Letras
La obsesión

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En un intento desesperado por hacerla callar, Pedro apretó con más fuerza el cuello de su víctima; luego, sin compasión, dejó caer el cadáver al suelo y se dirigió hacia los objetos amontonados en una esquina de la sala.

Pero no se lleven una mala impresión. Pedro no era un delincuente común y menos un vulgar asesino. Él tenía grandes motivos para hacer algo así. Además, varias veces los vecinos, excepto Yolanda por supuesto, lo habían propuesto para jefe de vigilancia del barrio por su conducta revolucionaria e intachable, pero él siempre se negaba aduciendo que estaba muy viejo para responsabilidades tan importantes.

Desde muy joven comenzó la carrera militar y antes de retirarse había llegado hasta el grado de sargento. En su currículum profesional había desde misiones al África hasta redadas estratégicas por el tráfico ilegal de leche en polvo y pasta dental. El gobierno, agradecido por sus servicios, y como él venía del campo, le asignó un apartamento de planta baja en La Habana Vieja además de un efecto electrodoméstico por cada misión que había logrado con éxito, por lo tanto, en su casa tenía televisor a color, radio, tocadiscos y ventilador. También le asignaron una motocicleta rusa por haber denunciado dos salidas ilegales del país, pero esta última ya no la tenía, pues uno de sus nietos se la robó y usando su motor construyó un bote y se fue para los Estados Unidos. Todos los demás obsequios los cuidaba con esmero. Siempre que alguien visitaba su casa por primera vez, él le daba un recorrido por el interior explicándole cómo había obtenido cada uno. Su última parada era en el uniforme con los grados de sargento que colgaba en una pared de la sala, junto a la fotografía ampliada de un hombre barbudo vestido de verde olivo y con un fusil en alto.

Pero de todos los objetos valiosos, había uno que prefería sobre los demás. Quien conocía a Pedro sabía que podía pedirle cualquier cosa, pues era un hombre bien servicial, pero que nadie le pidiera el... y no precisamente por el uso que tenía, sino por algo que descubrió de pura casualidad.

Una mañana la vecina de al lado, Yolanda, lo visitó por sorpresa. Esto le extrañó, pues ella no le hablaba desde el malentendido que habían tenido una tarde en el parque del vecindario. “¡Qué clase de culo más grande!”, había exclamado él desde un banco mientras miraba una de “esas” revistas. Yolanda, que en ese momento pasaba y que además tenía una retaguardia bien equipada, se volteó y le gritó desde falta de respeto hasta depredador sexual.

—¿Qué quieres, Yolanda? —le preguntó con desconfianza al verla pasar y sentarse en su sofá.

—Vengo a hacer las paces —le dijo sonriendo.

—Me alegra que finalmente hayas entendido que yo me refería a la modelo de la revista.

Estaba emocionado, porque desde aquel día terrible sentía una punzada en el estómago cada vez que pasaba frente a su casa o se cruzaba con ella en el vecindario; incluso había tenido varias pesadillas al respecto. En la peor de todas, se encontraba vestido con su uniforme en una reunión militar y de pronto aparecía Yolanda y comenzaba a acusarlo en frente de todos, entonces el mayor Ernesto González, que había sido su superior por muchos años, le arrancaba los grados de sus hombros y mandaba a un grupo de reclutas para que se llevaran los objetos de su casa.

—Sí, y para que veas que te creo y que lo he olvidado todo, te pediré un favor —le dijo Yolanda levantándose y mirando por la ventana hacia afuera.

—Si está en mis manos, es problema resuelto —contestó Pedro sacando el pecho militarmente.

—Es que esta tarde me visitará un familiar del exterior y no quiero que se lleve una mala imagen del país —miró a Pedro por un momento con expresión dubitativa pero continuó—, además como estamos en pleno agosto y yo no tengo uno, pensé que quizás tú pudieras prestarme el tuyo.

—¿Qué es? —preguntó escondiendo el pecho y sacando la barriga.

—Será sólo por tres días y prometo cuidártelo —dijo ella dando tres golpecitos en la madera de la ventana.

—¿Pero, qué es? —volvió a preguntar con voz temblorosa.

—El ventilador —susurró Yolanda mientras se volteaba y hacía una mueca de dolor con el rostro.

—¡No! —soltó Pedro retrocediendo un paso automáticamente.

—Te lo suplico, eres el único que tiene ventilador en el barrio. Acuérdate de que los extranjeros son un escalón importante en la economía del país, y si no les damos un buen trato, entonces no regresan.

