Letras
Ocaso

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I

Los días se resbalan sobre mi alma cansada con un efecto corrosivo pero imperceptible. Me siento en la ventana a “ver” la vida pasar, sin participar en ella, sin saber siquiera si realmente estoy en este mundo o me quedé en un planeta de transición, como quien llegó tarde para tomar el tren y se quedó parado en el andén de una estación sin nombre, situada en ninguna parte.

Tuve una vida ¿o lo soñé? Sí, tal vez sí lo soñé... pero voy a decirlo así... tuve una vida, y cada tanto la recuerdo (o la sueño, qué más da) sin saber exactamente dónde ni por qué terminó. Mi tren partió hace tanto ya que es una temeridad, una osadía pretender evocar detalles que quizás nunca ocurrieron.

Evocación que me sume en un letargo sin fin. Una conversación íntima con la que un día fui y ya no seré más. Nada hacia el exterior; afuera ya no hay nada para mí. Así que busco en los cuartos cerrados de mi ser las piezas perdidas que le dan forma y razón a la historia de mi vida.

Mi infancia, lejana y marchita, es un túnel obscuro en mi memoria que he borrado sistemáticamente. De ese espacio vacío es poco lo que puedo intentar recuperar para reconstruirme. Hechos aislados, imágenes sin rostro, sucesos sin fechas definidas; en fin, un gran pantanal perdido en la selva de mi vida cuya sola mención inflama mi pecho de tristeza infinita. Las razones, ocultas en un baúl extraviado sellado con siete cerrojos.

Tal vez debí recuperar los acontecimientos de mi infancia (cuando valía la pena hacerlo; cuando aún estaba viva) y reconciliarme conmigo misma, con la niña triste que aún me mira desde la profundidad del olvido donde la condené a vagar por el resto de mis días. Esa niña que nunca se fue. Aún la puedo sentir...

Mi infancia se resume, entonces, en mi memoria plana, de un solo piso, en una madre neurótica y frustrada que veía en sus hijos el recordatorio diario de su vida fracasada; un padre de carácter dulce pero ausente la mayor parte del tiempo cuyo escape de la realidad, que él había elegido por propia y expresa voluntad, era trabajar para “mantener a su familia” y trabajar para “mantenerse lejos de su familia”.

Sin embargo, como en todo hay destellos de excepción, algunos recuerdos aislados se escapan de su prisión; afloran de vez en cuando y, de vez en cuando, me roban una sonrisa; recuerdo, por ejemplo, aquella vez que papá y yo entramos en un restaurante chino a comprar no sé qué, y el pobre quedó hipnotizado por dos muchachas asiáticas que se encontraban detrás del mostrador. Aquellas mujeres de piel muy blanca y tersa, como porcelana china, ojos negros rasgados, nariz y labios perfectos parecían dos cisnes salidos de un cuento de hadas, perfectas e irreales... muchos años después me hubiese parecido muy natural que mi papá, ese hombre tan inteligente y serio, discreto y dueño de sí mismo, pareciera en ese momento un idiota adolescente salivando como un perro ansioso, con ojos de chihuahua trasnochado. Pero en ese momento, teniendo yo sólo unos seis años, sentía que aquellas “chinas” querían robarme a mi papá e hice una escena de celos épica que él nunca olvidó y conservó como uno de sus chistes favoritos.

Yo lo conservé como un ejemplo de lo relativos que son todos los hechos de nuestra vida, lo que nos impacta de una manera determinada en un momento específico, a una edad específica y bajo circunstancias también específicas pueden tener un efecto totalmente inverso en otro momento y bajo otras circunstancias.

Conocimiento empírico. Se aprende con la vida. No hay otra manera...

 

II

Al dejar mi lúgubre e inextricable infancia atrás, sin embargo, mi vida cambió su semblante. ¿Cómo explicarlo? Con sólo una palabra: adolescencia... magia y transformación. Sin importar lo que haya pasado, sin importar las espinillas y barros, los amores no correspondidos y la difícil vida de “liceísta”... la adolescencia es una fiesta. La vida se llena de fuegos artificiales, hay luz en la mirada, firmeza en el andar y la convicción de que el mundo se hinca a nuestros pies, rindiéndose a nuestros encantos. Nada es imposible y no hay nada que no sepamos. La verdad es que no sabemos nada de nada pero, ¿quién osará decírnoslo?...

