colocada al borde de un hondo paisaje interior.

Según los neoplatónicos Dios es matemático, hace geometrías y cálculos algebraicos y es el creador de un espacio ideal donde el círculo, el triángulo y el cubo alcanzan la perfección de arquetipos. A partir de este diseño abstracto de una realidad esencial deberían ser entendidas las nuevas relaciones que originalmente impuso el pintor moderno con respecto a los modos de asumir y reflejar en su obra la realidad natural. Pablo Picasso, creador del “cubismo”, pertenece, en términos de futuridad, a esa tradición iniciada por el compañero de jornadas de Gauguin. Lo que Paul Cézanne planteó enfáticamente en pintura lo asumió Picasso desde los postulados básicos de esa tradición en específico: reducir visualmente todo, mediante el análisis, al cuadrado, al cubo... en fin, llegar a geometrizar la realidad plasmada en el lienzo. Mas esto necesitaba de una resignificación previa, completamente inserta en la historia del arte, y ese fue el papel que jugaron de un modo privilegiado la expresión y la vida de Van Gogh. Ya que toda verdadera tradición necesita de un mártir que legitime lo que después se convertirá para los artistas en un legado eminentemente formal. Esa es tal vez una de las paradojas más abrumadoras de la historia humana.

La pintura de Van Gogh señala no sólo la reconfiguración del primado moral ante la vida, sino de la abstracción sensible sobre la estéticamente inconfigurada apariencia del paisaje visual. Los fundamentos epistémicos que reorientarían el camino del arte hacia una distinta finalidad estaban de esta manera echados. Pero para que no quedara duda alguna se debieron a un magnífico correlato donde la idea y la sensibilidad encarnaron una forma humana profundamente agónica: la vida mutilada del gran artista; su genio y su locura.

¿Pueden la sensibilidad y el concepto convergir hacia un mismo punto de inteligencia y expresión del arte? Si la respuesta fuera afirmativa se podría muy bien justificar todo lo que le debe el arte conceptual a Van Gogh. Pues el concepto no es, en cierto sentido, otra cosa que el modo de manifestarse en nosotros la sensibilidad interior. Lo cual implica un modo en especial de realización estética, o de una concepción que se complace en subvertir lo concreto en nombre de lo abstracto, o de oponer, como lo hace el pintor, la idea trascendente frente a la simple inmanencia del mundo.

El mismo arte impresionista puso en evidencia esa tamaña capacidad “ideológica” formalizada como crítica y ruptura, al revisar conscientemente sus nexos con la herencia del arte universal. Por eso desde la época finisecular de Van Gogh y los maestros impresionistas, el arte se nos viene mostrando como una perenne capacidad de irrupción. O sea, lo que el artista aprende y nos aporta con su creación, lo logra por medio de su permanente rebelión ante al canon establecido, desgastándose existencialmente en esa infrecuente y, en ocasiones, peligrosa aventura, aunque dejándonos la radical experiencia de su obra y de un aprendizaje, sin lugar a dudas, vital. Sin embargo, las postulaciones teóricas que el creador buscaba trasmitirnos con su declarada insurrección existencial, sólo fueron receptadas mediante un seguimiento y una inteligencia de las obras puramente formal. Se podría agregar que paradójicamente el arte más legítimo del siglo XX carece de tradición, debido a que lo que hay en él de tradición es la estela espumosa que nos dejó una curiosa prosecución de caracteres individuales, insurrecciones permanentes y rupturas continuas. Van Gogh fue uno de los apóstoles de esta inédita, en cuanto extemporánea, “tradición cultural”.

Si partimos que lo que se conoce como tradición en el arte del siglo XX es la repetición, formalmente cristalizada, de una antigua y profunda irrupción, lo que hay de revolucionario en la práctica del artista contemporáneo se convierte en instancia irrepetible, a no ser como gesto formal, como mera reproducción de lo que bien pudo ser una auténtica incursión crítica en los predios axiológicos de la existencia y en el criterio, moral y estético, de verdad, mientras se intentaba franquear los límites, puramente humanos, de la razón, la belleza y la realidad. Tal parece como si el arte del siglo XX lograra la inusual experiencia de una nueva Edad Media, entendida, en su patente religiosidad, como el período histórico primado del conceptualismo. Sin embargo, la religiosidad manifestada, en algún momento, por nuestro artista, apunta a fortalecer los nexos intersubjetivos sobre los cuales se edifica la ciudad de los seres humanos. Su pintura es, de esta forma, el gran manifiesto de la percepción sensible que busca establecer puentes entre lo que hay de subjetivo, o ideal, en la consciencia de los individuos y el substrato más rudo, o indiferente, de sus vidas. El pintor es dueño de una mirada que no sólo se conmueve ante la belleza del mundo, sino también ante su más implícita falencia.

Si quisiéramos remitirnos curiosamente a una pintura, a un período, que heredó convincentemente ese peculiar modo de ver y de relacionarse con la realidad, esas pinturas serían las épocas “azul” y “rosa” de Pablo Picasso: bellos arlequines, atrevidos saltimbanquis, tristísimas figuras de circo, una madre sola amamantando a su hijo; trashumantes que nos alargan la mano afilada y que se muestran ante nosotros con toda la belleza y la angustia que pudiera habitar en la realidad...

Para terminar: afirman de Vincent van Gogh que fue el primer pintor de la historia que salió de la intimidad de su taller al descampado para pintarnos la noche. “Noche estrellada sobre el Ródano” fue el testimonio de su portentosa imaginación y la huella febril de sus andanzas en la fecunda época de Arlés. Plasmó el artista, en esta ocasión, grandes cometas y luminarias fabulosas que surcaban el obscuro firmamento en el que parecía suceder algo extraordinario. Pero, ¿habrá sentido el artista lo mismo que sintieron sus antecesores medievales, o los primitivos flamencos, cuando se dispusieron a pintar “la negra noche del alma”?

Para responder mi propia pregunta retorno, en cierto sentido, a una idea de Borges: toda auténtica experiencia humana es irrepetible, aunque para el verdadero creador cualquier noche será siempre la misma; la más hermosa noche del mundo.