—Es que... —comenzó a decir, pero ella lo interrumpió.

—¡Te lo pido revolucionariamente!

—Está bien —dijo Pedro dirigiéndole una triste mirada al ventilador—, pero sólo por tres días y si algo le sucede, tú serás la responsable de repararlo.

Después de que Yolanda desapareciera con el aparato, Pedro quedó ensimismado en una melancolía indescriptible y aunque trató de buscar consuelo recordando sus peores misiones al África, no le sirvió de mucho, por lo que ese día decidió acostarse temprano.

Las primeras horas las pasó de lo mejor, pero cerca de las once de la noche sus ojos se abrieron de repente y sin la menor esperanza de volverse a cerrar. Prendió las luces del apartamento y lo recorrió por completo, pues quizás alguien había violentado alguna puerta o ventana para robarle sus objetos preciosos. Todo estaba como lo había dejado. Regresó resignado a la cama con la esperanza de volver a conciliar el sueño, pero a pesar de que adoptó todas las posiciones posibles y contó cientos de banderitas, no lo logró. De pronto, una brisa salida de la nada le alivió la angustia momentáneamente. “El ventilador”, pensó, “me hace falta el ventilador”.

Le extrañó, porque ni siquiera había sentido calor hasta el momento en que pensó en él, además cuando se iba la electricidad tampoco lo tenía y sin embargo seguía durmiendo. De repente una idea espantosa le vino a la mente: tal vez el familiar extranjero que visitaba a Yolanda venía de los Estados Unidos, era un contrarrevolucionario que había traicionado a su patria años atrás y ahora estaba allí, disfrutando del ventilador que la revolución le había obsequiado por sus esfuerzos o peor aun, usando su motor como complemento de un radio que transmite información al enemigo.

Como hombre de resoluciones drásticas que era, después de toda una noche en vela, cuando salieron los primeros rayos del sol se puso su uniforme de campaña y golpeó la puerta de la vecina.

—¿Qué quieres? —susurró Yolanda con la puerta entreabierta y los ojos casi cerrados.

—¿De qué país viene tu familiar? —preguntó con severidad.

—De Miami —contestó ella; sin embargo, al ver la expresión en su rostro trató de cerrar la puerta con rapidez, pero él interpuso su bota militar.

—Devuélvemelo y procura que esté completo, si no la pagarás bien caro por cómplice —le vociferó.

—¡Shsh!, que lo despertarás.

Con una explosión de ira, Pedro le dio un empujón a la puerta y entró al lugar del siniestro. Echó un vistazo rápido en la sala, pero no descubrió ningún objeto comprometedor. Escuchó el ruido del ventilador en uno de los cuartos del fondo, entonces corrió hacia éste. Al llegar, le golpeó un fuerte olor a leche recién hervida. Sobre la cama encontró roncando y de patas abiertas a un rubio gordo de huevos rosados. Excepto aquel hombre, no había nada más extraño, por lo que de un tirón desconectó el ventilador y lo cargó sobre sus hombros. Cuando llegó a la puerta de salida, Yolanda le cortó el paso.

—Pensé que eras un hombre de palabra.

—Y lo soy, pero no pasaré malas noches por culpa de ese cerdo.

—Te lo suplico, déjamelo hasta que él se vaya, después te doy lo que tú quieras, incluso lo que me pediste aquella vez en el parque —imploró Yolanda poniéndose de rodillas.

—Ya han pasado muchos años y ahora no vales un quilo prieto —soltó esquivándola.

—El que no vale nada eres tú. Ahora entiendo por qué vives solo, es que no te gustan las mujeres... maricón —esto fue lo último que escuchó antes de tirar la puerta.

Al llegar a su apartamento se sentó junto al aparato y comenzó a examinarlo minuciosamente. De pronto descubrió que ya no era el mismo, había envejecido de la noche a la mañana. Su pintura de fábrica ya no brillaba como antes y cuando giró las aspas con la mano, estaban medio trabadas y hacían ruido. Espantado se puso su ropa de trabajo y después de analizar el problema por una hora y media más, decidió que lo mejor sería un mantenimiento general, así que lo desarmó por completo.

La pintura de señales de tránsito que usó la tenía desde hacía como diez años, cuando ayudó a reparar las calles por donde el papa Juan Pablo iba a pasar, pero el aceite para el eje del motor fue el que de ninguna manera pudo conseguir, pues en todos los talleres le pedían dólares. Después de cuatro horas dando pedales desde un extremo de la ciudad a otro sin resultado alguno, no le quedó más remedio que usar un poco de aceite de cocinar.