La edad de la arrogancia... fue allí, en ese punto, donde todo comenzó... donde inició mi vida... antes sólo hay penumbras.

Caminé mi adolescencia con la seguridad de alguien dueño de su futuro. Era inteligente y decidida en muchos aspectos, y fui por el premio mayor tan cotizado y esquivo a la vez: la felicidad. Deliciosa fantasía tras la cual corremos como caballos desbocados, y cuya escurridiza presencia hace mutis cuando menos lo esperamos. Ahora está, luego ya no.

Así fue como empezó mi guerra sin cuartel... lo quería todo: éxito, dinero, prestigio y libertad para deslizarme por la vida sin ningún tipo de ataduras. Ese era mi concepto de felicidad. Pobre, ¿no?

Y llegó el amor, y yo no lo vi.

Y el amor se sentó a mi lado, pacientemente, discreto y dulce, a esperar por mí, pero no lo vi... no era parte de mis planes, así que era absolutamente inmune a esa radiante luz que me envolvía y me decía en cada sonrisa, en cada mirada:

—Hey... mírame, estoy aquí. Hace mucho que llegué...

Y se marchó. De la misma forma discreta y dulce como había llegado.

Desperté, pero era tarde ya. Y mi ser aún medio dormido se asomó entonces a un abismo insondable de un desconocido dolor. Aquel cuya presencia nunca noté me dejó como regalo una sensación de ausencia y de nostalgia que se instalaría en mi mirada por el resto de mi vida.

Aun así no me detuve. Jamás. Me lo llevé en los ojos, para siempre, pero seguí. Estaba por encima del amor (engreída, eso fui) y continué por el camino que me llevaría al éxito. En el fondo nunca dejé de ser esa niña gris y solitaria que debía demostrarle al mundo lo poderosa que podía llegar a ser. Motivos equivocados, arrancados del fondo de mis vísceras, dieron paso a logros amargos como la hiel... a una vida próspera y exitosamente vacía, llena de reconocimientos y títulos. ¡Qué curioso! Hoy, todos esos reconocimientos caben fácilmente en una sola pared. Mi vida cabe en una pared.

Pero fue la vida que quise. Y la tuve. Fui respetada, admirada, aplaudida y estuve siempre rodeada de mucha gente, de mucho ruido. Años de sacrificios, de largas horas de estudio y arduo trabajo dieron su fruto... marchito... pero fruto al fin. ¿Que si fui feliz? No lo sé; en el camino olvidé que buscaba la felicidad; pero supongo que sí. En alguno que otro trecho del camino, aquellas pocas veces que me detuve para respirar y volver a ser, tuve breves espacios de felicidad.

Quise muchas veces. Y, al principio, puedo decir que antes de llegar a los treinta, cada amor era el más grande, cada ruptura me rompía el corazón, y sentía que con cada separación mi mundo se desmoronaba. En algún momento dejó de importarme. Las relaciones se hicieron más breves, las lágrimas desaparecieron de escena y el amor... el amor... parecía no pasar de mis hombros, se quedaba flotando entre mi cabeza y mi cuello hasta que finalmente desaparecía... la sequía emocional era total. ¿Madurez? ¿O simplemente un alma endurecida incapaz de sentir?

En los años venideros llegaría a extrañar esa voluntad para sufrir por un amor perdido. Cuántas veces le pedí a Dios que me permitiera recuperar tan sólo un poco mis lágrimas de amor, de pena, y no lo logré... No sé que es más triste, no poder sentir nada, tener un pecho con eco propio o sentir al punto de querer morir por otro ser desconociendo el significado de las palabras dignidad y orgullo.

No sé. Lo cierto es que tuve muchos romances. Tantas veces escuché susurrar a mi oído:

—Yo te amo...

