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El hada que no podía reír

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Fernanda era un hada que no podía reír
pero tampoco lloraba,
ni conocía los chistes,
no se reía por nada.
Le hicieras muchas cosquillas
o las uñas le clavaras,
no arrancabas de esta hada
más que una risa forzada,
que más se le parecía
a una mueca desganada.

Su vida era tranquila,
totalmente relajada.
Hacía encantamientos
y se quedaba encantada.
Visitaba a las princesas,
que andaban enamoradas,
les daba buenos consejos
para que nadie engañara,
y si príncipe no tenían
porque ellas no querían,
les enseñaba geografía,
matemáticas, inglés,
mecánica primero
y a jugar bien al brilé.
A las cinco de la tarde
tomaban con pastas té,
con el dedito estirado,
que era como lo hacían
las señoras de palacio.
Cantaban bellas canciones
en coro o en solitario
y sus voces resonaban
por los rincones del patio.

Quitaba encantamientos
de brujas crueles y malvadas
que querían ser princesas,
o elegantísimas damas.
Querían ir a los bailes
arregladas y muy monas
escondiendo sus escobas
que eran de las voladoras.
Pretensiosas las brujillas
copiándose de las revistas
pretendían ser tan finas
pero cuando menos lo esperabas
se volvían muy, muy malas
haciendo mil travesuras
jugaban a la escondidilla,
atravesar la canilla
para que el rey se cayera
rodando por las escaleras.
Si avisaban alarmados
a las voladoras hadas
que tenían que deshacer
encantamientos y dramas
moviendo su vara mágica,
mientras las brujas furiosas
se alejaban a toda prisa
volando en sus escobas
entre chillidos y risas.

A los príncipes valientes
guiaban con gran esmero
porque bien que conocía
a los dragones de fuego.
Nuestra hadita Fernanda
les ayudaba a escapar
y los malos se chinchaban
porque nunca ellos ganaban
en semejante batalla.
Era el pan de cada día
para príncipes guerreros
luchar con gran valentía
ayudados como siempre
por esta hada madrina.
El dragón Don Pepón
era un bicho muy fiero
y a la bella princesa Griselda
la tenía prisionera
en un castillo muy viejo.
Asadita de calor
porque como era un dragón
echaba fuego por sus fauces,
por sus narices voraces,
venga calor y calor,
y Griselda sofocada
asustada abanicaba
semejante calentón.

Pero no nos entretengamos
y volvamos a María Fernanda
que en un clarito del bosque
esto es lo que pensaba:
—No sé disfrutar de nada,
no me río y nunca lloro,
nada me hace ilusión.
Lo mismo me da volar,
que la varita agitar,
o escuchar una canción.
Estoy pálida y enclenque
de tanto esperar que llegue
la alegría, y no me llega,
me iré al fin de este bosque
a una lejana selva.
Y se puso a llorar.
—¡Ay, ay y ay! ¡y más ay!
—decía la pobrecita.
—¡Qué solita voy a estar!
Mas una negra hormiguita
la escuchó con precaución
y como era algo cotilla
se lo contó a una ardilla,
ésta corrió feliz
a contárselo a la perdiz,
y no veas qué carreras
cuando la rápida señora
se lo contó a una gacela.
Y al final llegó a las hadas,
todo el mundo se enteró
y ellas muy preocupadas
convocaron reunión.
Asistieron puntuales
troles, duendes y estrellas siderales,
El hada madre habló
moviendo su gran varita,
su traje de princesita
y sus alas de algodón.
Y dijo ella muy seria:
—Ando algo preocupada
por nuestra hada Fernanda.
Le pasa algo en la cara,
no ríe como es sabido
pero ya tampoco canta,
no llora nunca por nada,
sus lágrimas se han secado.
¡Es un hada desgraciada!
—y se secó una lagrimita
con hoja de margarita.
—Yo sé —dijo la más pequeña,
una hadita casi enana—
cuál es su mal desde siempre.

—¿Cuál? —preguntaron las mil hadas
que reunidas estaban.