Cuando terminó de armarlo, se sentó en el sillón y comenzó a contemplarlo. Todo le funcionaba a la perfección. Las aspas ahora giraban durante 1,46 segundos tan sólo con un empujoncito, además de que el ruido y la corredera habían desaparecido por completo; antes tenía que ponerlo sobre una toalla para evitar que terminara en la calle.

Aquella tarde pensó en acostarse a dormir temprano para recuperar todo el sueño que había perdido la noche anterior. Cuando iba para la cama, escuchó una gritería en la calle. Entreabrió un poco las persianas para ver de qué se trataba y descubrió al miamense de su vecina montándose en un taxi con sus maletas. Ella arrodillada le imploraba que no se fuera, pero el gordo gritó algo en inglés y el auto aceleró.

—Pedro, yo sé que tú estás mirando —comenzó a chillar Yolanda señalando hacia su casa—. Eres un chismoso, al igual que todos en este barrio. Por tu culpa se fue, pero me las pagarás. Hoy mismo echaré ese ventilador en los calderos de Yemayá para que se queme.

A Pedro aquello no le preocupó. Primero, porque un marxista-leninista no cree en que los muertos salen y segundo, porque tenía el apoyo de todos en el vecindario. Siguiendo su resolución se lanzó a la cama y con una sonrisa rara se quedó dormido.

Roncó de lo lindo hasta que el reloj de pared, que le habían asignado por evitar una compra ilegal de dólares, marcó las once. Sus ojos se abrieron brutalmente impidiéndole pestañear y al igual que la noche anterior, el sueño se esfumó por completo. Miró automáticamente hacia el ventilador y lo encontró funcionando; no habían quitado la electricidad. Como una lechuza recorrió la casa en segundos, pero todo estaba en orden. “¿Qué coño me pasa?”, murmuró. Fue hasta el botiquín del baño y se tomó dos pastillas de diazepam. “Tú no podrás más que yo”. Se lanzó nuevamente a la cama en espera del efecto, pero después de una hora contando ventiladorcitos e imaginándose playas desiertas, los ojos le seguían más abiertos que los de un pescado.

No fue hasta cerca de las doce cuando al fin dio con el problema. De pronto escuchó la guagua pasar por la calle y en el tiempo que duró el ruido del motor, los ojos se le achicaron y un manto dulce relajó su mente, pero apenas el sonido desapareció, los ojos hinchados volvieron a abrírseles. “¡Eso mismo es!”, gritó dando un salto en la cama. “Le eché demasiado aceite y ahora no hace el ruidito”.

Sin perder tiempo tomó el destornillador y comenzó a desarmarlo. Con un trapo secó todo el aceite que pudo y luego dejó caer algunas gotas de petróleo en el eje para resecarlo.

El ruidito perfecto no volvió tan rápido como esperaba. Primero fue un chillido insoportable, como el aruñar de un perro grande sobre una plancha de zinc; luego un bandeo metálico, como la marcha de un tren sobre unos raíles oxidados, pero después de tres horas, por fin surgió el ruidito adormecedor, que sólo era comparable al ronroneo de un gato sobre las piernas de su amo. Sus ojos dejaron escapar toda la sangre acumulada y el cerebro se le apagó.

A la mañana siguiente, cuando abrió la puerta de su casa, encontró un cartucho lleno y rodeado por trozos de velas gastados. Sonriendo le dio una patada y volvió a entrar. Dos semanas más estuvieron apareciendo aquellos “regalos”, sabía bien quién los ponía, incluso estuvo a punto de llamar a la policía, pero al final terminó ignorándolos.

Hasta que una madrugada, despertó tosiendo. Había humo en toda la habitación y cuando se fijó en el ventilador, lo encontró sin funcionar. De un salto se incorporó y abrió las ventanas, luego fue hasta el aparato y comenzó a trastearlo. El humo salía de su interior. “Coño, se me fue la mano con el petróleo”, pensó. Durante la noche lo desarmó tres veces en busca del problema y a pesar de que le echó todo el aceite que le tocaba ese mes, no volvió a funcionar. El motor se había quemado.

A la mañana siguiente se puso el ventilador sobre el hombro para llevarlo al consolidado eléctrico. Cuando abrió la puerta ya estaba preparado para patear el cartucho con las velas, pero increíblemente no había nada. “Puta”, pensó.