Yo te amo... no tenía sentido para mí...

Un día cualquiera decidí que quería casarme, y lo hice. Me sentí hechizada por este hombre y, en mi cabeza... sin pasar de mis hombros... pensé que era el siguiente paso lógico para completarme como mujer, y que lo que había logrado no era suficiente, que al no estar enamorada no podía sufrir, que debía tener hijos para perpetuarme en el mundo, que bla, bla y bla. Así que me casé. Y el hechizo terminó. Punto.

Ninguna de mis soledades, ni siquiera todas éstas juntas, se puede comparar con la soledad de estar acompañada por alguien que de repente se convirtió en un peso muerto en mi vida, en un grillete, en una mordaza. Cuántas noches lloré en silencio, hacia dentro, para no ser escuchada por aquel desconocido que ocupaba el otro lado de mi cama. Lo que en un principio fue cariño, atracción y respeto, se transformó, con la convivencia, en desprecio y resentimiento profundo. No lo amé jamás. ¿Fue su culpa? No lo sé. Y ya no importa. Pero sacó lo peor de mí. En mi interior comenzó a incubarse un ser maquiavélico y cruel deseoso de hacerle daño... deseoso de serle infiel. Sólo por serlo. El adulterio, entonces, se racionalizó en mi mente y se convirtió en una meta más, en otro reconocimiento para colocar en mi pared y, finalmente, se dio.

La infidelidad se consumó y, opuesto a lo que yo esperaba, no hubo satisfacción. La desolación se apoderó de mí y lo odié aun más. Mi matrimonio había llegado a su fin. Mi esposo salió de mi vida y yo sé que en su corazón se llevó la certeza mas no la prueba de mi engaño. Mi aventura matrimonial había finalizado con más pena que gloria y mi concepto de mí misma había descendido unos cuantos peldaños. Pero, qué más da, tampoco allí me detuve, ni siquiera para reflexionar y repensar mis metas. Aún quedaba mucho camino por recorrer.

Nunca me pregunté qué me estaría esperando al final del camino. Tal vez debí hacerlo.

 

III

Con el tiempo, y una vez más —como una última oportunidad antes de la sentencia final—, volvió el AMOR, no el amor... EL AMOR... como aquel de la adolescencia... ido para no regresar. Llamó a mi puerta y no lo escuché. Estaba ocupada. Volvió a llamar y esta vez le presté atención. Ya era un adelanto. Era un amor diferente al que llevaba prendido de mis ojos; no era discreto y dulce, más bien osado y tenaz. Sensaciones ya olvidadas, que yo creía pertenecían al reino perdido de la juventud primera, me anunciaron su llegada: temblor en las manos, el corazón desbocado y, ridículo pero cierto, ¡mariposas en el estómago! Todos mis radares se activaron e hice lo único que aprendí a hacer; tomé mi espada y le dije sin rodeos:

—Si te acercas, te mato...

Él sonrió, un poco desconcertado, y sólo me dijo:

—Si bajas un momento tu espada y me permites acercarme a ti sólo un poco, te darás cuenta de que vengo desarmado. Sólo te pido una oportunidad para amarte, ¿por qué tiene que ser tan difícil? No es mi intención lastimarte...

—Un solo paso y no respondo.

Esa fue la tónica de nuestras conversaciones los siguientes dos años. Él avanzaba un paso y yo retrocedía tres. Estaba aterrada y no tenía idea de cómo manejarlo. No enseñan eso en la universidad y no lo encuentras en los libros. El miedo al fracaso era la voz más fuerte en mi corazón y fue esa la única a la que di cabida. Constantemente me susurraba al oído una letanía, como un cántico de guerra que me decía: —¡Pide su sangre, hasta la última gota! Cuando mires su cuerpo, desangrado y pálido tirado a tus pies sabrás, entonces, que fue tuyo.

Supongo que mi voz interna nunca fue buena consejera...