—Que no ríe a carcajadas
por no enseñar los dientes.
Tiene tres muelas picadas,
le hace falta un aparato
que se los enderece.

—¿Estás segura, Penélope?
—que así se llama el hada.
—Y tan segura.
—¡Ah, ah! —se asombraron todas.
—Pues si esa es su tristeza,
Llamemos al señor búho
para que nos aconseje.

Vino el búho Agustín
algo malhumorado,
pues le gustaba dormir
por el día en su árbol.
Y por la noche volaba
Y hacía algo el ganso.
Las plumas se removió,
Saltó de una rama, a otra
Y al fin le salió la voz.
—¡Ejem, ejem! Los dientes.
¿Habéis dicho los dientes?
—Sí —contestaron todos.
—Llamemos a Don Conejo
porque si dientes es la cuestión
Don Serafino el conejo
tiene más conocimiento,
pues como él es paletudo
sabe bastante de eso.
Cuando llegó Don Serafino
que era un conejo señorón
con un abrigo de pieles
Y su coche de color.
—¡Rum, rum!
¡Aquí estoy!
—dijo dándose mucha importancia
y paró bien el motor.
—¿A ver qué tanta prisa?
¿Qué es lo que aquí pasa?
¿Quién se murió?
¿O quién es el que se marcha?

—Es que el hada María Fernanda
tiene los dientes muy mal,
a ver si tú nos ayudas
para pódeselos arreglar.
—¿Me vais a hablar a mí de dientes?
—y enseñó las paletas muy sonrientes—.
A ver, traerme a María Fernanda
que le voy a dejar la boca
como debe tenerla un hada,
perfecta y maravillosa.
Lucirá tal perfección con la boquita arreglada
que no sólo reirá, sino que lo hará a carcajadas
Fueron todas corriendo y trajeron a Fernanda,
la sentaron entre malvas,
le pusieron de babero
un bonito crisantemo.

—Ahora abre la boca
y di ¡ah, ah, ah..!
Ábrela más, más.
Sin apartar la mirada
extendió una pata
y dijo muy concentrado:
—Esta boca tiene arreglo
algo difícil quizás
pero lo voy a intentar.
Y gritó presuntuoso:
—Miguel, tráeme un trozo de enredadera,
antes coge la escalera, no te vayas a caer
que en tu jaula sólo tienes una insignificante rueda
y no estás acostumbrado a semejantes empresas.
El hámster Miguel corrió diligente por su encargo
y le trajo un buen pedazo.
—Ahora dame resina de pino.
Volvió el hámster presuroso
con su mandado exigido
y le puso en la mano
la pegajosa resina
que el conejo había pedido.
—Y ahora a machacar menta, poleo, anís y albaca,
unas gotas de rocío y agua de aquella charca.
—Ya está —dijo el conejo satisfecho.
—Te he puesto entre las muelas
resina para empastarlas.
Con la enredadera he hecho
un aparato perfecto
que te pondrá bien los dientes,
alineados y derechos.
Y para terminar mi labor
te he preparado un licor
que al aliento da frescor.
Lavarás bien tu boca al terminar las comidas,
te frotarás los dientitos con mucha dedicación.
Ya verás cómo los dientes
se te pondrán relucientes.
Y para que así sea
irás al dentista siempre
que una bonita sonrisa
merece mucho la pena,
y cómo no, algo de esfuerzo,
además de ser muy sano
masticar los alimentos.
Fernanda sonrió contenta
con su sierra de dientes blancos
y volando se alejó
a mirárselos al lago.
Paso el tiempo muy despacio
no sé calcular los años,
pues las hadas siempre lentas
no saben echar las cuentas
de los tiempos ya pasados.
El caso es que María Fernanda
se volvió muy presumida,
todo el día está riendo
para enseñar la sonrisa
y dicen los habitantes del bosque:
—¡Que tía más empalagosa!
Nunca está triste por nada,
nunca cierra esa boca,
es un hada muy marchosa.
Y colorín, colorado
si los dientes te has lavado.