—¡Ja! Rafael, mira lo que este hombre ha traído —rió el dependiente cuando Pedro puso el aparato sobre el mostrador— ¿De dónde usted ha sacado esa reliquia? ¿Acaso no sabe que desde que se cayó el campo socialista ya no tenemos piezas para reparar esos armatostes?

—Está casi nuevo, sólo necesito un motor —dijo Pedro confundido.

—¡Ja! Rafael, no te pierdas lo que dice este, que sólo necesita un motor —volvió a gritar el dependiente, esta vez volteándose hacia el interior de la tienda.

—¿Compañero, acaso usted se está burlando de nosotros? —dijo el que parecía ser Rafael saliendo al descubierto.

—No, sólo necesito un motor, yo mismo puedo instalarlo —repitió Pedro.

—Jorge, ven acá para que te mueras de la risa —gritó Rafael dando unos pasos al interior de la tienda, pero Pedro no esperó a que apareciera el tal Jorge y soltando una palabrota desapareció con su ventilador.

A pesar de que fue a todos los consolidados eléctricos de la ciudad, no pudo conseguir nada, todos le decían lo mismo. El que más lo ayudó fue el último, donde un compañero realmente serio y con ganas de trabajar, le preguntó si tenía una lavadora con secadora.

—No, esa el gobierno no me la asignó —contestó Pedro esperando que al hombre se le ocurriera otra solución.

—¡Qué pena!, porque si tuvieras una usaríamos el motor de la secadora y créeme, no hay mejores ventiladores que esos. Pregunta entre tus amigos, siempre aparece alguien con una lavadora vieja.

Rumbo a su casa Pedro pensó en aquella posibilidad, pero realmente no tenía ningún amigo cercano, todos vivían en el interior del país y si alguno tuviera el motor, transportarlo podría demorar semanas, incluso meses. Los vecinos lo querían, al menos algunos, pero aquello era algo tan personal que no sabía cómo pedirlo. De pronto comenzó a sentirse mal y cuando llegó a su casa fue directo al baño y vomitó.

“El mayor Ernesto González”, pensó, “seguro que él puede ayudarme”. Pero a pesar de que lo llamó varios días desde el teléfono de una vecina, nunca contestó. Una semana después, sin haber dormido ni un minuto, su cuerpo comenzó a temblar por momentos y la úlcera que se le había sanado hacía años cuando dejó de ir al África, reapareció torturando su estómago. La casa de repente se le volvió inhabitable y comenzó a pasarse los días sentado en el portal con la vista perdida en el cielo.

Una tarde en que por primera vez comenzaba a quedarse dormido, el brusco frenazo de un camión lo hizo reaccionar. Yolanda salió al encuentro del conductor y entre los dos comenzaron a descargar toda clase de efectos electrodomésticos. Entre éstos vio pasar un televisor a color, que indudablemente no era ruso, una lavadora con más botones que un ascensor, una radio-casetera con bocinas independientes y por último, un hermoso ventilador que al parecer tenía luz. Yolanda se le acercó y, mostrándole una pequeña cajita plástica, le dijo: “¿Ves esto?, es un control remoto para el ventilador. Muérete de envidia”.

Pero a Pedro aquello no pareció molestarlo en lo absoluto, un minuto después entró a su casa y se vistió con su uniforme de asalto; luego entreabrió la ventana y se pasó el resto del día vigilando. Cuando oscureció, vio a Yolanda salir bien arreglada, como todas las noches. Esperó a que se alejara y pasó como una sombra hasta su puerta, la cual abrió con gran maestría. Estuvo unos minutos parado en la sala, esperando que su vista se acostumbrara a la oscuridad. Finalmente descubrió un grupo de objetos hermosos en una esquina del salón. Ya cuando se decidía a dar el primer paso, la puerta se abrió de golpe.

—¡Yo sabía que intentarías robarme mi ventilador nuevo! —le gritó Yolanda prendiendo la luz—, porque el tuyo te lo embrujé.

Pedro no dijo nada, miró a su alrededor y después de comprobar que estaban solos, la tomó por el cuello y cerró la puerta. Un par de minutos después, cuando se percató de que Yolanda ya no respiraba, dejó caer el cerpo al suelo y fue hasta donde estaban los objetos hermosos y, aprovechando que la luz ya estaba encendida, se tiró al suelo con el destornillador en la mano y comenzó a sacarle uno de los motores a la lavadora nueva.