Fue así como el amor volvió salir de mi vida, y esta vez, para siempre. ¿Dónde nació y se alimentó mi negación al amor? ¿Por qué tanto miedo y tanta rabia? ¿Por qué tanto dolor? Tal vez en el baúl tan celosamente sellado estén las respuestas...

Esta vez la tristeza fue suave y llevadera, nacida de la certeza de lo irremediable, de una concepción fatalista de la vida... la felicidad ya no era una opción. Es curioso, el día que lo vi por última vez tomó mi mano y me dijo las siguientes palabras:

—En verdad te he amado. Y lo sigo haciendo. Pero si sigo aquí luchando día a día con tus fantasmas, voy a terminar desquiciado, o peor aun, voy a perder como tú la capacidad de amar y ser amado y, la verdad, no estoy dispuesto.

Y se quedó allí unos segundos, mirándome, como esperando que estas últimas palabras tuvieran en mí un repentino y mágico efecto.

Yo sólo dije:

—Sabes dónde está la puerta.

Fue todo.

 

IV

A partir de allí vino el declive. A la par de mis éxitos profesionales, los cuales iban en ascenso, mi yo mujer, mi yo persona comenzó a descender. La edad se hizo presente. Ya no fue posible disimular las canas con el tinte negro, la presbicia hizo su entrada y con ella los lentes. Las temidas arrugas comenzaron a adueñarse de mi rostro, mis manos, mi cuello; la ley de la gravedad puso sus manos en mi otrora orgulloso trasero, y en mis pechos...

Lentamente pero, de manera inexorable, el tiempo pasó su factura y el costo fue elevado. Cada día observaba cómo iban apareciendo nuevas arrugas en mis ojos, en las comisuras de los labios... y el espejo se convirtió en mi enemigo. Los hombres dejaron de mirarme con deseo y aquellos que se acercaban sólo lo hacían pensando en mi chequera, mi auto o mi casa.

Se acabaron los romances, las mariposas en el estómago y el calor de unas manos en las mías. Tampoco había sido mi fuerte fortalecer mis lazos familiares. Así que me dediqué a plasmar mi vida en aquella pequeña pared —muy parecida a la que iba levantando cada día entre el mundo y yo— y la cubrí con todos los logros de mi exitosa vida. Seguía siendo admirada y respetada.

Mi memoria comenzó a fallar. Los espacios sin tiempo se hicieron cada vez más frecuentes, dejé de relacionarme con las personas, llegando al punto de sentirme irritada hasta por el suave canto de un ave. Mis reflejos ya no eran los mismos, me sentía triste, cansada, llena de nada... eso, llena de absolutamente nada. Entonces, comencé a pasar largas horas frente a mi pared, observando mi vida, conversando con ella. Por momentos volvía a ser la niña que nunca quise ser, aquella a la que siempre le huí. Ella venía por mí, teníamos cuentas que saldar y, comencé a evadirme.

Era como si después de haber vivido y recorrido tanto, sólo quedara volver a la infancia, pero yo no estaba dispuesta. No sería esa niña nunca más. Ella no existía, estaba muerta, o al menos exiliada... así debía quedarse...

Y me desconecté.

Ahora estoy aquí. No sé si han pasado días, meses, años. No importa... ya no soy yo... es un cuerpo solitario, una cáscara vacía asomada a una ventana, sin saber siquiera qué está mirando, ausente, perdida.

Detrás, al lado opuesto de la habitación, una pequeña pared, majestuosa, orgullosa, que parece tener vida propia, con el pecho cubierto de relucientes diplomas, placas, títulos y reconocimientos. Todos mudos testigos de una vida ejemplar.

Ni amigos, ni familia. Sólo una eficiente enfermera vestida de blanco, impecable.

Una mesita de noche exhibiendo unas rosas blancas algo marchitas enviadas por algún colega y entregadas por su asistente, claro. Se trata de personas muy importantes y ocupadas. En un rincón una mecedora. Como detalle algo irónico, un estante lleno de libros que nunca más leeré...

Y, en la ventana, yo. Callada e irremediablemente ida...

¿Tuve una vida? ¿O sólo lo soñé?